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A Chambear - Con la Ley fuiste a cojer episodio 08

en Gays

El plan era sencillo. Ricardo Andecochea, el detective venido de Madrid, sería el nuevo compañero de Miguel Kentaro. Irían al barrio chabolista de El Malvavisco, donde operaba Tomas Gómez, el líder de una conocida banda de secuestradores y proxenetas. Dados los contactos de Tomas con el alcalde de la ciudad y el gobernador del estado nunca nadie había actuado contra él. Además se decía, pero nunca se había podido probar, que sobornaba a todos los agentes que llamaban a su puerta. El detective Andecochea debía probar la incorruptibilidad del cabo Kentaro.

 

Su casa destacaba sobre todas las demás, pues se trataba de un lujoso chalet de tres plantas de paredes azules en medio de un mar de construcciones de chapas de metal, láminas de contrachapado y algunos muros de ladrillo puestos de cualquier forma. Había muchas chicas de entre los quince y los diecisiete años en ropa interior por las callejuelas de tierra y grava, lo que hizo sentir nauseas al detective por el tipo de gente que debía acudir a los servicios del mafioso local.

 

Ambos hombres salieron del coche, que no era el Citroen oficial del cuerpo que se usarían habitualmente, sino un Jaguar recién sacado el almacén de vehículos decomisados. Procedía de la lejana ciudad de Carlson, para evitar que nadie pudiera reconocer la matrícula. Los dos hombres salieron. Ricardo llevaba una camisa de flores, totalmente abierta, dejando ver su torso musculoso y peludo, unas bermudas bastante ajustadas y chanclas.

 

El cabo iba con una ajustada camiseta verde lima con un dibujo del Capitán Raoz, el famoso héroe de “Adventures in the Space”, unos vaqueros azules, cortados a la altura de la pantorrilla para parecer unos piratas, y zapatillas verde lima Nike. Durante el trayecto había estado lanzando miradas furtivas al detective y colocándose su abultado paquete cada cierto tiempo, pero al poco de llegar, como no pudo evitar fijarse su compañero, las caras lánguidas, sombrías y, en algunos casos, tristes, de todas esas crías en ropa interior había hecho que cualquier idea sexual muriera en la cabeza del cabo, pues su miembro había pasado de erecto a mustio y ya no se marcaba en el pantalón.

 

Se puso frente a Ricardo Andecochea, le pasó los brazos por encima de los hombros, pegó su paquete al del otro hombre, aunque sabía que ni con esas despertaría a la bestia que se le había dormido bajo la bragueta, y, siguiendo el plan, dijo, lo más meloso que pudo.

 

-Mi amor, a ver si encontramos pronto al Señor Don Diego “El Manguera”, que quiero eso que me prometiste.

 

Besó al detective en la boca, metiendo la lengua bien a fondo, cosa que, pese a no ser parte del plan, no disgustó a un Andecochea que se dejó hacer. Cesó el beso, le mordió con ternura en la oreja izquierda y le susurró, apenas audible.

 

-En cuanto vea a Gómez le meto un tiro.

 

Este comentario desconcertó al detective, pero fingió ignorarlo para poder seguir con el plan. Debían dar con un hombre apodado como “El Manguera”, que sería quien les ofrecería droga. Según las redadas que habían podido hacer se trataba de Afrodita, una nueva substancia psicotrópica salida de unos laboratorios soviéticos y que ahora fabricaban en Brasil a gran escala. Sus efectos eran euforia, alucinaciones y una gran excitación sexual. El caso fue descubierto por el difunto agente Montoya, a quien una treintena de yonkis violaron nada más ver entrar en el almacén donde se estaban dando un subidón de Afrodita. Pidió refuerzos, pero para cuando estos llegaron se encontraron al agente muerto siendo penetrado por poca, culo y por dos orificios de navaja que le habían practicado en ambos costados. Nunca más un agente en solitario entró en zonas de drogadictos consumiendo ese producto.

 

Ricardo Andecochea seguía perdido en sus pensamientos, pero el cabo había visto como una cría de apenas catorce años salió disparada como una bala nada más escuchar que se referían al “Manguera”. Miguel metió ambas manazas en las bermudas del detective y le estrujó los cachetes del culo, sacándolo de sus ensoñaciones.

 

-Como no despiertes te doy la vuelta y te follo aquí mismo.

-Cariño, nos pueden ver, sabes lo recatado que soy.

 

Dijo, agarrándolo con fuerza de las muñecas y sacando sus manazas de su ropa.

 

-Tu reputa... ción te precede.

 

Recalcó el doble sentido con un pequeño silencio. El detective le habría dado una buena golpiza, de no ser porque eso habría acabado con su coartada. Pero ya tendría ocasión de ajustar cuentas. A esto una voz áspera y desagradable habló a un par de metros de distancia.

 

-Si vos son una pareja de putos en celo que venga la Santa y me fulmine. Yo veo dos zetas mal disfrazados.

 

Era Don Diego, un hombre alto, de metro noventa, muy delgado, de manos y pies enormes y con una verga gigantesca, como de treinta y dos centímetros por diez de diámetro. Y no la tenía erecta. Estaba totalmente desnudo y parecía no haberse dado un baño en varios años. A los dos miembros del cuerpo de policía les dio el mismo asco, pero debían resolver el caso. El cabo, sin que nadie dijera nada, tomó la iniciativa. Se puso a cuatro pata, caminando de esta forma hasta “El Manguera” y se puso a lamerle la pija, la cual tenía un sabor terriblemente desagradable.

