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Mutuas confesiones de maduros

en Confesiones

Creo que los asuntos mundanos funcionan en base al amor. Al mucho o al poco amor. Por ejemplo, mi esposa y yo nos amamos tiernamente, desde hace años.

Yo ya tengo 67 año y ella 65. Somos de la vieja escuela. Un largo noviazgo sin relación sexual y primer beso en los labios la noche de bodas. Éramos jóvenes e inexpertos. Por aquella época un varón joven antes de casarse al menos probaba una vez con alguna vieja prostituta: mi experiencia con dos de ellas fue traumática y de nada sirvió de cara a mi relación sexual con mi esposa, así que tardamos un tiempo en conocer nuestros cuerpos, nuestros anhelos y nuestra sexualidad. Llegaron tres hijos, dos chicos y una chica, que se fueron haciendo mayores, estudiaron, buscaron trabajo y en fin se emanciparon cada uno del modo que eligió.

Parece que hemos tenido que esperar muchos años para darnos cuenta de quiénes éramos ambos en realidad, pero creo que ha merecido la pena.

Todo empezó la noche en la que se casó la menor de nuestros hijos, nuestra preciosa Rocío. Era la última en abandonarnos y nos quedábamos solos en casa su madre y yo. Esto nos apenaba bastante. Después de la ceremonia de boda y el banquete, donde nos divertimos bastante, mi esposa, Jacinta, y yo, que me llamo Higinio, volvimos a casa. Empezábamos una nueva vida en la que volvíamos a estar solos en casa. Mi mujer y yo nos pusimos el pijama y nos metimos en la cama, para descansar y dormir, pero no podíamos conciliar el sueño porque añorábamos a nuestros hijos, por eso nos pusimos a charlar.

Hablamos de los hijos, del paso de los años…, hasta que acabamos haciendo balance de la vida. Pasó lo inevitable y mi mujer me preguntó si yo le había sido infiel alguna vez a lo largo de los años. Dudé si confesar la verdad y acabé respondiendo, injustamente, con otra pregunta, preguntándole si ella lo había sido conmigo. Mi mujer venía cargada de la boda, tanto de comida y alcohol, como de emociones y sensaciones. Esa noche se encontraba en un estado muy sentimental y sincero. Me hizo prometer que no me enfadaría si me contaba un secreto y le aseguré que no. Le rogué que me lo contase y ella armándose de valor comenzó (sé que le tuvo que costar decidirse a confesarlo):

- No sé si recuerdas aquella época en la que algunos viernes por la tarde cogías tú solo a los niños y los llevabas al parque de atracciones… (yo asentí afirmativamente) y yo me quedaba sola en casa para terminar las tareas de la limpieza libre del bullicio que causaban los pequeños. Fue un viernes a finales de abril, de hace al menos quince años, coincidiendo con mi nefasto periodo de la menopausia. Yo te recriminaba injustamente ser un hombre que no me atendía con cariño e intentaba alejarme de ti cuando te sentías excitado, pero aquel día acudió a la puerta de casa la solución, un hombre que me supo tratar con la suficiente rudeza como para olvidar mis remilgos. (Yo escuchaba atentamente picado por la curiosidad y con una picazón de furia, aunque no olvidaba que le había prometido no enfadarme). Pues bien, llamaron a la puerta y era el encargado de las bombonas de gas, que subía dos de ellas sobre sus hombros precisamente el día que el ascensor se estropeó y hubo de escalar cinco pisos de escaleras. Me sentí tan mal que aparte de la consabida propina quise que tomara un refresco pues llegaba acalorado y el sudor le recorría la frente. Para evitar murmuraciones y que lo viesen en el umbral de la puerta, lo invité a pasar. El hombre accedió. Luego supe que su jornada laboral había concluido y no tenía ningún tipo de prisa.

En ese punto del relato mi mujer dudó sobre seguir o no. Yo la miraba fijamente, preocupado por lo que continuaría, pero la besé en los labios. No me enfadaría, de eso hacía muchos años. Rogué que continuase hasta el final. No obstante ella me pidió antes que tomásemos una copa de coñac, supuse que para tomar más fuerzas.

