Toda historia tiene un comienzo. La mía la tuvo en algún momento del futuro distante. Los recursos naturales disponibles se fueron agotado, o eso nos hicieron creer los gobiernos, y comenzaron las leyes de limitación de población, o comúnmente conocidas como purgas. Para entonces eramos ya diez mil millones de almas en la Tierra y había un importante proyecto entre la Alianza Europea y los Estados Confederados del Pacífico para construir una ciudad en la Luna.
Pero todo eso me importaba poco entonces. Yo era un chaval de 20 años que vivía en los suburbios de una de esas arcologías para ricos y que consideraba que el único futuro que debía importarme era mañana. Me había pasado el día en el mercado tratando de obtener algo de comida y me dirigía a casa con lo poco que había podido hurtar. Había estado muy cerca de ser descubierto, con lo que tuve que gastar algo de dinero para disimular y marcharme corriendo.
Al llegar a casa le enseñé a mi padre lo que había podido coger. Un par de botes de alubias, algo de pasta deshidratada y unos sobres de vitaminas con sabores frutales. Mi padre cruzó sus inmensos y peludos brazos sobre el pecho y puso esa cara de disgusto que ya me conocía tan bien.
-¡¡Que es toda esta basura!! ¿¡Piensas que podremos alimentarnos solo con esto!? - Gritó furioso sujetando una de las latas de alubias. - ¡Vete a mi cuarto y prepárate para ser castigado!
Mis tres hermanos entraron corriendo a la cocina en lo que yo enfilaba al cuarto de mi padre. Les escuché claramente pedirle a mi padre que le dejaran estar presentes cuando me diera el castigo, pero él les dijo que no. Escuché sus quejas en lo que abría la puerta. Cerré y me quedé solo, no quería escuchar más.
En el cuarto había una gran cama de matrimonio, un armario desvencijado con las puertas abiertas y lleno de ropa revuelta, casi toda también robada, y una mesilla sobre la que descansaba un holoproyector que mostraba hologramas de tiempos mejores que yo no había vivido. La que más se repetía era la de una hermosa mujer de larga melena morena rizada, siempre sonriente y con pecas.
-Chico, tu madre era bien hermosa...
Me dijo mi padre que había entrado sin que me diera cuenta y cerrado la puerta con el mismo sigilo. Apoyó sus inmensas manazas en mis hombros y me besó el cuello.
-Espero algún día puedas perdonarme todo esto.
-¿Los gritos y el simular que me castigas para podernos quedar a solas? - Me giré procurando no dejar de tener sus manos encima. - No hay nada que perdonar.
Fui yo quien dio el primer paso. Siempre fui yo. Besé sus labios, como hiciera con tan solo diecisiete años, cuando ya había asumido mi sexualidad, dos años después de la muerte de mi madre. Nuestras lenguas entraron en contacto. Mi padre me agarró de la cintura y, sin dejar de besarnos, me tumbó en la cama. Se separó de mí el tiempo justo para desnudarse, cosa que yo imité. Su cuerpo era impresionante. Muy peludo pero muy musculoso. Ni siquiera ahora, en la peor de las situaciones, había dejado de hacer tareas físicas, como los muchos arreglos a cambio de comida para el vecindario.
Se esforzaba mucho por sacar adelante a su familia y desde el fallecimiento de mamá nunca tuvo tiempo de encontrar un nuevo amor. Pero ahora me tenía a mi, un chico de 20 años desgarbado y delgado. Alzó mis piernas sobre sus hombros, apoyó su enorme pija, ya todo dura, contra mi ojete, y presionó. Entró de una sola vez. Me besó en los labios y antes de correrse me dijo, entre gemidos.
-Hijo... desde mañana no volverás a... tener que robar. Tengo trabajo... al servicio de la Arcología.