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Spanish Gigoló

en Grandes Relatos

SPANISH GIGOLÓ

 

Nací en un pequeño pueblo de Andalucía, esa hermosa región del sur de España. Cursé estudios hasta los 18 años y ahí detuve mi formación académica. No me apetecía estudiar, de modo que había que ponerse a trabajar para ganarse el pan. No había mucho que hacer, tan sólo dedicarse a tareas agrícolas. Así que me fui a ganar jornales recogiendo frutos, plantando, arando, etc. Aguanté unos años, viendo como los jóvenes de mi pueblo se marchaban en busca de mejores horizontes hacia el norte, en busca de las grandes ciudades. A mí me faltaba valor para abandonar a mi familia y me planté en los 27 años sin decidirme a marchar. Los jóvenes varones huían como alma que lleva el diablo de aquel lugar de nulas esperanzas. Una cosa buena había en todo ello. Había más mujeres jóvenes solteras que hombres, por lo que ligar y relacionarse con muchas de ellas no era difícil, solo que culturalmente la religión las tenía muy reprimidas. De modo que esa represión se proyectaba en jóvenes que como yo, ardientes de deseo, sufrían el flagelo de la continencia casi forzosa. Era fácil, no obstante, como ya he dicho, mantener relaciones con algunas chicas, eso si, y esto es lo importante, prometiéndoles el matrimonio. El efecto era el siguiente:

- Mariela, ¿te quieres casar conmigo?

- Sí, amor mío –decía ella-, creía que no me lo ibas a pedir nunca.

No soy excesivamente atractivo, al menos esa es la consideración que tengo con respecto a mí. Pero tenía éxito con las mujeres allí.

Al cabo de los treinta minutos de haberme dado el sí, Mariela se desnudaba y se dejaba follar.

También picaron el anzuelo Esperanza, Catalina, Ramona, Simona, Concepción, Jacinta, Marina, Vicenta, Carmina… Casi todas eran buenas chicas, atractivas, simpáticas e inteligentes, pero no me podía casar con todas a la vez, y mucho menos elegir tan solo a una, porque me buscaría problemas. Así que ese fue el detonante para marcharme del pueblo, ahorrarme problemas, aunque el bombazo final lo daría la noche antes de mi partida a Madrid. Era la tarde de un caluroso día veraniego del mes de julio y me había citado con Mercedes, la hija mayor del cartero del pueblo, una hermosa morena de cabello largo e impresionantes tetas. También había quedado con Teresa, la hermana del cura, un poco gorda y algo madurita, pero sedienta de hombres, sexo y loca por casarse. Y finalmente con Fernandina, una inocente rubia que se derretía entre mis brazos.

Me encontré con Mercedes a las ocho de la tarde y no me demoré en pedirle matrimonio, a lo que accedió contentísima. La engañé diciéndole que había de ir a echar de comer a los cerdos, pero que nos veríamos más tarde en los pinares de las afueras. Se marchó excitadísima. Me encontré más tarde con Teresa e igualmente la seduje con la historia del matrimonio, emplazándola en la sacristía de la iglesia para más tarde, ya que su hermano había salido a un pueblo cercano para dar la extremaunción a un anciano; también le solté el pretexto de ir a echar a los cerdos. Por fin Fernandina, la más apetecible, que indefectiblemente cayó ante el ofrecimiento de matrimonio. Le conté lo de los cerdos y me cité con ella para más tarde en el pajar de sus abuelos. En realidad iba a follarme a la primera de ellas, Mercedes. Eran las 11 de la noche en el pinar y nos demoramos demasiado en los preliminares románticos y amorosos. No podía perder tiempo, me esperaban otras dos mujeres.

El sexo practicado con violencia puede ser dulce, en la mayoría de los casos lo inicia la propia excitación desbordada. Arremetí contra Mercedes besándola ferozmente en los labios. Ella no era experta y seguramente pensó que así era el amor proyectado sobre la carne. Abrí su camisa a tirones, rompiendo los botones, buscando veloz sus ansiadas tetas. También rompí su sujetador. De la decena de chicas del pueblo de las que me había aprovechado, ninguna tenía unos melones tan suculentos. Los besé, los mordí, los lamí, les dediqué palabras tiernas y obscenas, a la vez que desnudaba la mitad de mi cuerpo para combatir el calor y sacaba mi verga, tiesa como una viga. Pensé en que se arrodillara ella en el suelo del bosque y me hiciese una cubana, pero seguro que con sus remilgos no entendería el juego y perderíamos un tiempo inestimable. Fue una lástima. La volteé y la obligué a echarse sobre el tronco de un pino, dándome la espada. Le subí la falda y le bajé las bragas. La prenda estaba chorreando. Así que metí mi polla entre sus nalgas y resbaló con facilidad entre sus carnes prietas. El solo roce hacía gemir de gusto a la nena, que se dejaba hacer. Con mis manos me aferré a sus tetas y comencé a decidirme por introducir la polla en la vagina, pero ¡ah!, el agujerito de su ano quedaba a mi alcance y le ardía tanto como el coño. ¿Cómo sería dar por culo a una chica? Jamás lo había probado. Comencé pues en el intento, y ella apenas opuso resistencia, supongo que la razón sería la propia confusión que ella tendría sobre el sexo, el coito natural y el coito anal. No obstante gemía de placer a medida que mi glande ganaba milímetros a través de su puerta trasera. Sus gemidos parecían los aullidos de un lobo en mitad del bosque, y por allí no había lobos; le hube de tapar la boca y me mordió los dedos causándome heridas. Creo que la sangre la excitó más aún. Mi polla empezó a entrar y salir cada vez con más facilidad, logrando un acelerado ritmo que nos llevó a ambos al clímax. La eyaculación hizo que la venas de mi polla se hinchasen, causándome fuerte dolor por la presión del esfínter anal sobre mi órgano sexual. Grité de dolor y goce.

