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Nunca lo había hecho, pero ya iba siendo hora de echar una cana al aire. Podía entrar a cualquier bar, discoteca o pub e intentar entablar conversación con una chica, con el fin de convencerla para tener una relación sexual conmigo, pero no había garantía de éxito, y yo necesitaba hacerlo esa tarde, al salir de la oficina.

Procuré no pensar en mi esposa, si no estaría perdido y los remordimientos me impedirían seguir adelante tal y como lo había planeado. Durante años de matrimonio fui tan extremadamente fiel que sería imposible que para una vez que lo fuese, mi mujer lo descubriera. Además tomé todas las precauciones posibles.

Iba al encuentro de alguna prostituta. Para eso elegí un club de carretera que abría a partir de las seis de la tarde. Encontré información acerca de ese negocio a través de internet. Datos tales como tarifas, servicios, fotos de las profesionales… Era la tarde de mi partido de tenis con un compañero de trabajo, y él mismo fue el que suspendió el encuentro ya que le dolía uno de los tobillos. Cuando yo saliese del encuentro con la prostituta pasaría por el club de tenis con el único objeto de ducharme y así borrar pistas. Acudiría a la casa de citas en chándal, ya que lo llevaba conmigo, y el traje me lo podría para cuando por la noche llegase a casa.

Eran las seis y media de la tarde. Aparqué mi coche en un recinto oculto a los transeúntes. El puticlub se llamaba Paraíso Tropical, nombre adecuado para estos locales, a pesar de que se trataba del hemisferio norte y estábamos a dos grados de temperatura en un día de febrero. Por eso al entrar al local agradecí el calor de la calefacción. Dos gorilas flanqueaban la puerta y eso era lo que más me desagradaba del asunto. Les saludé.

Traspasé una cortina de terciopelo rojo y llegué hasta una barra. En un extremo había un grupo de cinco chicas y en otro un grupo de tres. Un camarero se acercó a preguntarme qué iba a tomar y le dije que aguardase un poco pues quería tomar algo con alguna chica, que las observaría y luego le pediría el favor de que él me presentase a la que me gustara.

Del grupo de las cinco me gustó una morena de aspecto extranjero. Se lo hice saber al camarero que la hizo venir ante la contrariedad de alguna de sus compañeras. Para una de estas mujeres casi le tocaba la lotería cuando alguien como yo las elegía, por que la clientela por lo general era de solterones viejos, desagradables y babosos. Un hombre de edad media y mirada limpia les convenía más de entrada, porque luego en el servicio que pidiese como cliente podía ser un depravado.

Se llamaba Jewel y me dijo que era albanesa. No hablaba demasiado mal el español. Quiso ser melosa conmigo, pero fui frío, prefería la intimidad de una habitación. Tomé una copa de coñac y ella tomo vodka con limón. Empezamos a pactar el servicio y la tarifa. Me interesaba que me hiciese una mamada, no más, y que me dejase eyacular sobre ella. Rió, me llamó vicioso, lo que no me molestó y me dijo que serían cincuenta euros por veinte minutos. Le pregunté que pedía por noventa minutos y me dijo que ciento treinta euros. Preguntó riéndose si pretendía que me la chupase todo ese tiempo. Pretendí que se hallase cómoda conmigo desde el principio y mis palabras y mi voz la tranquilizaron. Le dije que me dejase hacer a mí y nos fuimos a un cuarto.

Primero hicimos lo preceptivo: lavarnos los genitales. Ella me lavó el pene y yo a ella su coño. Le gustaba mi trato. No hubo romanticismo en todo ello. Jewel preparó unos condones por si acaso. Y entonces me preguntó con su peculiar acento que qué quería. Le dije que se tumbara boca abajo en la cama y se inquietó un poco. La tranquilicé, pero no le quise explicar cuál era mi plan. Lo que hice fue colocarme a horcajadas sobre su espalda y empezar a darle un masaje. Quería tratarla como a una señora con dignidad. Quería ser yo el que le prestase el servicio a ella a pesar de haber salido el dinero de mi bolsillo. Me esforcé tanto por que le gustase que pronto me lo hizo saber, aunque extrañada gemía y finalmente me pidió que siguiese así mucho rato. Hice de masajista profesional y tonifiqué todo su cuerpo a lo largo de más de una hora en la que la chica, según palabras suyas, se encontraba como en una nube. Finalmente me preguntó que si quería la mamada y le respondí que sí. Se sentó en la cama y yo me puse de pie. Disfruté de aquello porque ella lo hizo con agrado y sin asco. Le eché todo el semen encima y así acabó todo.

- Eres un hombre extraño –me dijo.

- Y tu una chica preciosa –le repliqué mientras me vestía para marcharme.

Jewel respiró hondo antes de preguntar:

- ¿Si te devuelvo la mitad del dinero que me has pagado, volverás algún día?

- Nunca volveré –le respondí, aunque no estaba seguro de mis palabras.

Me besó en los labios afirmándome que nunca se había despedido así de un cliente. Le brotaron dos lágrimas y yo le sonreí mientras salía por la puerta. Sólo quise tratar bien a una prostituta, no romperle el corazón.

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