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El violador silencioso

en No Consentido

El violador silencioso
Por Tina

Estaba disfrutando de mi cuerpo cuando aquel ruido me sobresaltó tanto que se salió el vibrador dejando el hueco en mi vagina.

Salí como estaba para ver qué era. A grandes trancos, pero con sigilo, bajé la escalera y, por seguridad y a modo de arma contundente, tomé uno de los candelabros del dresoir. En estos tiempos, una nunca sabe.

La planta baja estaba vacía con los muebles en su lugar. Todo en orden. Pero ¿qué había sido aquello?

Respiré aliviada cuando ví una maceta rota en el piso que, seguramente, fue volteada por la ventolera de agosto que se colaba por las enrejadas ventanas que dan al jardín.

Recién allí tomé conciencia que estaba desnuda. Sentí el aire refrescante sobre mi piel ardiente y un sacudón de placer me inundó por dentro, llevándome instintivamente la mano al monte de venus.

Tranquila y segura de que seguía estando sola dejé el candelabro y aproveché la semi penumbra del living para tirarme en el sofá y dejar que mi dedo acariciara al hinchado clítoris que tanto placer me producía, mientras mi otra mano se entretenía en mis pezones endurecidos y mi mente repensaba a mi macho.

Con los ojos cerrados disfrutaba de mí y de la presencia mental de mi hombre cuando, de pronto, de un solo golpe me enfundaron una capucha negra que me sumió en la más absoluta oscuridad y temor.

Mi grito de sorpresa fue apagado por la mordaza que se me imponía por sobre la capucha.

Quise pararme y defenderme pero aquellas manos y la superioridad de su fuerza fácilmente me doblegaron y mis afiladas uñas quedaron inutilizadas —como armas de defensa— por las esposas que bloquearon mis muñecas, con las manos atrás.

Vanos fueron mis esfuerzos por gritar y hablar: solo un sonido gutural y apagado salía de mi garganta por la mordaza. El atacante no decía palabra.

Ya dominada me sentó en el sofá y, automáticamente, cerré mis piernas para protección de mi intimidad.

Lloraba y la ira me enceguecía. Lloraba de dolor, temor, incertidumbre. Vanos fueron mis pataleos para liberarme. No podía caminar y estaba toda inmovilizada.

En medio de la ira y del temor que me invadían, pensaba a mil por hora qué hacer, sin que se me ocurriera nada viable.

Por los ruidos de los pasos, supe que el atacante volvía.

Yo seguía con mis ruidos y movimientos angustiantes, pero esta vez el hombre, siempre sin decir palabra, trató de calmarme acariciando, en señal de comprensión, mis hombros.

Sus manos transmitían seguridad y poco a poco fui relajándome, a pesar de que mentalmente —en medio del pavor— rezaba pidiendo a Dios por mi vida y porque no me hiciera nada.

Cuando me creyó lo suficientemente relajada enfundó uno de mis pies en un lazo y de un solo golpe me separó las piernas para enlazarme el otro pies en el extremo opuesto de esa barra.

Casi caigo del sofá así que tuvo que sentarme bien, pero esta vez, con las piernas abiertas por efecto de la pértiga, mostrando mi sexo en toda su plenitud.

Lloraba.

Siempre en silencio, comenzó a acariciar mis pechos. La suave firmeza de su trato contrastaba con la violencia de sus actos.

De a poco fue venciendo mi resistencia, dándome seguridad con sus caricias, y el llanto fue sustituido por la aceptación de la inminente e inevitable violación de la que, seguramente, sería objeto.

El extraño no decía palabra alguna pero sus manos hablaban sobre mi piel haciendo brotar los jugos de mi sexo ante sus lengüetazos, besos y chupones en mis senos, donde a los pezones los sabía duros y a punto de reventar.

El continuaba con su tarea, tomándose su tiempo y trabajando con mi carne a conciencia, lo que me llevó de la aceptación de la violación al deseo de ser poseída por ese hombre.

Lamía cada centímetro de mi piel y me manejaba como la "cosa" que era —ya que estaba atada e indefensa— poniéndome en las posiciones mas extrañas que puedan imaginar en un sofá.

Ya el deseo se había transformado en verdadera calentura cuando acercó su lengua a mi agujero negro y, en forma experta, la manejó entre mis nalgas, en el centro de mi ano, perforando mi esfínter con esa cálida prolongación de su boca.

Me hizo girar una vez mas y siguió su trabajo sobre mi empapada vagina, ora haciendo jugar su lengua entre mis labios, ora introduciéndola por el empapado conducto, ora mordiéndome suavemente el inflamado clítoris. Volaba. Pedía e imploraba a través de esos gemidos que salían de mi boca amordazada que me cogiera, que me hiciera llegar de una vez por todas, que me violara así y para siempre.

