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Gold Collection (5)

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QUINTA ENTREGA

0: 18 Horas. La historia de Immundus.

Elisa seguía a lo suyo y yo mientras tanto me acomodé junto a Carlos, con mi ropa intacta. Él estiró su brazo derecho y lo posó encima de una de mis piernas, sobre la falda. Di un respingo asustada, pues eso me parecía demasiado. Musitó algo mi yerno para tranquilizarme, algo así como: ¡quieta potrilla curiosa, no te va a pasar nada! No sé porqué me llamó así, pues yo de potrilla nada, en todo caso yegua vieja. Apretó mis carnes y me dejé hacer. Mi pensamiento reprimido me llevaba a creer que aquello era lo más indecente y vejatorio a lo que me había prestado en toda mi vida y de nuevo la ira por el ultraje hizo mella en mi ego. Tuve intención de abofetear a Carlos, ¿quién se había creído que era yo?, ¿una vulgar ramera?, ¿una puerca obscena como lo era Elisa? Por eso de nuevo me planteé largarme de allí, pero pensé que si lo hacía irremediablemente ya no habría vuelta atrás. Lo medité, en tanto Carlos no se cortaba en sobarme, eso sí, por encima de la falda.

Lo peor es que pronto buscó el contacto con mi piel, y lo hizo levemente. No lo podía consentir, y la parte de mí que quería huir iba cobrando fuerza, sólo que inesperadamente mi yerno apartó la sábana y descubrió la cabeza de Elisa, allí, atizándole eso que llamaré a partir de ahora "una buena mamada". La imagen me cautivó y me desconcertó al mismo tiempo. El caso es que el aparato de mi yerno estaba prácticamente enterrado en la boca de ella y no podía verlo, pero mis ojos alcanzaron la visión de los testículos, orondos y cargados. Sólo quería observar, no quería participar, ¿es que Carlos no podía entenderlo?, ¿es que tenía que dar continuidad a su exploración entre mis piernas, cuyos pantys que las cubrían denotaban ya la intensa humedad de la cara interior de mis muslos? "¡Estoy a punto de echarlo todo!"- exclamó a viva voz el hombre. Eso si lo entendí. Me horroricé al pensar que podía descargar en la boca de la chica, tal y como había observado que lo hacían en aquella demencial película pornográfica; pero Carlos la detuvo y puso freno a su inminente eyaculación. Elisa dejó escapar de su boca al monstruo atrapado.

En mi vida había visto el pene de un hombre (ni siquiera el de mi marido, pues siempre lo hicimos a oscuras), pero de lo que estuve segura fue de que el de mi yerno era descomunal en relación a la que tuvieran el resto de los hombres, mayor que la del negro de la peli porno, parecida en cierto modo a la de un caballo, y eso si lo había visto en una cuadra. Y aunque no venga al caso contaré cierto pensamiento que me vino a la cabeza ayudado por la memoria en aquel justo instante recordando precisamente lo sucedido una vez en una cuadra de Madrid. Resulta que una buena amiga mía, Rosa de la Cruz, era muy aficionada al mundo del caballo y siempre había deseado poseer un ejemplar para que alguien lo montase y participase en carreras. Como tenía cierto dinero y se lo podía permitir, compró finalmente una yegua, de nombre Vulpes equa que por lo menos le costó 150.000 €. Una barbaridad. El animal participó varios años en carreras en el hipódromo de la Zarzuela consiguiendo un promedio aceptable, pero llegó la hora de retirarse y emplearla para que diese a luz algún potrillo pura sangre. Al parecer, el semental de más prestigio en Madrid era Immundus. Por montar a una yegua de una cuadra distinta podía costar de 10.000 a 20.000 €; pero Rosa estaba dispuesta a pagar lo que fuese por el semen divino de aquel macho pura sangre.

El día de la monta Rosa me invitó a presenciar el espectáculo. Era privado y solo podían presenciarlo varias personas: un par de mozos de cuadras, el propietario de Immundus, y la propietaria de Vulpes equa, a la que yo además acompañaba. Serafín Estébanez era el dueño del semental y este hombre parecía a sus cincuenta y pocos un mafioso napolitano. Vulpes equa esperaba en su establo a que trajesen al caballo, pero antes uno de los mozos le había untado un ungüento por su zona genital, lo cual al parecer servía de estímulo a la vez que de lubricación adicional. Al ver acercarse a Immundus, Rosa y yo quedamos maravilladas ante su perfección anatómica y la negrura de su pelaje. Al pasar junto a nosotras hizo el gesto de olisquearnos y Estébanez nos aseguró que el animal era capaz de detectar la presencia sexual de cualquier criatura femenina, aunque fuésemos humanas. Algo extraño pero que en cierto modo nos halagó. Creo que nuestra presencia incluso le originó el primer estímulo sexual y el pene de Immundus comenzó a sobresalir. Los dos animales, macho y hembra, advirtieron la presencia mutua de ambos y empezaron a inquietarse. A la yegua había que amarrarla al establo y al caballo había que hacer un gran esfuerzo por contenerlo y además había que incitar su pene digitalmente para que adquiriese las condiciones óptimas para la copulación. Estébanez, como indiqué, era un señorito presumido que llevaba guantes blancos y no se quería manchar las manos y los dos mozos se tenían que hacer cargo de las riendas de la bestia para contenerla, de modo que reclamaron la ayuda de Rosa para la tarea, que al principio no estaba muy dispuesta, pero que no tuvo más remedio si no quería hacer peligrar su inversión.

