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El Despertar (05)

en Grandes Series

El despertar V

(Amanecer adolescente al sexo. Las culeadas que supimos darnos.)

Martín había sobrepasado todos los límites de la prudencia al hacer pública mi pertenencia a su persona. En el cole, a ojos vistas, ya sin atención a profesores o celadores, me franeleaba sin tapujos el culo y las demás partes pudendas sin que yo pueda ni quiera oponerme.

En realidad me entregaba a sus manoseos.

Aquel comportamiento atraía aún más a los mariposones de mis compañeros que revoloteaban y me enloquecían a orteadas —unas veces anónimas y otras no tanto—, afirmadas y apoyadas que hacían sentir entre mis nalgas el tamaño de sus herramientas y la calentura de sus dueños.

Por ese tiempo se me acercó María, quien iba en cursos más altos, y comenzamos a forjar lo que luego se transformaría en una férrea amistad.

Una vez me advirtió que tenga cuidado con los franeleos públicos de Martín porque podría tener problemas. "Las mujeres como nosotras, las marías, debemos ser muy discretas", dijo.

Me contó el caso de una compañera, a la que pescaron conversando con su amigo en un aula sin uso de la escuela, y el asunto se transformó en un escándalo de proporciones. No solo habían convocado a los padres de ambos, los habían expulsado y, además, habían interrogado a todos para saber si habían tenido sexo con ellos inventando incluso que la masculona estaba enferma. "Lo tuyo con Martín ya es muy abierto, sé cauta —me aconsejó—, como nosotras que hacemos lo nuestro pero en el colegio somos mojigatas"

La relación con Martín iba viento y en popa y, como estábamos todo el día juntos, además de nuestras aventuras carnales, hablábamos de todos los temas. Habíamos llegado a comprendernos.

Apenas conseguíamos estar solos le mamaba la pija y me regalaba litros de su exquisita leche que tragaba y degustaba con fruición.

Me devolvía la atención regodeando su lengua en mis genitales hasta arrancarme orgasmos intensos e interminables.

Si podíamos, llegaba a desvestirme y, tras un experto beso negro, levantaba mis piernas sobre sus hombros y me clavaba su poronga, a la que mi dilatado canal recibía con delicia.

Nuestra posición preferida era con mis piernas sobre sus hombros: así lo sentía más vivamente adentro y cada pistoneada la percibía más profunda, haciéndome conocler el cielo.

Podía apretarle el culo con las manos, abrazarlo con las piernas, sentir su cuerpo sobre el mío y leer en su rostro el placer de gozarme, perforándome con su ariete.

En esa posición nos teníamos enteros: chupábamos nuestros senos, nos mordíamos los labios, nos fundíamos en besos, nos veíamos de frente y comprendíamos el efecto de nuestras caricias en el otro.

Mi sexo era arrullado por mis dedos o por los suyos y no eran pocas las veces que me venía en múltiples orgasmos antes que él llegara derramándome su esencia.

Ya descargada en mi orgasmo, me deleitaba sentirme abierta, penetrada, empalada por ese choto que me bombeaba cada vez con mayor bravura y vehemencia, hasta sentir en mis entrañas cómo se hinchaba su cabeza, todo el miembro, y explotaba en manantiales de cálida lechada con espasmódicas contracciones y sonidos de placer.

Me encantaba ver el rictus de su cara al venirse, saber por mi culo cómo se aproximaba su llegada, abrirme plena para recibir su detonación y sentir su riada cálida en mi gruta.

Tiernamente exhausto se quedaba abandonado sobre mi cuerpo, entre mis brazos, hasta que su pija, decaída y laxa, se saliese de mi cueva, dejándome esa sensación de vacío que había aprendido a dominar.

Libre de aquel tapón mi conducto permitía que el caliente semen me abandonara, desalojándolo a pequeños borbotones blancos, en finos hilos que corrían por mis nalgas y entrepierna, en cauces que a veces él limpiaba con su lengua como preámbulo para una inmediata y nueva penetración, a la que, desde luego, me entregaba con deleite.

Tales eran las lides amatorias con Martín.

 

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