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El duque y la pastora

en Grandes Relatos

El señor duque de Freisans cabalgaba una mañana temprano de primavera por las tierras comunales de Riviers, sintiendo gran enojo al no poseerlas entre sus bienes. Aquellos pastos frondosos eran de gran riqueza y la ira que le descomponía al saber que el provecho de ellos lo sacaban las gentes zarrapastrosas de la villa era tan enorme que no le quedaba más remedio que maldecir.

Aquellos males fueron los que trajo la puta revolución en Francia. No quedaba satisfecho Freisans con haber escapado de la guillotina, sino que le fastidiaba sobremanera que le hubiesen desposeído de grandes extensiones de su tierra. Por si fuera poco los vecinos de Riviers le negaban incluso la reverencia cuando se lo encontraban.

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Madeleine apenas recordaba los malos tiempos, ya fuera porque entonces era una niña o porque ahora había grandes esperanzas, pero el hambre de antaño no era algo en lo que pensara. Si lo hacía sin embargo, y era algo propio de su edad mozuela, en los hombres, en el amor y en el sexo, aunque pensar en asuntos pecaminosos la hacía ruborizarse.

Sus ovejas pastaban tranquilas en el prado, cerca de un conjunto de robles que proporcionaban una apacible sombra. Junto a un árbol se sentó Madeleine, apoyando su espalda en el tronco y reclinándose cómodamente para poder leer un pequeño volumen de relatos del Marqués de Sade que su amiga Monique le había prestado secretamente. ¡Qué suerte haber sido enseñada a leer por el padre prior Terrefour antes de que al pobre lo guillotinasen en París!

Aquellas lecturas le parecían infames pero las saboreaba como si se tratasen de un pecado menor. Las campanas de la torre de la parroquia, frecuentada por no más de una veintena de fieles, sonaban a lo lejos, como a una hora de camino. ¡Qué sol más espléndido el de aquel domingo¡ ¡Qué palabras más halagüeñas las de Sade! Petotte, el perro pastor, tras la tarea de agrupar al ganado, vino a yacer junto a su ama. Era un perro fiel y bello, un perro de agua de grandes dimensiones. Como otras veces, el animal dejó al aire su pene rojizo y tieso. Madeleine lo miró no sin cierto sonrojo; ya lo había observado en otras ocasiones, pero hoy era diferente, quizá por el día tan hermoso que hacía, quizá por los relatos que la estimulaban, quizá por la soledad de aquel paraje alejado de Riviers…

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Freisans llevaba ya un par de horas a lomos de Soir d´Amour la yegua azabache que engalanaba sus cuadras. Sintió la necesidad de parar por un apretón intestinal. Para él otro arte de la vida era el de defecar con distensión y gozo, buscando un paraje que resultase idóneo para tal menester, acaso con una hermosa vista del campo rodeado de la vegetación más tupida. Ató a la yegua a una rama yerta pero gruesa y bajó sus calzas para acuclillarse tras un arbusto y depositar allá su majada. No sería menuda la deyección, pues la digestión fue pesada tras desayunarse con dos huevos fritos, chuleta de ternera, tabla de quesos varios, pan recién horneado, vino del lugar y manzanas rojas. ¡Qué sensación la de vaciarse por dentro, de soltar el lastre de impurezas del cuerpo! Se incorporó el duque y avanzó unos pasos por despegarse del hedor que desprendía lo que hasta hacía un par de minutos había formado parte de sí mismo.

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A Madeleine, como a cualquier mortal llamado por instintos naturales, le invadieron muchas ganas de pecar. Por su imaginación, ¡pobre e inocente criatura!, nunca se le hubiera pasado la idea de que muchas personas se solazaban carnalmente con animales, le hubiera parecido repugnante. Pero Pettote era tan dócil y fiel que no se pudo contener la chica y alargó su mano para acariciar lo que parecía un hierro candente entre las patas del can. Pettote se dejó hacer, también era su época de celo y por su mente animal pasaría algo así como a falta de perras, buenas son humanas. Sólo esto Pettote –dijo Madeleine-, acoplarse sería una aberración.

