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Rómpeme

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— Rómpeme…

Es lo único que recuerdo.

Los débiles rayos de sol se colaban por las rendijas del viejo y abandonado cobertizo en conos de luces casi mortecinas que anunciaban el ocaso.

A los lejos ladraban los perros y los ruidos comenzaban a escucharse con más fuerza.

Desnudo mi cuerpo sobre la vieja lona. Adolorido y casi descoyuntado. Poco a poco fui retomando la conciencia de mi carne, palpándome y casi despertándome con mis dedos la amortiguada piel de mis extremidades.

Las yemas de mis dedos fueron reconociendo cada centímetro de mi cutis, despertando cada poro, ensalivando mis labios.

Los ardores se repitieron y mis dedos se posaron sobre mi cálido sexo, todavía empapado.

Mientras una mano acariciaba los botones, endurecidos y erectos de mis tazas, la otra recogía el latido erótico de entre mis piernas, capturando sus jugos que, en dedos húmedos, depositaba en mi lengua, saboreando mis propios humores.

Libres, los gemidos cortaban el silencio y mis movimientos al aire alteraban la quietud solitaria de la callada cuadra.

La excitación me poseía y los dolores de mi carne se habían olvidado en el mar proceloso y vehemente del ardor.

Allí, a la par, con su ímpetu permanente me esperaba fogoso y entregado, todo mío. Lo besé con el fuego y la rabia de la pasión desenfrenada y me monté en la estaca introduciéndola de un solo golpe.

Mis movimientos dirigían la sesión y, con mis rodillas clavadas en el piso, hacía girar en redondo mi sexo para sentir por dentro esa inmensidad revolviendo mi caverna, a la vez que subía y bajaba haciendo más profundo e intenso el placer de la penetración.

Me movía ondulante para que aquella masa caliente estirara por dentro el estrecho círculo de mi cueva hasta hace poco casi virgen.

Subía y bajaba con mis muslos. Ondulaban mis caderas. Gemía.

La pasión descontrolada dirigía los movimientos de mis ancas que ondeaban y subían y bajaban al compás de un ritmo enloquecido mientras oleajes de energía se concentraban por dentro de mi pelvis para subir, bajar, metérmelo con toda la fuerza, y subir y bajar y metérmelo y explotar, explotar, explotar, explotar, comprimiendo y relajando mi cuerpo, en una seguidilla de inacabables descargas orgásmicas, en un oleaje decreciente de espasmos y luces de colores, hasta abandonarme y dejarme caer de bruces, rendido cuerpo y alma a ese mástil aún erecto en mi interior.

Casi imperceptiblemente fue saliéndose dejando en mi cueva la dulce sensación de su forma y fogosa virilidad y, como un río de lava, mis jugos se deslizaron por mis piernas.

Allí estaba mi cuerpo casi roto, agotado y, ahora, casi sereno.

Los rayos mortecinos habían desaparecido, imponiéndose la penumbra de las noches de luna llena.

Con mala gana me sequé y vestí, ubicando mis prendas y cosas al tanteo.

Arreglándome como pude llené mi bolso y me dirigí, con la sensación de embriaguez por el momento vivido, hacia la puerta del galpón para emprender el camino a casa.

La virginidad quedaba atrás y, mi macho, en mi bolso.

Parada

Paradaparada41@hotmail.com