Bajé los escalones uno tras otro, pero parecían no tener fin. Y cada vez estaba más oscuro. Una sirena de emergencias soló a lo lejos. Un grito rompió el silencio de la noche. Entonces me resbalé y caí. No sé si fue por algún golpe, pero perdí el conocimiento.
Cuando abrí los ojos me encontraba en casa de Raúl. Pero algo había cambiado. Los cuadros con bonitos paisajes que tenían habían dado paso a imágenes de ciudades ardiendo y muertos. Y, donde estaba el sofá, tenían una camilla a la que estaba yo atado de pies y manos.
Raúl estaba delante mía, vestido, si se puede decir así, con correas de cuero y un antifaz. Su cuerpo peludo y delgado siempre me había hecho desearlo, y ahora por fin podía ver su descomunal rabo, grueso como un puño y casi tan largo como medio brazo. A mi espalda escuché la voz de María, sonaba autoritaria y despectiva.
-¡¡Vaya, pero si el cerdo por fin se despierta!! ¡¡Ahora verás lo que hacemos contigo!! ¡¡Puto mariconazo!!
Intenté hablar, pero en ese instante me percaté que estaba amordazado. No tenía sentido, segundos atrás había tenido la boca libre y deseosa de ser ocupada por el miembro de Raul, y ahora... ¡¡cachick!!
Resonó el restallido de un látigo en la habitación. ¡¡Cachick!! Otro, pero esta vez en mi espalda. Fue un dolor espantoso, pero le siguió al menos otra docena más. Raúl aceró su polla a mi cara y me golpeó con ella en la frente. María siguió con la tortura de los latigazos. Deseaba morir del dolor. La mordaza volvió a desaparecer, siendo reemplazada por el inmenso pedazo de carne de mi amigo. Apenas podía respirar y tenía la mandíbula desencajada, pero no podía hacer nada.
Los latigazos cesaron y pude sentir algo frotándose contra mi culo. María se puso en un lugar donde pudiera verla, al menos de refilón, y me susurró al oído.
-Verás, “cariño”, desde que supimos que eras una marica loca Raúl e Iván, su gemelo, habían planeado esto a mis espaldas, pero claro, para permitírselo debías ser castigado antes.
Sin lubricantes ni preparaciones previas la inmensa polla de Iván me fue taladrando el culo. Y no dejaba de ser de un tamaño monstruoso, como la de su hermano. Entonces, en primer plano, entre los pelos del pubis que tenía frente a mí, pude ver un tatuaje de una calavera. El tatuaje se movía. Se estaba riendo. Y las risas se volvieron sonoras, alzando el volumen con cada embestida que me daban al dolorido y, muy posiblemente roto, culo.
Los latigazos volvieron. Lo mismo la oscuridad. Las sensaciones de dolor persistieron mientras que la habitación, los hermanos y María se disolvieron en el aire.
Abrí los ojos. Estaba en un descansillo, a los pies de la escalera, sentado y apoyado contra la pared. Estaba con mi pijama y no sentía dolor alguno. Frente a mí una ventana que daba a un cuarto de la planta baja. Había suciedad por todas partes y una de las paredes estaba caída. Crecían plantas silvestres y había una lápida sobre la cama. Me acerqué a mirar más de cerca. “Raul y María, demasiado jóvenes para ser su hora”.
Dí un par de pasos hacia atrás, espantado, y tropecé, cayendo de culo al frío suelo. Una silueta oscura me señaló que mirara de nuevo. El dormitorio estaba en perfecto estado y mis dos amigos dormían plácidamente. Miré a la silueta. Había desaparecido.