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El que sí pensaba en acoplarse era el viejo Freisans, que casi siempre después de cagar experimentaba una ineludible erección de su miembro y por ende unas ganas tremendas de follar. Otrora hubiera optado por buscar un altillo para alcanzar el agujero de la yegua, pero a sus más de sesenta aquel ejercicio era impracticable. Entonces, como por milagro vio aparecer una oveja. Era cuestión de arrodillarse tras ella y encularla, y a la obra se puso.

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Madeleine acariciaba la verga de su chucho que estaba como extasiado y a la vez con la otra mano, bajo la enagua se acariciaba el coño. Nunca antes lo había hecho, pero le estaba sabiendo a gloria. Así y todo alcanzaba a leer la página del libro, que sobre el suelo permanecía abierto, dando la lectura mayor pasión al acto en sí. Pero bien se sabe que lo bueno a veces dura poco o la felicidad dura poco, o el placer o lo que se prefiera, que el aire trajo a oídos de Madeleine y Pottote el balido violento de una oveja, y esto los alertó obligándoles a interrumpir sus menesteres.

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La pastora quedó boquiabierta cuando después de correr un trecho a través de la arboleda sorprendió a un hombre encajándose con una de sus ovejas. Pottote ladró y eso alertó al duque que de inmediato se levantó con su pene inhiesto. ¡Señor duque! –exclamó reconociéndole Madeleine, también sorprendida por la actitud de aquel.

(Llegados a este punto quien escribió este relato no supo muy bien como finalizarlo y optó por escribir tres finales distintos).

Primer final (Light): El duque subió sus calzas y abochornado montó en su yegua para largarse de allí. Madeleine pensó que un señor como el duque, que aún conservaba cierto poder, tomaría represalias en contra de ella por haber sido sorprendido en un gesto ridículo y obsceno.

Segundo final (Fifty-fifty y acorde con la línea del relato): El duque reconoce en Madeleine a esa chica que apenas unos años antes era una tierna adolescente. A Madeleine no le disgusta el porte de los hombres maduros y además si son de la nobleza eso les confiere cierto encanto. A pesar de haber alojado el pene en el ano hediondo de la oveja, Madeleine se inclina siguiendo las instrucciones del viejo para hacerle una mamada. Está acostumbrada al olor a estiércol del ganado. Aunque Pottote no deja de ladrar y Freisans desearía atravesarlo con su espadín, el duque disfruta con la habilidad bucal de la pastora, que con gesto humilde y sumiso pide al señor que él le acaricie el chocho. ¡Es hora de follar! Pero ya se sabe que en esa época para una chica en edad casadera es una locura desvirgarse si quiere tener garantías de ir al altar del brazo de un joven apuesto. Madeleine ruega al duque que improvise una solución, pues ella no es muy ducha en el arte de amar. ¡Te daré por el culo! –exclama eufórico el viejo. Madeleine se asusta, pero a la postre y a pesar del dolor que experimenta va a disfrutar como una condenada de su primera relación sexual.

Tercer final (Hard): El duque y la pastora están muy calientes. Parece que la calentura sexual flota en el ambiente. Pottote, el perro, permanece con su polla tiesa, la oveja tiene el ano dilatado y se muestra inquieta y deseosa. El duque, viejo zorro astuto, sabedor de las tareas de la libido anima a la joven a contemplar el espectáculo de cómo el perro sodomiza a la oveja, mientras los dos humanos se desprenden de sus ropas y se tumban el uno junto al otro para masturbarse mutuamente. Freisans convence a la chica para que se anime con el perro y ella se mete el pene del animal en la boca. La oveja desfallecida, casi muerta, cae al suelo y el duque se planta de ante ella sin dejar de masturbarse dejando caer el semen que eyacula sobre la lana ovina. Todo un ritual.

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