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El Despertar (04)

en Grandes Series

El despertar IV

(Amanecer adolescente al sexo. La primera mamada y desnudez, sexo anal)

En el curso, a esa altura del año, pocos ignoraban mi vocación por la pija de Martín, que mis nalgas la acariciaban cada vez que se presentaba la oportunidad o que sus manos me tomaban el culo u otras partes sin que opusiera resistencia.

No eran poco los manfloros de mis compañeros que me revoloteban como moscas a la miel.

Sus orteadas me recordaban a cada instante que amanecíamos al sexo viviendo en un permanente estado de excitación.

A escondidas de profesores y celadores algunos no solo me palpaban el trasero sino que se sacaban y me ofrecían la manguera con todo desparpajo y bajo la apariencia de infantil broma.

Teníamos entre 14 y 15 años. Lo único que despertaba nuestro interés era el prohibido mundo del sexo; un universo al que solo intuíamos por imaginación o por inocentes conclusiones a las que llegábamos después de largas charlas entre chicos de igual edad y ninguna experiencia comprobable.

Por esos años a mi ciudad no llegaban revistas de sexo, televisión ni video eróticos y los filmes eran prohibidos para menores, así que debíamos conformarnos con lo poco que descubríamos entre nosotros o espiando a los mayores.

Nuestros inocentes juegos incluían las "afirmadas" o "apoyadas". Afirmar su sexo el macho en el culo hembra, o que hacía las veces de tal, en el patio en los recreos o en cualquier actividad que nos tenga en pie. Juego tan reiterado que aprendimos a reconocer a nuestros compañeros por el tamaño de sus pijas cuando nos sellaban las colas con sus armas; y ellos a nosotras por las opulencias y consistencias de los culos.

En nuestra condición de hembras del grupo, las marías éramos el objeto de esos juegos eróticos que consentíamos y estimulábamos con gusto.

Con Martín compartíamos el colegio por la mañana, y, por las tardes, las tareas escolares y la hermosa aventura de descubrir nuestras carnes.

Mis padres habían salido cuando llegó Martín para el estudio. Estábamos solos, sentados en el sofá, cotorreando sobre compañeros y profesores.

Hermosamente insolente sacó la poronga y, tomando mi mano, la asentó sobre su ya conocido instrumento que, en el acto, reaccionó al contacto de mis dedos, erectándose en toda su vastedad de macho.

Mirándome a los ojos me dijo: "es tuya". Me acurruqué en su pecho y él me recibió, protegiéndome del mundo . Sentí sus latidos, me contagió su calor, me calentó su olor. Tomándome de la barbilla levantó mi cara y me besó amorosamente.

Por entonces Martín tenía quince años —yo catorce— y un buen pedazo que, aún no plenamente desarrollado, había demostrado su valía haciéndome bramar y vibrar en cada cogida.

"Te gusta la pija —me dijo— He visto cómo te ortean y te apoyan en el cole." Sus palabras me congelaron, me ruboricé sintiéndome en falta. "Me gusta la tuya", balbuceé con la mirada baja como pidiéndole perdón... Y agregó "y la de Alberto, la de Tony, la de Héctor..."

No supe qué hacer ni qué decir, me sentía inerme y el silencio me apabullaba. "Vos también me afirmás y con tanta fuerza que me la dejas impresa en el culo. Además haces que te la toque y me manoseas la cola cuando quieres. A las de ellos las he sentido sobre la ropa cuando me "apoyan", nunca las he tocado", susurré.

Seco, ordenó contundente: "chupala".

Pese a que Martín me había roto el culo y me culeaba cada vez que la ocasión lo permitía, haciéndome gozar como una potra; pese que había acariciado su pene, su escroto, su culo, que había sentido su lengua en mi sexo y en mi ano, que sabía gustar de su poronga taladrándome las entrañas y de haber recibido cantidades de su semen en mi cueva, siempre me había resistido a la felatio.

"Chupala", mandó. Aquella vez me tomó en falso. Poniéndome en falta con el asunto de las afirmadas, no tuve oportunidad de escape y dirigí mi boca a su pedazo ya erecto en obelisco.

Sentía una natural reticencia pero tenía en mi mano su dura estaca de carne caliente y, como carecía de experiencia alguna, la metí en la boca mordiéndola con mis labios cubriéndome los dientes. Sentí cómo el calor de ese falo inundaba el interior de mi tragadora: bajé y subí. "Chupala bien", me conminó.

Me bajé del sofá, me arrodillé entre sus pierna abiertas, y me dediqué, primero, a lamer con esmero ese pedazo, haciendo que mi lengua reconozca cada pliegue de su piel, cada vena, cada repliegue del glande, del frenillo.

Después abrí la boca y lo comí entero desplazando mi tragadora por su caño, meneándole de un extremo al otro. Cuando podía le miraba los ojos, emblanquecidos por el placer que mi mamada le proporcionaba.

Adecué el ritmo de mi chupada a su jadeo, acelerándola a medida que aumentaba su calentura y sus resuellos hasta que, en rítmicas pulsaciones explotó expulsando chorros ardientes de una espesa y abundante lechada.