Nunca lo había hecho, pero lo había visto más de una vez, por lo que se remangó y se dirigió al semental para echar mano a su sexo, el cual en efecto comenzó a crecer entre las manos de mi amiga, a la vez que el magnífico animal relinchaba de gozo, supongo, pues mi amiga aplicó una técnica a todas luces masturbatoria, sin embargo sus manos no abarcaban toda la extensión de aquel enorme trozo de carne, que por otro lado había que estimular cuanto más mejor; los mozos y Estébanez lo advirtieron, así como Rosa, y todos me sugirieron que ayudase en aquel menester a mi amiga.

Quedé paralizada, pero insistieron, por lo que intenté verlo como algo natural y no morboso en lo sexual. Me aproximé a Immundus y me incliné bajo su cuerpo, al igual que la postura que mantenía Rosa. Lo que pude advertir es que los mozos guardaban un gran bulto bajo su pantalón elástico de montar, cosa que minutos antes no les ocurría. Estaban excitados evidentemente. También Estébanez, que inquieto nos observaba. El contacto con la tranca del caballo provocó en mí una descarga eléctrica, en el sentido de la extrema turbación que sentí. El dueño de Immundus dijo: ¡Seguid así nenas, lo hacéis muy bien! Rosa ya me advirtió de la forma grosera de ser de aquel señor, el cual sin embargo no carecía de atractivo; por eso era mejor no prestar atención, pues sus palabras podían resultar insultantes. Yo disfrutaba interiormente de la tersura de la piel rosada y blanquecina de la estaca equina y pajeaba (término que empleó la misma Rosa) insistentemente al animal, todo en pro del éxito reproductor de aquel encuentro entre Vulpes equa e Immundus, ambos nerviosos e impacientes. Finalmente los hombres nos indicaron que era preciso que nos detuviésemos, lo que en cierto modo me disgustó, pero existía el riesgo de que el animal se viniese demasiado pronto. Así entonces los mozos, tras incorporarnos de nuestra tarea Rosa y yo, procedieron a acercar al macho a la hembra, la cual intentó sacudir una leve coz hacia atrás, pero sin mayores consecuencias.

A Vulpes equa se le salían los ojos de las órbitas cuando Immundus apoyó sus cuartos traseros encima del lomo de ella y con una poca ayuda de los mozos plantó la punta de su pene en la entrada de su vagina. De un empujón certero el caballo clavó su monumental suplemento sexual en la cueva de la hembra, que profirió un relincho estruendoso sacando la lengua en ese gesto característico de los equinos. La figura a dos patas de Immundus era fascinante dando por atrás a su eventual pareja sexual. Los cascos de ambos animales producían un intenso rechinar de herraduras contra el suelo de la cuadra e imagino que sus relinchos podrían ser oídos a más de un kilómetro de distancia. El coito ecuestre de estos animales es breve pero intenso, y así lo viví yo, con un sofoco interior que me causaba un increíble vértigo. Los espasmos musculares de Immundus y Vulpes equa revelaron el clímax de su orgasmo. En mi vida había visto nada igual, pero todavía me quedaba por ver algo sorprendente una vez el semental desposeyó de su hinchada verga a la yegua bajándose de ella. Estébanez, que no había dejado de animar a su caballo con exclamaciones tales como ¡Folla bien a esa puerca! o ¡métele la polla hasta la garganta!, nos miró a Rosa y a mí, descubriendo quizá nuestro estado de embelesamiento y como no reaccionamos a él y a los mozos les dio igual que nosotras permaneciésemos allí para ellos hacer lo siguiente, darnos los tres la espalda, bajar sus pantalones y sacar sus penes para empezar a masturbarse; quise huir, pero Rosa dijo que podíamos mirar, no nos iban a violar ni nada de eso. Los dos mozos, uno de unos veinte años y otro de unos sesenta se corrieron enseguida, pude ver su semen gotear sobre el heno de la cuadra.

A Estébanez le costó más, pero el mozo joven se giró hacia él y le ayudó a hacerlo con sus propias manos. Rosa y yo salimos de allí. Aún recuerdo el olor a cuadra, estiércol, semen y sexo de aquel lugar. Mi amiga me explicó que era sabido por toda la gente del mundo del caballo que aquellos hombres celebraban aquel ritual después de cada monta del semental y que incluso se daban los escarceos homosexuales. Finalmente mi amiga dijo ¡quién tuviera para una sola una compañía como la de Immundus! No la creí capaz de imaginar algo tan morboso, pero la comprendí cuando esa misma noche tuve un sueño en el que yo era Vulpes equa y estando pastando en un verde prado acudía Immundus, lo demás es fácil imaginarlo. Aquel sueño fue más placentero que cualquiera de las relaciones sexuales que tuve con mi marido en más de treinta años de casados.

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