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Las cinco amigas (20)

en Transexuales

*************Vigésima parte*************

El tiempo que pasé esperándola sirvió para que mi mente diera muchas, muchas vueltas. Pensaba en mí, pero también en Isabel, en la pobre Isabel. Y en mis amigas, Dalia y Natalia. ¿Serían ellas conscientes también del oscuro peligro que las acechaba? ¿Hasta dónde iban a llegar con nosotras?

Miré mis manos, pequeñas, con sus uñas perfectamente blancas. Tan diferentes a cuando pertenecían a un hombre. Mi reducida estatura. Mi abundante pelo, ahora rizado y negro. Mi edad. Incluso toqué mi diminuto pene. Puse mi mano sobre una de mis pequeñas tetas y apenas tuve que hacer hueco para que encajara, pero había ahí claramente un pezón y aréola marrón y muy abultada. Femenino sin duda. Costaba aceptar que fuera realmente mi antiguo cuerpo. Y eso sin hablar de lo que fuera que habían hecho con mi cabeza. Nunca estaba claro qué era mi elección y cual era implantada. En esas condiciones, si me ponía a pensar en ello, era fácil acabar loca.

"Loca". Qué fácil había aceptado mi cambio de sexo. Pero... ¿era realmente una mujer? ¿Cuál es la auténtica esencia de la feminidad? ¿Basta con considerarme mujer? ¿Eran suficientes las redondeces que me habían dado en sustitución de mis ángulos de hombre? ¿Era la genitalia lo que me definía? No tenía respuestas. Ninguna. Sentada sobre la cama, casi desesperada, acabé llorando, con la cabeza entre las manos. Tan ensimismada estaba que no reparé en que Isabel había salido del baño, silenciosa e impecable, hasta que se sentó a mi lado y me acunó en su regazo una vez más.

No dijo nada. Sólo me acarició el pelo mientras el tiempo pasaba. Olía maravillosamente, como siempre. Mi cabeza estaba entre sus grandes pechos, de nuevo cubiertos pr su blusa y sujetador. Nada en ellas mostraba su terrible realidad de muñeca casi inhumana, tanto en su perfección como en su falta de detalles. Eran blandos y acogedores como cualquier seno auténtico. Cuando las lágrimas amainaron miré su rostro. Estaba impoluto. Ni una señal de todo lo que había pasado. Su maquillaje estaba tan perfectamente aplicado que, de no haber visto con mis propios ojos cómo se corría su rimmel hacía unos días, hubiera pensado que también lo tenía tatuado, como una Barbie.

—¿Cómo me pudiste decir que eras feliz? —le pregunté, finalmente.

Estuvo callada largo rato antes de responder. En ningún momento soltó mi carita ni dejó de acariciarme el pelo. El aro que colgaba de mi oreja derecha se me estaba clavando en la piel, de tanto tiempo como llevaba mi cabeza entre sus tetas.

—Porque lo soy, Laura. La felicidad es un estado mental. Se basa principalmente en las cosas que deseas tener y que no tienes. Y yo lo tengo casi todo.

—Pero... tu cuerpo... tus sensaciones...

Se encogió de hombros antes de contestarme.

—No se puede tener todo en la vida...

—Está claro que no es algo que tu guste. Si no, no hubieras hablado ahí dentro —dije, señalando el baño— como lo has hecho.

—Laurita... Eres tú la que está en un estado anímico doloroso. Sólo te quería enseñar que la perfección no existe. A cambio de unas cosas perdemos otras.

—Pero no somos nosotras las que decidimos —le puntualicé.

—Seguro que tampoco elegiste nacer donde lo hiciste, ni ser como eras. Ni siquiera tu nombre. Y sin embargo, te gustaba.

Asentí con la cabeza. Isabel continuó:

—Pues aquí pasa exactamente lo mismo. Es tu nuevo nacimiento.

—¡Pero Isabel! —exclamé, separándome de ella y mirando sus ojos tan azules— ¡Las cosas que hacen aquí no son naturales! ¡Nadie nace sin sensibilidad en la piel! ¡Con un pene atrofiado en un cuerpo de mujer! ¡Con los pies bloqueados en un ángulo que me hará llevar tacones altos toda mi vida!