 

-¡¡Orale!! ¡¡Este si es bien puto!!

 

Exclamó como si hablara a una multitud. El detective pensó que hablaba con las niñas, lo que no sabía es que había hombres escondidos en todas las chabolas, muchos de ellos armados. “El Manguera” siguió hablando, mientras el cabo le mamaba su ya erecta e inmensa poronga.

 

-Y vos tenés que hacer mucho más para ganar mi confianza. Lo quiero desnudo y a cuatro ya.

 

El detective Andecochea se desnudo a gran velocidad y obedeció. Cuatro niñas de quince a diecisiete años aparecieron cargando con dos tablones y cadenas.

 

-Vos no se resista a mis muchachas o tendré que avisar a mis muchachos. Y esos no le darán carne sino plomo.

 

Tenía pocas alternativas, así que obedeció. Dejó que las chicas lo colocaran con el culo en pompa, bien expuesto, encadenándolo a un tablón por los tobillos. Le pusieron una cadena a las muñecas, que luego llevaron hasta la que tenía en los tobillos, inmovilizando sus brazos por debajo del torso. Engancharon las cadenas con un candado. Cuando Ricardo, ya en una posición harto incómoda, pensó que eso era todo, lo vendaron los ojos y le pusieron una mordaza en la boca. Sintió algo de gran peso que era colocado a sus espaldas, a ambos lados del tablero, pero no pudo ver que era. El cabo si, se trataba de dos bloques de hormigón, cargados por dos hombres negros musculosos de aspecto imponente. El otro tablero de madera lo colocaron a un par de metros del detective Andecochea, a un lado de este, encima de otros dos bloques de hormigón, formando un improvisado banco.

 

El Manguera” sacó la verga de la boca de Miguel, le dio un par de cachetes y le dijo.

 

-Me cansé de follarlo por la boca, quiero su orto, pibe. Seguíme.

 

Don Diego se sentó en el banco improvisado. El cabo iba detrás de él, a cuatro patas. “El Manguera” lanzó una navaja al suelo, que se clavó a escasos centímetros de la cara de Miguel. Una muchacha pelirroja lo cogió, usándolo para romper la parte posterior del vaquero del policía, dejándolo expuesto. “El Manguera” le plantó su sucio pie contra la cara al cabo Kentaro, el cual lo lamió tratando de simular placer.

 

-Que bien lame, putito. Pero ahora póngase en pie y venga, que tiene asiento en placo.

 

Se señaló su monstruoso miembro, lo que provocó un escalofrío en Miguel. Don Diego le señaló el dibujo de su camiseta.

 

-No tiemble como una mina, sea valiente como su héroe y tráguesela hasta los pelos. Pero mirando a su... amigo. Hay algo que quiero vea.

 

El cabo se fue sentando sobre esa monstruosa verga con lentitud, sintiendo como cada centímetro lo iba desgarrando. Pero esto para “El Manguera” no era excitante, y en un par de bruscos golpes de pelvis se la clavó entera, sacando gritos de agonía a su víctima.

 

-¡¡Si es macho déjese coge como tal, que parece una mina de barrio bien!!

 

Exclamó, algo irritado.

 

-Ahora suba y baje por mi palo a buen ritmo.

 

Giró la cabeza y se dirigió a los hombres que trajeron los bloques de hormigos.

 

-Ustedes traigan a Titán, creo es hora de darle al detective Andecochea el trate que merece.

 

Bajo las vendas Ricardo abrió los ojos como platos. Sentía miedo. Terror. Sabían quienes eran desde el principio, lo que significaba que estaban jugando con ellos. Algo húmedo y rasposo le pasó por el culo. Una vez, dos. Parecía una lengua. Luego llegó el turno a algo caliente y peludo. Un gran peso se apoyó contra su espalda y una verga de notable tamaño le entró poco a poco en el orto. Esta terminaba en una especie de bola en la base, lo que hizo a Ricardo Andecochea pensar que le habían metido también los huevos.

 

Miguel fue quien lo vio todo. Un dogo argentino, grande como un pony, estaba sodomizando al detective con gran violencia. Lo arañaba la espalda con las patas delanteras y se movía a un ritmo frenético, como si lo hubieran dado algo para ello. Leyéndole los pensamientos Don Diego le respondió.

 

-El el efecto de la Artemisa en los canes... y tenemos cinco más. Pero vos... tenés más laburo. Su orto y su boca atenderá a mis hombre. A los treinta. Y es posible que muchos echen más de un palo.

 

El cabo sintió una gran desesperanza en su interior, casi mayor que la inmensa verga que se le clavaba formándose un bulto en el vientre. Una chica de diecisitete años no apartaba la vista de la escena, con un conejo de peluche entre sus brazos. Los ojos de este eran cámaras. Estas retransmitían las imágenes a un salón de la comisaría en el que estaban los agentes que aún no habían comenzado el servicio riendo, masturbándose o haciendo apuestas sobre cual sería el primero en desmayarse.

 

El teniente Perez Mendosa se pajeaba viendo el bulto que le hacía la vergota de Don Diego en el vientre al cabrón del cabo, idéntica a la que hacia la verga de este en el vientre de su hija.

 

Continuará...

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