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Gold Collection (1)

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PRIMERA ENTREGA

Prefacio

Jamás pensé que algo semejante pudiera sucederme a mí. Me llamo Azucena y tengo 60 años; me casé con 23 años y dos años después tuve a mi única hija, que se llama Marta. Mi marido, Fabián, siempre ha sido bueno conmigo y como hombre ha cumplido, incluso con mis imposiciones que llegaron a ser las de cualquier otra mujer de mi generación: sexo el necesario y justo para procrear y poco más, de modo que si tenemos sólo una hija es fácil imaginar que nuestros contactos sexuales fueron escasos y sin grandes variaciones, juegos o fantasías, por no decir ninguna. Como he aclarado yo era la responsable e imagino que mi marido habrá sido un putero por necesidad, pero prefería eso, ser una cornuda de putas, que dejar que mi cuerpo se prestase a actos impúdicos como hacerlo con la luz encendida, hacerlo en otro sitio que no fuera la cama o acudir a prácticas que no fuesen la sagrada copulación. Es casi una actitud de monja, pero esa era la educación reprimida que recibí.

Mi hija se casó con casi 30 años, pero después me confesó que ella no estaba preparada para formar una familia y su matrimonio se desintegró. Demasiado tarde: ya había dado a luz un niño. Carlos, su marido es una buena persona y él no era el responsable de la ruptura. Únicamente que mi hija siempre ha sido muy aventurera y se ha volcado en su labor humanitaria como médica que es embarcándose en la ONG Médicos Sin Fronteras. Cuando iniciaron los trámites de divorcio Marta decidió viajar con su ONG a Somalia para estar una larga temporada "desconectada de los problemas de Occidente" como ella solía decir. Pero el único problema es que había dejado a un niño pequeño que crecía a pasos agigantados y del que sólo estaba a cargo su padre. Yo me sentía mal por Carlos, que como he dicho era un buen hombre y lo hablé con él, ofreciéndole mi ayuda para criar al niño. Él lo aceptó de buena gana y llegamos a la conclusión de que entre nosotros dos no había problemas, rencillas u odio, sino que en los problemas que tuviesen mi hija y él yo no tenía nada que ver.

Mi marido si estaba algo molesto con Carlos, pues pensaba que el joven era el responsable del divorcio de nuestra hija, e incluso dejó de dirigirle la palabra a nuestro yerno. Sin embargo Fabián no se interponía en que yo fuese a cuidar de nuestro nieto. Vivíamos a cuatro manzanas de distancia de Carlos y todos los días me acercaba hasta allí al menos un par de horas para supervisar los cuidados del niño, que por cierto se llama Daniel y se parece a su tierna edad a su padre como dos gotas de agua.

Carlos tiene 37 años, es alto, de pelo castaño lacio y no es que sea excesivamente guapo, pero si es atractivo, buen hombre, inteligente y de conversación muy agradable. Es gerente de una gran empresa de construcción. Tras la separación con mi hija no cuestioné en absoluto cuál fuera su manera de vivir, sólo le pedía, eso sí, que intentase ser un modelo para su hijo, cosa de la que me convenció con el paso de varios meses. Pero transcurrían los años y yo al fin y al cabo no dejaba de considerarle mi yerno, como él a mí su suegra; y así lo tenía entendido todo el mundo: familiares, amigos, vecinos…

19:37 Horas. Llego a la casa.