- Era estúpido ofrecerle una cerveza y no invitarle además a sentarse. Pronto noté cómo me miraba. Yo había cometido la torpeza de quedarme con una batita muy ligera encima, que dejaba transparentar un poco mi ropa interior. Se me ocurrió demostrar mi honestidad como esposa y madre enseñándole las fotos de los niños y tuyas que había colgadas en las paredes, pero él apenas miraba a los retratos, me miraba a mí. Aquel hombre, que dijo llamarse Victoriano era algo más joven que yo, quizá de unos cuarenta y cinco. Me animó a sentarme para tomar algo yo también, eso sería lo más educado de mi parte. Por primera vez en todo aquel rato se me ocurrió pensar en la escena que podría armarse si tu hubieses regresado con los niños y nos hubieses encontrado a mí y a un desconocido a solas. Pero respiré aliviada pensando que tan sólo eran las 5:30 horas de la tarde y no solíais regresar del parque de atracciones nunca antes de las 8:30. Me fijé en él: era moreno, de vello corporal y ojos claros, aunque español, tenía rasgos árabes, y era fuerte y musculoso, coma para subir dos bombonas hasta un quinto. Aún así, estiró el cuello y se quejó de cierto dolor en las cervicales. Continuaba sintiéndome en deuda con él y me ofrecí para darle un masaje en los hombros con aquella pomada tonificante muscular que tan bien te venía a ti sobre la espalda. Lo agradeció y me puse manos a la obra. El no abrió la boca, tan solo abrió su camisa para dejar sus hombros y espalda al aire. Sentado y yo de pie junto a él, el masaje parecía dar resultado y aliviarle. Tocar sus músculos fue impresionante y aquel trato que le prodigué le llevó a pensar que yo me estaba insinuando, así que se giró hacia mí y me abrazó de la cintura. Intenté zafarme y explicarle que era casada, pero resultó inútil, además me llamó puta, golfa y no sé cuántas cosas más, diciendo que yo lo deseaba, que se me notaba en los ojos…

El caso es que había empezado a gustarme, pero cuando empezó a comportarse de ese modo tan rudo realmente me asusté. Cogiéndome de la cintura con un brazo fue capaz de arrancarme la bata y el sujetador, quedando mis pechos a la altura de su boca. Después se bajo la bragueta para extraer su polla. Intentaba morder mis pezones, comerse mis tetas y yo tenía miedo a gritar porque podría pensarse posteriormente que lo alenté a hacer todo aquello. Tenía la determinación de violarme si era necesario y yo tenía mucho pánico a ser forzada, así que le dije que fuese delicado, que así yo no me resistiría y podría disponer de mi cuerpo. Me sentí fatal por mi decisión.

- ¿Así de brutalmente tratas a tu esposa?- le pregunté.

- No estoy casado, vivo con mis padres que ya son ancianos.

- Ahora entiendo que no sabes nada de mujeres.

- No –repuso él- he estado con muchas prostitutas.

- Claro…, ¿y crees que todas las mujeres somos iguales?

- No, tú eres la primera señora con la que voy a tener algo.

Aquellas palabras me enternecieron. Le dije que si se portaba como un caballero aquella sería la primera vez que una mujer le saliese gratis y que no le trataría como a un cliente sino como a un amante de verdad.

(¿Sentía celos al escuchar el relato de Jacinta, mi esposa? ¿O sentía curiosidad? Quedaba mucho por contar, así que no la detuve)

