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Una diosa llamada Venus. Capítulo 15

en Dominación

15.- ARREPENTIMIENTO.

            Poseído de un intenso deseo sexual, quizá más intenso que nunca, comprimido en el interior del cinturón de castidad, con el culo relleno del tapón anal, me empecé a sentir inmediatamente mal. Necesitaba desahogarme, necesitaba llenarlo todo de leche, gritar como un poseso mientras me corría… y en lugar de eso, no habían pasado ni cinco minutos desde que le había rogado a mi esposa que me follara la boca con su pollón gigantesco… un rabo que amenazaba con llevar hasta mi garganta y, por supuesto, también a mi culo.

            ¿Por qué había hecho eso? ¿Por qué me subyugaba Venus de esa manera? Una cosa era, desde luego, que la amase como lo hacía. De eso no había duda. Otra, que aceptase que una polla, fuese de quien fuese, me follase la boca y yo lo intentase disfrutar en la medida de lo posible. Bueno, disfrutar no era la palabra, puesto que el dolor de mandíbulas que sufría en ese momento y los labios doloridos por el esfuerzo indicaban que no era precisamente placer… pero sí que lo había buscado y deseado. Me encontraba atribulado, incluso con un cierto rabioso malestar que no sabía cómo expresar, aunque otra sensación empezaba a aparecer.

            —Anda, vístete, tonto —me dijo una Venus especialmente cariñosa—. No vayas a coger frío.

            —¿Frío? —estallé—. Mi amor, llevo horas desnudo… o no sé cuánto tiempo… encima, sobre esa silla helada. No podría haberlo pasado peor como para pensar ahora en un poco de frío.

            La mujer alzó las cejas, mirándome un tanto perpleja por mi reacción.

            —Querido pajarito —dijo, muy lentamente, con voz grave y dulce a la vez—, podría ser mucho, mucho peor. No sabes cuánto. Recuerda que aquí eres mi posesión, como lo son los demás, Kwanza, Yuan… y mucha gente que aún no has conocido.

            El escalofrío de su advertencia quedó eclipsado por otra duda, un atisbo de justicia poética.

            —¿También Maria Victoria? —pregunté, mientras ponía mi escaso atuendo.

            —¡No, por supuesto que no, tontorrón! —rió—. Solo las personas que visten como tú, las que tienen la trenza anal. ¡Vaya ocurrencia!

            Mi idea de que mi cruel torturadora fuese también una esclava se desvaneció tan rápidamente como había empezado. Me sentía un punto cansado, pero no podía sentarme.

            —Anda, pajarito, ven conmigo. Tenemos mucho que hacer aún.

            —Venus… —me decidí al final, cuando ya salíamos por la puerta.

            —¿Qué te pasa, pichoncito?

            —Que… tengo hambre —me sonrojé de repente, como si las necesidades fisiológicas fueran algo humillante.

            Se quedó pensativa un momento, acariciándose su preciosa barbilla.

            —El caso es que… bueno, me acabo de correr y lo has desperdiciando. Ahora no tengo las ganas ni el tiempo de que me vuelvas a sacar los jugos de los huevos… Si tienes mucho hambre… bueno, podrías lamer lo que has derramado. Te he limpiado con la manguera, pero aún queda mucho en el suelo…

            La miré con los ojos abiertos como platos. ¿Quería que lamiese su semen del suelo? ¿En serio?

            —¿No podría ser algo más… sólido?

            Se extrañó como si le hubiera dicho que podía volar con las orejas.

            —Te refieres a…

            Entonces cayó en la cuenta y, con una palmada en la frente, prorrumpió en sonoras carcajadas.

            —Dices… ¿algo de cocinas? ¡Pero qué tonto eres! A veces me olvido de que acabas de llegar… aunque lo cierto es que ya te lo he explicado hace poco: Pajarito: todo lo que comas ha de salir de mí. ¿Lo entiendes ahora? Nada de un filetito, un bollo o ni siquiera una manzana. Métetelo en tu dura mollera —completó sus palabras golpeándome en la frente con el dedo índice, pero lo que me dolía de verdad eran las palabras, no los hechos.

            —Pero, pero… ¡Venus! ¡Eso es imposible! ¿Cómo voy a alimentarme de tu semen y solo de tu semen?

            —¡Ay, criaturilla! ¿Cuántas cosas hay que has pensando imposibles y que están pasando? Y eso que solo estás empezando a darte cuenta de algunas de ellas… Además, yo no he dicho que te alimentes solo de semen…

            Cierto. También había meado en mi boca y me había hecho tragarlo todo… pero esa era la parte que no quería recordar. Prefería ser su juguete sexual a su retrete particular. Eso era caer todavía más bajo, si era posible. ¿Cómo podía seguir deseando estar con ella? Sin embargo, lo hacía. Solo mirar sus ojos negros y me derretía de puro amor. ¿Acaso estaba hechizado?

