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Sexo de la clase media (4)

en Grandes Series

PARTE IV: Ya en el camping.

 

En el camping el sexo entre Águeda y yo podía ser en ocasiones muy placentero. Tener a Juana y a Ferrer cerca causaba una sensación curiosa, pues como conté eran parte de nuestras fantasías en los últimos meses. Pero se trataba de un juego.

El periodo vacacional iba a comenzar curiosamente, si fuera poco lo que paso con lo de tocarnos la lotería. La segunda noche de camping me tocó a mí una lotería muy especial. El complejo de acampada en el que nos encontrábamos llevábamos ya siete años visitándolo por lo que conocíamos bien a sus recepcionistas-regentes, un matrimonio que se acercaba a los sesenta años. Se llamaban Juan y Carlota y nos hicimos muy amigos suyos; tanta era la confianza que a veces el grupo salíamos al pueblo y dejábamos a los niños con ellos. Como a veces regresábamos tarde incluso los chavales se quedaban a dormir en la casa principal del camping. Esto que cuento sucedió por ejemplo el segundo día de nuestra estancia allí. Juana, Ferrer, Águeda y yo, volvíamos al camping después de haber tomado unas copas en un garito del pueblo. Les dije que se fuesen a la caravana que yo iría a buscar a los niños y que en caso de que durmiesen les dejaría pasar la noche allí y quizá yo me quedase con el señor Juan tomando una cerveza en su porche (esto lo hacíamos infinidad de veces).

Cuando llegué la señora Carlota me dijo que todos los niños dormían, incluso Juan, su marido. Yo lamenté que él durmiera pues quería beber cerveza y charlar un rato. Carlota dijo que serviría una y que se sentaría conmigo en el porche a hablar. Me pareció un poco fastidio porque la señora Carlota siempre se ponía muy lisonjera conmigo, alabando lo buen padre y marido que era, y en esta ocasión volvió a hacerlo. Pero un rato después se quejó de lo que le dolían las plantas de los pies de tanto ir y venir andando durante el día con las tareas del camping. No sé cómo fui tan atrevido como para proponerle hacer un pequeño masaje a sus pies, pero lo hice. Ella sonrió encantada y me dijo además que no me apurase pues hacía unos minutos que se los había lavado, por lo que no tendrían el desagradable olor del sudor. Le dije que tampoco me hubiese importado.

Mi intención era saludable y la finalidad era la de aliviarle su dolor, por lo que sentados en un cómodo sillón alargado, cada uno en un extremo, le sugerí que se descalzase y subiera las piernas a lo largo del asiento, para apoyar sus pies sobre mi regazo. La madura mujer adoptó una postura comodísima y yo procedí a masajearle su pie izquierdo.

Me centré en la planta con los dedos de mis dos manos, clavándole suavemente las yemas de mis dedos en movimientos delicados pero activos que enérgicamente procedían a descargar el peso del dolor de su pequeño pie. En un principio Carlota se mantuvo atenta con la mirada en mis mañas, pero acabó entornando sus ojos para abandonarse al alivio que le producía mi masaje. "Perdona si abuso de tu confianza –dijo-, pero por favor continúa con el pie derecho" "No se preocupe Carlota, lo hago encantado, ¿le gusta así? – pregunté mientras mis pulgares hurgaban sus deditos del pie derecho." "Es una delicia hijo, tu mujer debe estar encantada con la maña que se dan tus expertas manos".

Por un momento pensé en Águeda, a la cual raramente daba masajes con tanto esmero, pero la verdad es que me apetecía impresionar y agradar a Carlota, que tanto se preocupaba por nuestros hijos. La buena mujer permanecía con los ojos cerrados y en la penumbra iluminada del porche se me antojó mirarla de arriba abajo e intentar valorar sus posibles atributos. En el pelo llevaba puestos unos rulos, lo que le confería cierto aire de maruja que me soliviantó, su rostro pudo ser el de una mujer guapa en la juventud; al respirar su pecho subía y bajaba a un compás en el que unos senos como globos parecían querer explotar.

Eso me recordó a Juana e imaginé que aquella señora pudo bien parecerse en su juventud a mi amiga, en estatura y atributos anatómicos. Sus piernas, las cuales en aquel momento veía de rodillas para abajo eran regordetas y su culo prominente. Me asustó mi propia perversión, pues reparé en que la empezaba a mirar con deseo; aún así me mantuve recto y casto. Llevaba la hembra madura una bata veraniega bien cruzada con cinturón, blanca con floripondios azules, un poco hortera. La prenda dejaba adivinar el nacimiento de los senos y la canaleta, por la cual creí ver escurrirse una pequeña gota de sudor, aunque la noche no era calurosa…

Continuará…

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