Mercedes y yo quedamos desfallecidos hablando de planes futuros. Eran las 12 de la noche y ella se durmió entre mis brazos con una sonrisa en los labios. Me dio pena dejarla allí, pero había de ir en busca de Teresa, la hermana del cura.

-Adiós Mercedes, contigo he aprendido de los placeres de la sodomía.

Teresa me esperaba impaciente en la sacristía. Su hermano podía llegar en cualquier momento, y según ella si el cura nos sorprendía era posible que se negase a que nos casáramos. El problema no es él, sino yo, que me voy a Madrid – pensé. Sin demora, Teresa hizo que me sentase en un banco de la sacristía y se arrodilló ante mí. Me preguntó por las heridas de la mano, y le dije que fue un cerdo que me mordió. Lo creyó. Me daba mal rollo el sexo delante de tanto crucifijo y tanta santidad. Inmediatamente me di cuenta de las intenciones de aquella salida: me quería chupar la polla. Para una mujer de su edad, quedaban muy pocos trenes por coger, así que debía retener a un hombre junto a ella a costa de lo que fuera, ¿y qué hay que guste más a un hombre que una felación? Con todas, mi verga se empinó y adquirió una dureza extrema. Teresa se la introdujo en la boca con muchas ganas de chuparla. He decir que también era la primera vez que me la chupaban. Pero Teresa abandonó la tarea para decirme: Tu polla tiene un sabor extraño. De nuevo culpé a los cerdos, quizá me ensucié esa parte al echarles de comer. En realidad el sabor era el del culo y las heces de Mercedes.

Como aquella mamada resultaba tan placentera, me esforcé en no correrme demasiado rápido, mientras ella me preguntaba constantemente si me estaba gustando. Yo respondía afirmativamente y me retorcía de gusto, entonces recordé que Fernandina me esperaba en el pajar de sus abuelos. Fantaseé con lo que iba a hacer con ella y fue en ese momento cuando una descarga eléctrica de placer me recorrió desde el cerebro hasta el pene y me corrí en el interior de la boca de Teresa. Quedé postrado en aquella butaca y la hembra chupona limpiándose los labios llenos de semen con las mangas de su camisa. Empezó a desnudarse para ofrecerse a mí cuando de repente oímos un crujido de una puerta. ¡Es mi hermano! – susurró Teresa alarmada. Con los pantalones a medio abrochar huí sin casi despedirme de mi amante. Lo curioso fue que al cruzar el umbral de la puerta de la sacristía, sorprendí al cura hermano de Teresa con su pene entre las manos y todo manchado de esperma. La vergüenza recorrió su rostro. Evidentemente se había masturbado mientras nos espiaba. Le llamé vicioso y me marché de allí con el buen regusto que deja una mamada y con una victoria moral sobre el clero hipócrita.

La dulce Fernandina me esperaba, pero era muy tarde. El tren que me llevaría a Madrid salía media hora más tarde. Corrí al pajar y allí estaba Fernandina, con lágrimas en los ojos creyendo que yo ya no acudiría a la cita. La besé con ternura y la chica comenzó a ablandarse y a excitarse. Era tarde y un último ápice de remordimiento anidó en mi alma. Me había aprovechado de todas aquellas jóvenes inocentes. Se lo confesé a Fernandina. No me podía casar con ella por mucho que lo deseara y no podía permitirme el placer de desvirgarla. Que ello sirviese para expiar mis culpas por todo lo que hice mal en el pasado con aquellas mujeres. Besé en los labios tiernamente a Fernandina y la dejé sobre el heno de aquel pajar, sólo me miró resignada ante mi abandono.

Habrá una segunda parte, solo depende de los votos y los comentarios de los lectores. Gracias.

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