            —Si tienes hambre, puedo orinar… No es lo mejor, pero podrá servir hasta que vuelvas a comerme el rabo…

            —No, no… podré aguantar —murmuré, con un hilillo de voz.

            Me miró como sabiendo que no podría, antes de continuar:

            —Entonces vamos, que tenemos cosas que hacer. Ven conmigo.

            Salimos y empezamos a recorrer pasillos y más pasillos. Pronto salimos de las frías catacumbas para desplazarnos por las estancias de estilo barroco bañadas por el cálido sol del medio día. A mí aún me resultaba raro caminar con ese incómodo cacharro que me rellenaba y me dilataba el ano, además de que el roce de la ropa sobre mi nueva piel, despojada de todo vello, era extraño, casi molesto. Lo peor eran los piercings que adornaban (por decir algo) mi nariz y tetillas, que se bamboleaban a cada paso, hiriéndome la carne recién perforada. Apreté los labios y seguí adelante. No quería quejarme. Al menos no delante de toda la gente que poblaba el palacio.

            Subimos por unas escaleras hasta un primer piso, todo más nuevo y funcional, sin las recargas rococó de la planta baja. Llegamos a un despacho en el que entró con decisión. Se sentó en un imponente sillón de orejas, de espaldas a un ventanal que casi me cegaba. Al otro lado, en el espacio destinado a los invitados, en una silla más modesta pero igualmente cómoda, estaba un señor de rasgos orientales, marcadas entradas y gafas gruesas.

            —Por favor, pajarito, ocupa tu lugar —me indicó, pero no había ningún asiento.

            Me costó unos instantes recordar que no me podía sentar. Mi forma de espera era permanecer erguido y punto.

            —El señor Wu es un funcionario del Estado. Está aquí para rellenar formalmente tu inscripción como ciudadano de la Isla. Ellos se encargarán de tramitar tu renuncia a tu anterior país, sin que tengas que preocuparte de más.

            —¡Un momento! —la interrumpí—. Yo no quiero renunciar a nada. Soy tu marido, claro, pero quiero seguir perteneciendo a mi país.

            El asiático habló, tras un leve carraspeo.

            —Estimado esclavo —dijo, sin preámbulos—, lo que usted quiera o no es irrelevante. Usted pertenece a Venus y ella va a explicarle los términos como deferencia (en realidad, ni siquiera haría falta que estuviese presente). Sus deseos son algo que está de más. Por favor, déjela continuar.

            Me empecé a poner muy nervioso. No solo eran los cambios físicos, la dependencia… el comer polla… lo de esclavitud iba en serio. Dejaría de ser una persona para ser considerado una propiedad. ¡Legalmente, al parecer! Intenté irme corriendo, pero algo invisible me mantenía anclado al suelo, así que empecé a hiperventilar.

            —Te lo advertí, pajarito. Tuviste tu oportunidad, ¿lo recuerdas? Hace dos días, antes de casarte… te lo dije… Ahora ya es tarde para arrepentirse. Muy tarde…

            No oí más. Me desmayé sobre el suelo.

            Cuando me desperté, estaba en una cama, tumbado lateralmente. Me bastó un leve apretón de nalgas para sentir aún ahí mi trenza anal. El roce del algodón suave sobre mis piernas sin pelos era una verdadera delicia. Incluso los piercings me dolían menos. Una sombra vestida de blanco, como yo, salió corriendo. No pude verla. Al poco, volvió con Venus y el señor Wu.

            —Ah, pajarito, ya estás despierto. ¿Podrás atendernos?

            —Sí. Creo que sí —me sentía extrañamente tranquilo y con la boca pastosa—. ¿Me habéis dado algo?

            —Eres inteligente, pequeño. Efectivamente. Es un sedante suave. Contribuirá a hacer más fácil el trámite, ya que parece que no eres capaz de soportarlo.

            —Entonces tengo mi capacidad de decisión menguada.

            —¡Como si te hiciera falta! ¡Escucha al señor Wu, anda!

            —Como le decía antes de esta interrupción —en su voz había un tono irritado, como de alguien a quien no le gusta perder el tiempo—, usted ha sido inscrito como esclavo en nuestro censo. Necesito que firme unos papeles. Aquí, aquí y aquí —me indicó varios lugares en los que yo, sin dudarlo y sin moverme mucho, por miedo a que el tapón anal me atravesara el intestino, estampé mi nombre. Mi antiguo nombre.

            —Como verás —me explicó Venus, mientras me hacía unas deliciosas caricias en el pelo—, todo aquello de Carlos o como fuera ya se ha quedado en tu país, contigo. Tu nuevo nombre, a todos los efectos, es “Pajarito”. Después de todo, siempre te he llamado así, ¿verdad, criaturilla?

