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De vencedor vencido

en MicroRelatos

 Fue un domingo de esos en los que el calor nos come vivos.

La calle, vacía de tensiones y de balas, estaba habitada solo por lagartos siesteros y adolescentes alzados.

Desde las habitaciones, un paisaje desértico devolvía la tierra blanca, calcinada.

Los macizos marcos de las puertas, sus hojas y las ventanas de las casas, eran los únicos colores que rompían la monotonía de la quemante claridad.

Adentro de las casas los cuerpos se consumían a fuego lento, achicharrándose y soasándose con el calor de la propia y grasosa transpiración.

El aburrimiento, producto de la imposibilidad de salir a despilfarrar vida por senderos insolados, los presentaba apuestos, aunque agobiados y esclavos frente al oscilante y chirriante ventilador, ajenos al sueño colectivo de la siesta y, hartos de juegos decentes remanidos, descubríanse volcados a revistas prohibidas.

Esas formas puras y desnudas a todo color prometían un mundo nuevo y desconocido. Dilatando las curiosas pupilas por las misteriosas formas del sexo opuesto, incendiaron aún más la sangre y los tridentes asumieron vida propia saltando cremalleras, mostrándose unos a otros plenos de virilidad e inocencia mentida.

No pudo soportar su deseo insolente y pidió que lo tocara. Y lo hizo, palpando por primera vez la suavidad y el calor contagiante del sexo ajeno.

Aferrada su mano a la vara ardiente, el fuego se le había pegado a la palma y los dedos al rabo, misterioso monstruoso cada vez más subyugante.

En vano buscaba distraer la mente: las imágenes glandilocuentemente crecientes, libres de su abrigo de piel retráctil, mostrándose impúdicamente con su único ojo alerta, le subyugaron al punto de rozar con sus labios la tersa piel, reconocer su gusto con una tímida lamida hasta sentir, ayudado por la mano que lo empujaba, el fuego de esa quinta esencia llenándole la boca.

Y ahí se supo y lo supo pleno.

Y ya no pudo parar la pasión desencadenaba desde la llama encendido desde el otro.

Fueron tal vez sus propias manos, aferradas al pene como a un mástil en un mar proceloso, causantes del oleaje de la sangre que lo subían y bajaban en un masaje que no se sabía quien daba a quien, su boca al encendido carajo o el viril carajo hocicándole desde adentro.

Tal vez fueron las manos del lancero que, aprovechando el calor de la siesta, se habían extendido por su espalda hasta acariciar sus redondeadas y palpitantes ancas.

Los dedos ajenos le arrancaron una descarga placentera al contacto de sus nalgas, e incrementaron la sensación a medida que se internaban en su hendidura, rozando el último bastión de su dignidad a punto de ser honradamente sacrificada.

En un silencio roto por gemidos ahogados, en su boca el ariete llegaba a su máxima potencia.

Las manos de él lo retiraron girando su cuerpo -con esa habilidad que solo surge de la colaboración de la víctima- y su culo se abrió como un manjar en la mesa cardenalicia.

Aquella visión íntima de la deseada redondez calentada por dedos mágicos, servida en la mesa de comer, fue el detonante que incineró la zona.

Vanagloriábase de su poder pincelando con su brocha ambos glúteos con los colores del arco iris.

Como en un cuadro tridimensional la verga suavizaba sádicamente la geografía de la carne, rozando cada uno de sus poros y el anillo del placer una y otra vez, hasta que la gimoteada orden “metela” llenó la habitación del desenfreno.

Y la dignidad arremangó su vestido blanco en las caderas y maniató en sus pies las bragas para quedar inerme al ariete ensalivado. Embriagada de ganas de comerse semejante verga, el dolor de la posesión consentida se diluía en las lágrimas que dilataban aún más su ano hasta que algo divino cedió y las puertas se abrieron de par en par. Sonaron las trompetas y hermoso y dominante el invasor avanzó poseyendo, poseyéndome, poseyéndonos, marcando con su verga esa forma de ser de una vez y para siempre.

El éxito de la arremetida desconcertó al atacante que detuvo su avance, error táctico aprovechado por la víctima quien contraatacó empujando sus nalgas hacia la bragadura hasta absorber toda la cárnica envergadura.

La polla se deslizó en la conquista del laberinto que la tragaba hasta que las nalgas toparon con los pendejos de la ingle.

Vencedor, el canal había devorado el falo oprimiéndolo entre sus carnes.

Y si ahí no estuvo todo dicho fue porque entonces empezó una desenfrenada carrera de topetazos contrapuestos que encendieron hasta los mármoles de la habitación culminando en espasmos sucesivos que nadie supo en quien los empezaron ni en quien terminaron.

En su afán de escape de su prisión dorada la verga se desbordó subyugada desliéndose a los pies del ano.

Sus labios besaron suavemente una a una las nalgas y cada uno de los glúteos, a su turno, acarameló esos labios en un beso inverso hasta que una maravillosa luz en borbotones asomó del campo de batalla.

El terrible calor había acelerado el sudor. Saciaron su sed bebiéndose de piel a piel.