Victoriano acabó de desnudarse ante mí. Su polla era magnífica –siento decirte que más grande que la tuya cariño-. Yo también me desnudé, con cierto pudor. Le pregunté si quería hacerlo en el salón o en el dormitorio y dijo que le daba igual. Fue hacia el armario de las bebidas y se echó un trago de coñac directamente desde la botella y después me dio a mí, por eso creo que me gusta tanto desde entonces. Me tumbó boca arriba en el sofá y coló su cabeza entre mis piernas. Me iba a comer el coño, tú nunca lo habías hecho, pero aquella situación era tan excitante que se lo permití. Empezó a hacerlo lentamente, jamás había sentido nada igual. ¡Aaaaggg, oughhh! –gemí casi sin querer. Supongo que me propuse demostrarle que yo era mejor que cualquiera de las prostitutas que él había conocido.¡Nena, que coño más sabroso, jugoso y caliente tienes! –me dijo. Aquello me excitó, tú nunca me habías hablado de ese modo. Victoriano no quiso que yo llegara al orgasmo. Le supliqué que continuase, pero se negó. Lo peor fue cuando me ordenó que le hiciese una mamada. Le dije que eso nunca, me daba asco. Se sentó junto a mí y me habló con ternura.

- Te va a gustar hacerlo nena – dijo-, puede que disfrutes tanto dando como recibiendo.

- No sé –dije dubitativa.

- ¿Cuál es tu merienda favorita?

- Tostadas con mermelada de fresa –respondí, aunque no sabía para qué me lo había preguntado, ¿acaso iba a detenerse para merendar?

Victoriano fue a la cocina y regresó con el tarro de mermelada de fresa. Lo abrió, sacó un pegote y se lo restregó en el glande. Comprendí. Se acercó a mí, que me hallaba sentada en el sofá y él permaneciendo de pie, me acercó su polla, la cual empecé a lamer gracias al reclamo de la mermelada; cada vez que la limpiaba con mi lengua el untaba más. Así adquirí maestría y engullí todo el tarro de confitura restregado en su polla. Él disfrutó, pero yo más. Tampoco llegó a correrse.

- Es hora de que te la meta –exclamó, y yo asentí- Llevo un par de condones en la cartera, me pondré uno.

- No es necesario –dije yo- Ya no voy a quedarme embarazada y confió en que no me transmitas una enfermedad venérea.

- Mejor, así gozaremos más.

- Solo te pido –dije yo- que me lo hagas con delicadeza, hace meses que no lo hago con mi marido y además tengo la zona vaginal sensible e irritable.

- No te preocupes –me dijo- tengo una idea.

Su idea consistía en que nos afeitásemos ambos la zona genital, argumentando que era más placentero y menos irritante. Me convenció y hacerlo fue otra experiencia inolvidable, porque el me rasuró a mí el coño y yo a el los cojones y el pubis. Lo hicimos con tu hoja de afeitar y tu espuma y eso me excitó más, por eso le rogué que nos fuésemos a la cama, porque ardía en deseos de mancillar el lecho conyugal, eso era lo más morboso. Ya en la cama todo fue una locura de besos y caricias en el preámbulo amoroso y finalmente nuestra primera cópula, en la tradicional postura del misionero. Su pene no entró fácil, pues a mí me costaba lubricar, pero poco a poco mi vagina cedió. Creo que a ello ayudaron las obscenas palabras que pronunciaba en mi oído:

- ¿Te hace disfrutar tanto el cornudo de tu marido, amor?

Y eso cuando no me llamaba puta, zorra, etc.

-¡Dame mi vida!-grité yo. ¡Dame con tu verga! ¡Mmmm! ¡Ohhhh…..! Gritaba dándome igual que escuchasen los vecinos.

El orgasmo fue tremendo. Creo que nunca experimenté uno así. Al cabo del rato Victoriano se repuso y yo por fuerza lo hube de hacer también, aunque tú ya no tardarías en llegar. Volvimos a hacerlo y me enseñó varias posturas desconocidas para el coito. Su favorita era la del perrito y yo también la disfruté. Antes de marcharse le pedí que volviese a comerme el coño sobre la cama y él propuso un 69, cosa que yo no sabía que era. Pronto me vi con su verga en la boca, solo que esta vez los dos llegamos al orgasmo y él se corrió en mi boca.

Se duchó antes de marcharse y le ofrecí un café con leche. No lo volví a ver más porque al poco tiempo se casó y lo cambiaron de zona de reparto.

El relato de mi esposa me dejó estupefacto. Pero una promesa era una promesa. Además ¿por qué ser machista y reprocharle nada si yo también le fui infiel? Me tocaba contarlo.

 

Continuará…

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