Apoyó el extremo de verga en el orificio de mi concha y de un solo golpe me la introdujo hasta la médula. Me dejó sin aliento la violencia del ingreso y gracias al exceso de lubricación pude soportar la intrusión de aquel semejante pedazo que me llenaba toda.

Se movía lentamente dentro mío con un compás complejo. Hacía girar su pene dentro de mi vagina mientras lo metía y sacaba cada vez con mayor ímpetu. Y yo le seguía el ritmo y me culeaba y me cogía y me tomaba y me entregaba y me gustaba y lo ponía y lo sacaba y me enloquecía y yo cada vez mas caliente, y su pija empujándome por dentro y de pronto el calor y las agujas en todo mi cuerpo y la explosión de las luces del orgasmo, y orgasmeaba, y la metía, y orgasmeaba, y me culeaba y orgasmeaba y me entregaba cuando su violencia se aceleró y explotó llenándome de semen.

Se quedó tendido sobre mi cuerpo inmovilizado; pude saborear su perfume y sentir su pecho no tan velludo sobre mis tetas y adivinar la forma de sus brazos

Se levantó sacando su pene aún algo erecto de mi sexo.

Percibí que se sentaba en un sillón, encendía un cigarrillo, e intuí su mirada penetrándome a pesar de que continuaba encapuchada. Sentí miedo. Me sabía observada por el desconocido en esa posición, atada, amordazada, desnuda, con las pierna abiertas y el sexo en flor.

A su momento apagó la colilla, se acerco y me puso en la posición del perrito, con las rodillas en el piso y mi torso y cabeza sobre los almohadones del sofá, de forma tal que mi culo se le convidaba y me entró el pánico de que aquella semejante verga me taladrara sin asco como ya lo había hecho con mi concha.

No hubo oposición posible de mi parte y sus manos abrieron mis nalgas y su boca comenzó a trabajar en ese beso negro que me relajó y me calentó como ninguno.

Distendió mi esfínter con sus dedos mientras me mordía y besaba suavemente las nalgas, hasta que puso la cabeza de su pene en mi orificio y, con movimientos lentos y seguros, lo fue introduciendo mientras mi recto, superando el dolor de los primeros instantes, se fue adaptando a esa masa de carne que tanto placer me producía. Sentí la aspereza de los pelos del pubis presionando mis nalgas y comprendí que me había entrado todo su aparato, y me relajé entregándome al gozo de ser poseída por el culo.

Viví su pija entrando y saliendo, pistoneando sin pausa en el interior de mi ano y en cada movimiento me llegaba a las entrañas.

Sus manos no daban abasto, ora chirleándome el culo, orea acariciando mis nalgas, ora jugando con mi clítoris, y yo extasiada, entregada al placer. Metía sus dedos en mi concha y se palpada el trépano a través del fino tejido que separa ambos canales.

Y llegué como una loca, y una y otra vez sentí los estremecimientos del orgasmo y, cuando se apoderaba de mi el relax, percibí cómo se aceleraba su respiración, aumentaba la violencia de las estocadas, y arqueaba su cuerpo hasta que se descargó en mi como nunca antes había sentido eyacular a un hombre.

Apenas repuesto se levantó sacando su verga semierecta de mi culo, dejándome esa sensación de vacío que produce esas falsas ganas de ir de vientre.

Seguía encapuchada, amordazada, engrilladas las manos a la espalda, abiertas y separadas las piernas por la barra.

No tenía fuerzas para nada, ni siquiera para estar enojada conmigo misma por haber gozado esa violación del desconocido que ni siquiera me dejó oir su voz.

De pronto un cintarazo sacudió mis nalgas produciéndome un dolor intenso, y otro cintarazo más formando una cruz roja en mi trasero. Ahogáronse mis gritos en la mordaza.

El hombre tomó mi mano derecha y depositó en la palma la llave de las esposas y desapareció sin una palabra.

Me costó trabajo y tiempo liberarme de esos hierros, tras lo cual me saqué la capucha y me liberé los pies. Estaba temerosa, dolorida, pero no podía odiar a aquel que me había violado y arrancado —con tanta destreza— los placeres más escondidos de mi cuerpo.

Nuevamente acostumbrados los ojos a la semipenumbra del ambiente, miré a mi alrededor, la ventana abierta, la maceta caída, el viento de agosto.

En la mesa ratona había un paquete de cigarrillos, un encendedor, y un papel escrito con computadora que decía: "Guarda todo para el lunes.".

¡Habrase visto semejante caradurismo! Pero el temor pudo más que el estupor y, como ya era la hora del regreso de mi marido, acomodé y guardé todo, dejando en orden la planta baja.

Subí a la alcoba matrimonial, recogí el consolador que había volado, me vestí y bajé urgente a limpiar el desastre hecho por la maceta mientras pensaba si le contaba lo ocurrido a mi marido o no, cuando de pronto este se acercó y me dio un beso.

— Hola querida, alguna novedad?

— No, mi amor, solo estoy un poco cansada...

Por Tina
paradaparada41@hotmail.com