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Las cinco amigas (4)

en Transexuales

*************Cuarta parte*************

Isabel me sacó de mi habitación. Me cogió de la mano para llevarme a otro recinto dentro de la misma planta.

—No, no —me dijo en cuanto empecé a andar—. No lo hagas así... Para caminar con esos tacones tienes que cimbrear las caderas... Mover el culo de un lado a otro y poner los pies como si lo hicieses por una cuerda a diez metros de altura... así...

A ella le salía con una absoluta naturalidad. Tanta que ni siquiera me había fijado en que caminaba "sobre la línea". Justo lo que me faltaba... Con ese movimiento mi enorme trasero se movía de lado a lado, haciendo que fuera totalmente imposible lograr que alguien no se fijase en él.

—¿Y no existe otra manera? —pregunté al llegar al pasillo, aún tambaleante.

—¿Con esos tacones? No, si quieres parecer grácil y no una persona que necesita muletas. Es la única manera que vas a tener de caminar con una cierta comodidad. Los primeros días te garantizo que tendrás incluso agujetas y más teniendo en cuenta que han reducido tu tono muscular a prácticamente nada.

Se quedó un momento mirándome. Sonrió al ver mi ceño fruncido y mi cara de concentración, mientras intentaba mantener los pies sobre la imaginaria línea sin mover el culo de lado a lado. Me volvió a coger la mano y la apretó con un gesto cariñoso que agredecí internamente.

—Laura, cariño... Mueve las nalgas... Ya sé que no te gustan, pero debes hacerlo... Debes ser algo mejor que un pato mareado.

Suspiré y lo intenté como me decía. La cosa fue un poco mejor, pero no podía evitar sentirme ridícula hasta la médula vestida con un pijama de hospital, sandalias de tacón alto en forma de cuña y mi enorme culo oscilando de un lado a otro. Además, al caminar así, notaba cómo mis diminutos pechos se agitaban y movían (algo que pensaba imposible, dado su tamaño), lo que añadía incomodidad a toda la situación. Aún así, distaba de la gracilidad que me había prometido.

Tras un camino que me pareció eternamente largo, pero que no fue más allá de unos cuantos pasos, durante el cual pasamos por delante de tres habitaciones similares a la de mi cuarto, todas entornadas, llegamos a otra puerta exactamente igual que las anteriores, salvo que estaba en el lado del pasillo opuesto. Estaba cerrada con llave, que Isabel hizo aparecer de algún sitio para abrirla. Yo llegue casi cansada, pero esperar de pie tampoco me ayudaba. Todo el piso de mi cuerpo descansaba sobre los dedos de mis pobres piececitos. Incluso ahora, dos años después de caminar así todos los días, sigue siendo incómodo estar de pie por periodos largos de tiempo. Sólo que ya es parte de mi vida, de mi persona. Ni siquiera pienso en poder usar zapatos planos o caminar descalza: sé que jamás podrá ser y obsesionarse con imposibles es propio de necias, ¿no?

El interior estaba oscuro, ya que era una habitación sin ventanas. Isabel alcanzó el interruptor y pude ver lo que había. Un tocador con iluminación propia y una camilla con varios instrumentos cosméticos en un mueble a su lado.

—Trabajaremos más tu forma de caminar. Ahora hemos venido aquí para otra cosa... pasa, pasa.

Cerró la puerta detrás de mí.

—Aquí es donde vas a aprender a cuidar tu aspecto físico, especialmente tu maquillaje y depilación, pero también poses y posturas. ¡No creas que vas a poder vivir muy relajada, Laura! Según los requerimientos de tu comprador, en público siempre vas a estar con poses más o menos forzadas que te realcen... pero ya llegaremos a eso.

Cada palabra que decía me hundía más y más en una triste desesperación. Y cuando me sentó delante del espejo, no mejoró precisamente la situación. Volví a ver ese rostro que a la vez era mío y no lo era. El óvalo facial sí que parecía mío, aunque la barbilla era sin duda más fina, manbíbula menos marcada. La nariz, desde luego, era completamente diferente. El nacimiento de mi pelo ahora era más adelantado y más uniforme. No es que tuviera entradas, pero el aspecto de mi cuero cabelludo era puramente masculino. Ahora justo lo contrario, a lo que había que sumar la enmarañada longitud de mi melena. Mis ojos eran más grandes y más redondos. Y por encima de ellos, unas cejas arqueadas que poco tenían que ver con las mías, rectas, salvo la cantidad de pelos que tenían. Isabel callaba mientras yo me inspeccionaba en el espejo. Finalmente, puso un objeto metálico delante de mí: unas pinzas de depilar.