—Laura —me respondió, cogiéndome de los hombros y agitándome levemente, lo que causaba que mis aros rebotaran en mis mejillas— No machaques tu mente con cosas que pueden o podrían ser de otra manera. He visto a chicas destruirse lentamente, y no quiero que te pase lo mismo. Aprovecha todo lo que tienes y olvídate de lo que te han quitado.

Desvié la vista de sus iris hipnóticos y me quedé mirando a la puerta, aunque en realidad traspasaba mucho más allá. Planteé la duda que tanto me estaba asustando.

—¿Y qué más está previsto que me hagan?

Isabel volvió a reir. Poco rato. Pronto lo redujo a su preciosa sonrisa llena de dientes blancos. Cogió mi antebrazo con cariño. Con un cariño y una suavidad que no esperaba en quien carecía en su piel de más sensibilidad que saber cuando estaba tocando algo. Que no sabía lo que un roce puede hacer. Que no podía apreciar un masaje sensual en la espalda...

—Puedes estar tranquila, Laura —levantó las cejas, en un gesto que Natalia no podría hacer jamás—. Tú ya estás completa.

—Eso quiere decir...

—Sí  —me interrumpió—. No volverán a llevarte al sótano. Tal cual estás hoy, así saldrás de aquí cuando acabes tu formación.

Estaba a punto de empezar a dar saltos de alegría pero...

—¿Y Dalia? ¿Y Natalia?

—Ellas también están completas. No te preocupes por eso.

De repente, todo parecía maravilloso. No me importaban los aros que me darían un aspecto ciertamente vulgar si no me esforzaba en lo contrario, ni mi culo desproporcionado... En ese momento, ni siquiera mi anorgasmia me importaba. El final de la incertidumbre consiguió que me terminara de aceptar. Ese fue el momento en que dejé de luchar contra todo lo que me había pasado. Que dejé de ver mi cuerpo como el de una extraña. Todo tan sólo por tener un par de agujeros en las orejas.

Y ni siquiera pensaba en mi anterior vida como hombre. Yo era, definitivamente y para siempre, una mujer. ¡En qué poco rato había dejado de darle vueltas a cosa terribles!

Ese día estuve tuve toda la mañana libre. Me dejaron escoger bajar a comer con todas o que me subieran la bandeja a mi cuarto. Yo tenía tantas ganas de contar a mis amigas todo lo que había ocurrido, sobre todo que su integridad física estaba entera, que ni por un momento pasó por mi cabeza quedarme aislada en una habitación que cada vez me quedaba más y más pequeña.

No encontré a Dalia. No estaba en el comedor y no bajó en todo el rato. Pero al menos pude hablar con la dulce Natalia. Estaba sentada, comiendo lentamente un plato de espinacas hervidas. Su rostro, tan hermoso como inexpresivo me encantaba. Podía pasarme horas apreciando su falta total de impurezas. Ni una marca de expresión. Ni una señal de... nada.

—¡Hola! —la saludé, sin apenas poder contener mi excitación.

Le conté lo que me había pasado. A ella, desde un principio, no le parecía tan terrible lo que habían hecho con mis pobres orejitas. Al contrario de lo que esperaba, cuando le expliqué que no nos iban a modificar más, me pareció ver una sombra de preocupación en sus mirada. Difusa, porque nada por encima de sus ojos se movía ni siquiera un ápice.

No dijo nada y siguió comiendo.

Más tarde, paseando por el jardín del ático me sentí con confianza para preguntarle directamente. Natalia estaba aún empezando sus clases con Mercedes, y sus posturas y gestos eran más relajados que los míos. Además, sus tacones eran apenas la mitad de los que yo estaba obligada a llevar. Ella esquivó la respuesta.

Observé su cuerpo. Su preciosa melena rubia y lisa que tanta envidia me daba, sus grandes pechos tan caídos que apenas destacaban entre la amplia ropa de hospital. Y una marca alrededor de la cadera... Entonces recordé su cinturón de castidad. Intenté hacer memoria. ¿Tenía algún cierre la noche que la encontré? ¿Es posible que...? ¡Oh, Dios!

*************Fin de la vigésima parte*************

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