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El Despertar (02)

en Grandes Series

El despertar II

(Amanecer adolescente al sexo. Orteadas, afirmadas y tardes de franela)

Desde aquella vez en que Martín tomó la iniciativa de descargarme esa orteada de antología frente a todo el curso de secundaria, quedó en claro nuestra relación y mis gustos.

Los mariposones de mis compañeros tomaron nota y no fueron pocas la manos, algunas anónimas y otras no tanto, que se posaron en mi trasero despertando esas cálidas sensaciones que erizaban dulcemente mi piel de la cabeza a los pies.

Iba a un tradicional colegio de varones donde éramos pocas. Nos llamaban las marías, las masculonas o las masturbadas. Para ellos éramos simplemente hembras dispuestas a disfrutar sus permanentes manoseos.

El guardapolvo, cual vestido entallado, realzaba mis formas y me permitía, como falda, exhibir mis piernas bien torneadas y de robustos muslos. Ceñía al máximo el cinto afinando mi cintura para exaltar caderas y glúteos. El espejo me devolvía una imagen de buenas curvas, llamativa cola y fresca juventud.

Éramos demasiado jóvenes y vivíamos en permanente calentura.

En el colegio, Martín me "afirmaba" o "apoyaba" en todos los recreos. Se acercaba y desde atrás y "afirmaba" su sexo, ora flácido y mullido, ora duro y enhiesto, en mis nalgas que se satisfacían agasajando su paquete.

Se quedaba en esa posición diciendo al oído cualquier cosa de estudio —para disimular— mientras los compañeros nos miraban y cotorreaban. Eran segundos que parecían eternidades.

A veces me enlazaba desde atrás y con sus manos me apretaba contra él para imprimir en mi traste, con mayor solidez, la grata sensación de su poronga endurecida o apreciar mejor la consistencia de mi culo.

Mi compañero de asiento —Héctor— no me sacaba la mirada de encima, en especial cuando iba con los shorts mostrando piernas y demás intimidades. Descaradamente ponía su mano sobre el banco a la espera de mis asentaderas para dedearme a sus anchas.

Al principio me resistí, pero más tarde me acostumbré a sus manoseos. Otras veces se hacía el distraído y me franeleaba las piernas con sus manos o rozaba la suya con la mía.

Estábamos amaneciendo al sexo y en ese tiempo las orteadas eran moneda corriente lo mismo que las apoyadas.

Entre los juegos más comunes estaba aquel por el cual debíamos reconocerlos a ellos por sus pijas y ellos a nosotras por el culo.

En un recreo cualquiera, un compañero se acercaba por detrás, tapaba tus ojos y afirmaba su herramienta en tu trasero hasta ser identificado. Cuantas más veces te equivocabas, mas tiempo sentías su verija resfregándote placenteramente el culo, sensación que quedaba impresa en la carne largo rato, aún después de haberse alejado el susodicho y que despertaba las fantasías más eróticas.

A veces las víctimas eran ellos: alguien tapaba los ojos al candidato y nosotras le acariciábamos la verga con nuestros glúteos hasta que nos identificaran. No fueron pocas las porongas que mi culo incendió en ese inocente juego adolescente.

Vivía en permanente estado de calentura.

En aquella época los padres —en general los mayores devenidos en vigilantes— no nos sacaban los ojos de encima y aquellos que empezábamos a entrar en la adolescencia no teníamos espacio ni información sobre sexo. Lo encontramos por naturaleza y aprendimos con imaginación.

Con Martín estudiábamos juntos con harta frecuencia, en su casa o en la mía. Aprovechábamos las horas de la siesta, cuando todos duermen, y lo hacíamos echados en el piso como una forma de conjurar el calor de la hora y nuestro ardor permanente.

Nos tirábamos de costado, frente a frente, con el libro y demás papeles entre ambos, pero a distancias de las manos. Así, mientras él leía, le sobaba el pene por sobre el pantalón y con las antenas atentas a los ruidos de la casa para evitar ser descubiertos.

Otras, me tiraba boca abajo, leyendo en voz alta, y dejando mi grupa al buen cuidado de Martín que matizaba su atención entre el texto y mi lomo. Su mano adquiría mayor maestría a medida que pasábamos más tiempo juntos: iniciaba su recorrido en mis hombros, me delineaba los pechos, bajaba lentamente por la columna.

Seguía rodeándome la cola con una larga vuelta alrededor de mis nutridas nalgas. Movía sus dedos en círculos concéntricos sobre mi traste —que me ponían a mil—, de afuera hacia adentro, hasta que su dedo llegaba al centro de mi ano y se hundía enterrándome la ropa que se oponía su paso: mi agujero lo hospedaba con todo despertándome espasmos de placer.

Eran inolvidables tardes de estudio y franeleo, signadas por el miedo a ser descubiertos y el deseo a una entrega mutua perpetua y plena.

 

Agradeceré comentarios.

Paradaparada41@hotmail.com