—Esas van a ser tus amigas desde ahora. Yo voy a dejarte las cejas como tu propietario ha decidido, pero el mantenimiento diario es cosa tuya. Jamás podrás permitir un pelo fuera de su sitio, así que mejor acostúmbrate a ellas.

Tras esas palabras, me inclinó hacia atrás en la butaca en que estaba sentada. Una luz directa me forzaba a tener los ojos cerrados casi continuamente. Poco tiempo después, sentí sus manos cálidas sobre mi rostro. Un momento más tarde, un dolor como el de un pinchazo en mi cuenca supraorbital. El primer pelo. Y sólo fue a peor. Sin embargo, aguanté sin moverme. De alguna manera, estaba deseando aquello. No me había gustado el comentario que había hecho antes sobre ellas. Quería, *necesitaba* estar guapa para sentirme bien conmigo misma. Además, cuanto más centraran la vista sobre mi rostro, menos querrían mirar mi culo... Un momento... ¿estaba pensando en cómo me iba a mirar la gente? Es más... ¿en cómo y por qué me iban a mirar *los hombres*? Oh Dios...

—Bueno, ya está —dijo, tras un suplicio que de nuevo me pareció eterno—. Mírate y díme lo que te parece.

Abrí los ojos con una mezcla de expectación y miedo. Y al mirarme al espejo, se me escapó una sonrisa. Fue la primera vez que me vi haciendo ese gesto. Me pareció sexy y natural... porque no me reconocí. Aún no me había acostumbrado a mi propio reflejo. Mis cejas eran ahora apenas un hilo tenue que empezaban a una mayor distancia de la nariz que antes y trazaban un arco perfecto hasta el final del ojo. Quizá hicieran mi rostro menos expresivo, pero me hacían parecer indudablemente femenina.

—Me gustan —dije, casi inconscientemente.

—Me alegro —respondió Isabel, apretando sus manos sobre mis hombros. Un escalofrío de placer recorrió mi espalda. Mi piel parecía también más sensible que antes de dormirme. No lo había notado hasta ese momento—. Ahora debemos pasar a esos sobacos y piernas. Ven conmigo.

Me trasladó del tocador a la camilla.

—Hoy voy a hacerlo a la cera, dado que son las instrucciones que tengo, pero desde este momento, deberás utilizar la maquinilla para mujeres todos los días por la mañana, sin excepción en axilas, piernas y pubis. Da igual que sientas o no sientas que hay pelos. No puede pasar un día sin que lo hagas. ¿Entendido?

Asentí con la cabeza.

—Bien. Te proporcionarán una cuchilla más tarde, junto con la crema para depilar. Es un gel para mujeres, perfumado y diseñado especificamente para cuidar nuestra piel. Tu piel. Ahora vamos a lo nuestro. Desnúdate...

Quedé sobre la camilla totalmente desnuda, y roja como un tomate al sentirme observada en toda mi desproporcionada desnudez. Sin embargo, Isabel no pareció ni mirarme.

Si pensaba que las cejas habían sido una tortura, no tenían ni punto de comparación con el uso de la cera caliente. Desde su temperatura, casi quemando al disponerla sobre mi carne hasta cada tirón que parecía que me arrancaba toda la piel.

Finalmente, sudando por la tensión y el dolor, temblando y desnuda, me sentí sin un solo pelo fuera de sitio en mi cuerpo. A Isabel ni siquiera se le había descolocado un cabello. Seguía sonriendo con sus labios gruesos, impolutamente pintados de rojo.

—Hemos terminado, Laura. Puedes vestirte. Mañana, después de la peluquería, tendrás que empezar las clases de maquillaje. Ahora es tarde y han sido suficiente bombardeo de información para un día. Tu primer día.

*************Fin de la cuarta parte*************

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