Una tarde llegué a su casa pues preparé flan con nueces y caramelo, que era el postre favorito de mi nieto, para que lo tomase después de cenar. Llamé al timbre y Carlos me abrió la puerta con ropa de estar en casa. Por la cara que puso noté que mi llegada le sorprendió por inoportuna, pero es que yo no solía anunciar mis visitas. Además solía traspasar el umbral de su puerta sin pedir permiso, cosa que hice como de costumbre y que fue algo que le hizo palidecer. Pregunté por Daniel y me dijo que había salido de excursión por dos días con su grupo escolar, lo que hizo que me enfadase un poco por no habérmelo consultado. De nuevo, como otras veces me recordó que yo no era su madre y que agradecía mi ayuda, pero que las decisiones en torno al niño las tomaba él. Le pedí disculpas y admití que Daniel iba haciéndose mayor, de modo que súbitamente me dirigí hacia la cocina a introducir en el frigorífico el flan que había preparado. Carlos hizo amago de impedirme el paso pero se halló insuficiente para conseguirlo. Cuando abrí la puerta hallé a una mujer de espaldas a mí que se aplicaba en preparar la cena y con el ruido de una batidora que estaba utilizando, así como el de las sartenes al fuego, no advirtió mi presencia. Mi yerno me miró a los ojos como intentando buscar una explicación, pero yo continuaba mirando a la mujer que permanecía de espaldas y que en esa posición parecía atractiva. Finalmente se dio la vuelta y las dos nos quedamos casi mudas: era Elisa, una buena amiga de mi hija y de mi yerno, pero que estaba casada y las visitas siempre las hizo acompañada de su marido, Ramiro, médico que por cierto esa noche estaba de guardia. Elisa me saludó con dos besos pues hacía un par de meses que no nos habíamos visto. La situación era tensa pues no hacía falta ser muy lista para comprender lo que ocurría allí. Quise disculparme y marcharme a casa pero para hacer ver que todo era normal mi yerno insistió en que me quedase a cenar con ellos. Acepté creo que porque quería velar el honor de una hija mía que ya no tenía la categoría de esposa, y me sentí estúpida por ello. Mi yerno, haciendo un aparte de Elisa me dijo que aquello no era lo que parecía, que sólo era una cena privada entre amigos. Aunque era evidente que si el niño no estaba esa noche, Carlos había traído a su amiga, que por otro lado aprovechaba la ausencia de su marido por trabajo para estar con Carlos.

 

20:25 Horas. La cena.

Nos sentamos a la mesa. Ciertamente Elisa era guapa y simpática, pero nunca como en aquel momento sentí repulsa de lo que me parecía una deshonesta adúltera. Quizá lo de mi yerno estaba justificado, pues llevaba años sin tener una mujer a su lado, sin embargo en ese momento no hubiese puesto la mano en el fuego apostando que no hubiese tenido más de una aventura. A favor de Elisa admito que es una buena cocinera pues aquella cena en la que la ensalada de pasta y salmón ahumado eran los platos estrella, tenía muy buena pinta y cuando di el primer bocado me pareció deliciosa. Comí. Me gusta comer y la franqueza de mis curvas así lo hace ver. Eso no me hace ser una mujer a tono con mi tiempo, pues la delgadez es la moda. Pero las modas son pasajeras y en otros tiempos mi cuerpo ha fascinado a propios y extraños; además, por otro lado también depende del hombre que mire. Y ahí teníamos la figura escultural de Elisa con unos pechos tan grandes y firmes como yo los tenía a su edad; la falda le llegaba hasta las rodillas y las pantorrillas que lucía son las que hacen desfallecer a todo mujeriego. No sé porqué estuve comparándome un rato a ella. La chica, a pesar de la tensión inicial, comenzó a tratarme con la naturalidad y simpatía de siempre, aunque yo por dentro profería los peores improperios hacia ella. Bruscamente le pregunté por su marido, del que no se había hablado hasta ese momento y ella acusó el golpe. De ese modo entendió que yo hacía referencia a su indiscutible infidelidad. Elisa tragó saliva y salió del paso a trompicones, tartamudeando y con la cara de un niño sorprendido en una travesura. Carlos tomó cartas en el asunto y se sinceró conmigo ante ella:

-Azucena –me dijo- puede que Elisa y yo no podamos ocultar lo que ocurre esta noche aquí y entre nosotros, pero te aseguramos que nunca antes de esta noche ha habido nada entre nosotros. Ella jamás le ha sido infiel a Ramiro y yo no he tenido nada serio con ninguna mujer tras mi separación. Puedes creerlo o negarte a hacerlo. Nosotros te somos sinceros.

Elisa asintió apoyando sus palabras y por primera vez comprendí lo que me estaba ocurriendo. Yo estimaba a Elisa, siempre me había caído bien. Lo que sentía eran celos, ¡sí, celos!, estaba enamorada de mi yerno y no podía soportar la idea de que anduviese con otra mujer. Había pasado junto a él tanto tiempo ayudándole con el niño que me había acostumbrado a su cercana hombría. Como siempre había sido una mujer ajena al sexo, era incapaz de comprender si ese sentimiento por él era de carga erótica, y me asusté al intuir que era lo más probable.

La cena continuó y comencé a mirar de otro modo a Carlos, aceptando lo incuestionable: mi deseo por él, por sus labios que tomaban elegantemente los bocados de la cena. Nunca me había sucedido aquello, ni tan siquiera con mi marido, por lo que creí ser una asquerosa pecadora que había de acudir cuanto antes a mi párroco para confesarme. Quería marcharme de allí cuanto antes, pero por otro lado quería evitar con mi presencia el contubernio que ellos dos tenían planeado.

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