Previendo su eyaculación me había sujetado la cabeza, asiéndome con fuerza. Su orgasmo fue tan intenso que me clavó hasta la garganta y su primer chorro de semen —creo— pasó directo al esófago.

Al notar mi ahogo me aflojó un poco garantizando que cada gota de su esencia se derrame en el vaso de mi boca.

"Trágalo", dijo, y yo lo hice ya que a esa altura —y teniendo media lechada ya en el estómago— resultaba inútil resistirse.

Gocé del sabor de su espesa crema, impregné de ella el interior de mi tragadero y la deglutí con delectación.

"Limpialo", ordenó. Y yo me dí concienzudamente a esa tarea succionando levemente su hermoso carajo para no desperdiciar nada del líquido viril, tras lo cual, como una gata, lamí su falo, le bajé del todo los pantalones y me introduje en su escroto, en su ingle aún poco poblada de pendejos y me subsumí en lengüetazos entre la bolsa y el ano, relamiéndole con ardor.

Martín se retorcía de gozo y a pesar de la acabada su miembro aún se exhibía como un sable en busca de combate.

Retomando el control hizo que me detenga, me apartó de sí, me atrajo sobre su cuerpo.

Ya más relajados nos desvestimos.

Mi cuerpo se sintió pleno al mostrare desnudo ante Martín. Nunca antes habíamos tenido la oportunidad de estar completamente en cueros, frente a frente, y mis turgencias se encendieron de pasión al ver la desnudez de ese joven ya devenido en mi primer amante, cuyo cuerpo blanco, bien formado, proporcionado, ahora se me presentaba como iluminando el ambiente. Lo veía resplandeciente. Era un poco más alto, más fuerte que yo y su proponga armonizaba con el resto de su anatomía.

El observó con ojos de curiosidad, estudiando cada sutileza de mis curvas. Me hizo girar para aprehenderme en mi integridad. Y me supo su maría.

"¿Te gusto?", pregunté. "Sí", fue la respuesta.

Las veces anteriores siempre habíamos estado semidesnudos o con la ropa a medio sacar, ya por el apuro en entregarnos el uno al otro y siempre por el temor latente a ser descubiertos porque que lo hacíamos a cielo abierto, en el parque, en la ribera entre los yuyos o en la casa abandonada, frecuentada por chicos traviesos y linyeras.

La lengua de Martín en mi cuello me hizo estremecer provocándome sensaciones de placer que, en ondas, fueron en aumento a medida en que se desplazaba, repasando con su pala mis hombros, las tazas de los pechos, los pezones. Todo mi cuerpo fue objeto de la ternura de su lengua, los suaves mordiscos y tórridos chupones.

No podría describir la secuencia de sus caricias porque fueron de tan ricas y variadas formas que me cubrieron, cual un pulpo, entera simultánea y placenteramente.

Me había puesto a mil y su boca, arrodillado frente a mí, se dedicó a despertar las sensaciones más ocultas y primordiales en mi entrepierna y genital hasta que me consideró lo suficientemente caliente para darme el beso negro que, sabía, terminaba con toda resistencia.

Me recostó en el posabrazos del sofá, quedando mi trasero en pompa, ofrecido, abierto a su lengua que, cada vez con mayor destreza, me lamía toda la raja, se detenía en mi agujero con movimientos circulares sobre los pliegues de mi ano, para ingresar como un pedúnculo a mi esfínter, entrando y saliendo como una mini pija, elastizándome hasta lograr mis súplicas de ser cogida.

Acercó la punta de su espada a mi cueva que se abrió franqueándole el acceso.

Tantas veces me había roto el culo que la penetración ya no ofrecía dificultad alguna.

Rápidamente se adaptó mi canal al ardiente ariete que me quemaba las entrañas y me inundó el placer de ser poseída.

Estaba tan caliente que, mientras Martín bombeaba, toqué mi sexo y estallé en un sonoro orgasmo de colección, profundo, intenso y extremadamente largo.

Mis contracciones se sucedieron en oleadas, mientas Martín, sin descanso, pistoneaba frenético. Mi culo y mis entrañas se ampliaban al recibirlo en cada embate de macho cabrío.

La calentura del semental iba en aumento. Sus penetraciones se volvieron más profundas y veloces. Su respiración se agitaba y sus manos apretaban mi trasero contra su cuerpo presionándome desde la ingle.

Sentía golpear sus pelotas en mi sexo y a sus pendejos quedar grabados, impresos, en mis nalgas: tal la profundidad y vehemencia de sus estocadas, hasta que me la metió con toda su alma. Su choto se expandió dentro mío y, en pulsaciones, estalló vaciándose en chorros de caliente esperma.

Conocí el placer de sentir el latido del garrote que —a breves intervalos—expulsa chorros del tibio líquido que se derrama en las entrañas.

Quedó tendido sobre mí hasta que su miembro fláccido salió de mi ano como un inocente niño bueno.

Cuando llegaron mis padres todo estaba en orden y ambos estudiando como virtuosos compañeros.

 

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