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La Parada

en Hetero: General

El ambiente no era mejor ni peor a los que había conocido con anterioridad. El halo del día, realzado por el contraste mortecino del bosque y el azul cristalino del cielo, se desleía en la semipenumbra de su interior.

Los grandes ventanales de la recepción no alcanzaban a romper la oscuridad endógena de la hostería.

Aunque la madera del revestimiento daba cierta nobleza y calidez a la estancia, la despersonalización de sus pasillos no llegaba a naufragar en la amigable calidez indispensable para frío austral.

El viaje y sus estragos se dibujaban en el rostro curtido que le devolvía el espejo, acentuando sus viriles rasgos. Las horas sin sueño y los interminables kilómetros recorridos en su implacable huída parecían haberse agolpado en los poros de su piel.

La arropada casaca, los pantalones gruesos, los botines, toda la parafernalia de abrigo, ahora le pesaban como plomo.

La habitación pudo más y el, aturdido de cansancio, casi dormido en esa parada del camino, se desplomó en la cama.

Los pasos felinos se adivinaban cortando el pasillo. Afuera, el viento afinaba entre los árboles y tiritaban de frío los helechos. Adentro, la holgada falda se mecía al compás de la marcha femenina.

Recortada en la semipenumbra, la figura de la mujer avanzaba decidida, escudriñando las opacas puertas laterales en busca de la habitación asignada.

Ya libre del pesado abrigo, gozando en su piel su asedada blusa, la mujer se observó las manos blancas, los dedos flacos y puntiagudos, ejercitó su tacto palpándose las yemas —como preparándose para el encuentro— y las posó sobre la tez del hombre que dormía.

Un ligero estremecimiento sacudió la piel masculina al revivir añejas sensaciones.

Un rictus de sonrisa se dibujó en sus labios y su miembro acusó la presencia de aquella en una ligera descarga.

Como antenas, los dedos de la mujer absorbieron la chispa y el calor contagió sus carnes. Las pupilas dilatadas se fijaron en la endurecida complexión del hombre y las manos se volcaron a desnudar su cuerpo.

Uno a uno fue desgranando los botones de la camisa y pantalón, arremolinando con sus dedos los adorados vellos.

Las hojas amarillentas de los árboles hablan más del frío otoñal que del invierno y alguna música lejana invadía el silencio entre las cuatro paredes del atardecer.

Los dedos de la mujer, cual tentáculos de pasión, dibujaron los músculos del hombre preñando con suavidad la áspera piel masculina.

"Es hermoso a pesar del tiempo", se dijo a sí misma sin emitir sonido.

Como en otros tiempos, el sudor se apoderó del pecho y los labios sedosos de la hembra se prendieron de las tetillas. Mientras succionaban los minúsculos pezones, la lengua en extensión saboreaba la amarronada tez y el cosquilleo placentero se trasmitía, como por un cable, al emergente sexo.

Las manos de la mujer, cual expertas danzarinas de ballet, batieron la tensión de la piel hasta enardecer cada uno de sus poros. Los lánguidos y ensortijados vellos, que protegían parte de su pecho y vientre, marcaban el camino a la ingle como si fuera el sendero hacia la luz.

A los dedos, que habían aprendido a tañer en el infierno, le siguió su lengua no menos ardiente que esparció su lava en cada pectoral, perdiéndose en el abdomen.

Con movimientos largamente estudiados, la mujer lo despojó de sus prendas. Allí quedó el hombre desnudo de la cintura hacia abajo, inane sobre la cama, entregado al sueño y a los juegos de ella, cada momento más caliente y exageradamente erótica.

Ella contempló la insignificancia de aquella mitad del cuerpo masculino, la pelambre oscura de pendejos enrevesados que protegían la afiebrada virilidad del hombre que, enhiesto, se agotaba en ese cilindro cavernoso, ahora caliente, endurecido y enaltecido que emergía entre los pelos rezumando sudor y ese aroma agridulce que la mujer solo identificaba con él. Las fosas nasales de la hembra se dilataron y en leve batirse aspiró el aroma masculino saboreando el placer del oloroso vaho. Su mirada se perdió en las casi lineales piernas del varón, cubiertas de ensortijadas vellosidades.

La mujer continuó masajeando el cuerpo varonil, ahora a su disposición, mientras el, presa del más profundo sueño, se estremecía en un dormir agitado entre las imágenes enrojecidas del atardecer en la parada.

Poco a poco la manos de la hembra calentaron más allá de la piel y sus besos dejaron huellas en los endurecidos muslos y piernas varoniles hasta que sus labios detuvieron su marcha en el ansiado sexo, tallando con su lengua cada una de las arrugas del escroto y, poro a poro, en los senderos hinchados de las venas de su mástil.

Los jugos preseminales fueron acogidos en la vehemente lengua; en el meandro saboreó cada límite de la carne y avanzó sobre el rosado bálano, despertando sensaciones eléctricas en el durmiente hasta adsorber en el tálamo de su boca la ígnea y varonil espada.

Sus labios cerraron la abertura dejando adentro el cilindro de fuego, arropado en mullidas y ardientes carnes que despertaron los punzantes estremecimientos del orgasmo. El se agitó en su sueño hasta explotar en estertores sucesivos que alimentaron con espesa crema la ansiosa boca.

Inmediato a la eyaculación, quedó desmadejado en la cama sin haber interrumpido su reposo.

Su miembro, vencido por su propio peso, descansaba sobre el bosque de sus vellos aún brillantes por la saliva de la hembra.

La mujer miró su obra y sonrió sin pasión y sin amor.

De entre sus ropas extrajo un relámpago metálico con el que cortó el atardecer y congeló el tiempo en una espectral carcajada de locura, con dos certeros golpes de cuchillo.

Como un amor perdido, la insignia bordó se dibujó en el pecho de una vez y para siempre.

Desde el bosque se escuchó el grito apabullante de "mi marido ha muerto y soy libre".