            Asentí con la cabeza.

            —Entonces es normal que te llame así. Aquí los nombres tienen un significado. Ya conoces a Kwanza y a Yuan. Tampoco esos eran sus nombres. El Kwanza es uno de los ríos más caudalosos de África. Cuando llegó aquí, era lo contrario, de una gran terquedad y tozudez. Como una piedra. Por eso le puse ese nombre: porque acabaría fluyendo como un río… y así ha sido. Así siempre recordará su actitud y como ha cambiado. Yuan, por su parte, adoraba el dinero. Vino aquí buscando una fortuna… fortuna que naturalmente ya no tendrá nunca, puesto que su función es servir. Como era de China, adoptó el nombre de su moneda nacional para acordarse de lo que nunca tendrá. ¿Lo has entendido?

            —Sí, Venus… pero tengo una pregunta ¿son… no sé cómo decirlo… son hombres, o son mujeres?

            Sonrió largo rato, sin dejar de acariciarme.

            —¡Ay, pajarito, pajarito! ¿Qué más te da? ¿Es que acaso temes acabar reflejada en ellos?

            Había usado el término femenino para referirse a mí. ¿Un error u otro motivo para intranquilizarme? En esos momentos, drogado, no me importaba, pero sentía curiosidad.

            —Ellos, como tú, habéis dejado de ser “hombres” o “mujeres”… un término que, de todas formas, en esta isla es bastante elástico, como habrás podido ver. Sois simplemente “personas”, estáis en un lugar intermedio… por eso a veces se usa el femenino, a veces el masculino, según me sienta cada día. Entre vosotros podéis usar el que os de la gana. Algunos se sentirán hombres y algunas mujeres, eso es lo de menos. Como “personas” que sois legalmente, “vosotras” suele ser el término más correcto. Pero son solo palabras, ya lo ves. No tienen mucho valor. Tú eres mi Pajarito y no “Pajarita”, que eso suena a corbata… No te preocupes de más.

            —¿Qué va a ser de mí, Venus? —le pregunté, aguantando algunos segundos sus ojos negrísimos fijos en los míos.

            —Nada malo, pequeño. Junto a mí descubrirás cosas que jamás habías imaginado. Ahora descansa, mientras despido al funcionario público.

            En el tiempo que le costó volver me di cuenta de que el estómago me rugía de hambre. Deseaba lo que fuera, unas galletas, un filete de pollo, un manzana… pero no había nada. Además, me sentía tan débil que apenas podía mover las sábanas que me cubrían. Llegó un momento que el hambre fue tan intenso que pensé que tenía algo mal en mis tripas. Fue lo primero que le mencioné a mi esposa cuando volvió:

            —Creo que estoy enfermo. Siento como si mi estómago se diera la vuelta.

            —Pero pequeño mío… ¡Eso solo es hambre! Hace mucho que no has tragado mi semen y lo notas.

            —¡Por favor! ¡Necesito algo! ¡Lo que sea!

            —¿Estás seguro de eso? Hace un rato no lo querías…

            ¿Hablaba de mear en mi boca? ¿Estaba dispuesto a eso? En mi estado no me pareció demasiada mala idea.

            —Sí, Venus. Por favor…

            —Está bien. Pero pídemelo en condiciones.

            Me costó unos segundos comprender. Quizá en otro momento me hubiera costado expresarlo, pero drogado, no eran más que palabras.

            —Por favor, Venus, méame en la boca.

            —¿Y qué más?

            —Méame en la boca. Quiero tragármelo todo. Todo tu pis.

            —Así me gusta. Te concedo tu deseo. Arrodíllate.

            Tuvo que ayudarme a salir de la cama. Una vez en el suelo, sacó su descomunal miembro, flácido por una vez, y empezó a llenarme con el néctar amarillo, de tan amargo sabor. Era sumamente desagradable, pero a medida que su líquido se asentaba en mis tripas, el dolor menguaba. Finalmente, acabó. Mi boca sabía a orina, intensamente, y mi tripa se movía con cada paso que diera, del líquido que contenía.

            —Gracias, Venus, por aliviar mi necesidad de alimento.

            Me salió natural, como si hubiera realmente algo que agradecer en ser un orinal humano.

            —No te preocupes, Pajarito. Lo he hecho con gusto. Pero esto no es verdadero alimento. Pronto tendrás la necesidad de evacuarlo. Al menos, servirá para entretener tu estómago hasta la siguiente mamada. Ahora, duerme un poco más.

            Y me dejó allí, tumbado de nuevo, con la boca asquerosamente llena de sabor a meados y el culo relleno de tapón anal. Sin embargo, aunque hubiera agradecido un buen vaso de agua, nada de eso me importaba. 

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