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Las cinco amigas. Libro Segundo (2)

en Transexuales

2.
Me sentía incómoda, muy incómoda caminando por la ciudad. Era consciente de cómo iba moviendo mi enorme culo de lado a lado con cada paso que daba. No sabía ya caminar de otra manera. Además, con los altísimos tacones que tenía que llevar sería difícil incluso intentarlo. El vestidito morado que me habían dado y que no había cambiado tampoco hacía nada por disimular mis curvas.

Enrojecía cada vez que un hombre me miraba. Algunos eran discretos, pero otros me comían con los ojos. Sobre todo, los que me miraban desde atrás. Por delante, al ser casi completamente plana, pasaba más desapercibida. Yo no me consideraba guapa, aunque al menos sí resultona. El mundo pensaba de otra manera. Pero lo peor era la mirada de desprecio de muchas mujeres. Podía leer en sus ojos cómo me llamaban mentalmente "golfa" o cosas peores. Las miraba con una súplica que decía "no puedo evitarlo", pero no encontraba comprensión en ellas. En esos casos, la rojez de mi rostro era tan intensa que yo estaba segura de que se notaba incluso a través de mi maquillaje.

Por otra parte, estaban mis zapatos. El fino tacón de aguja era más difícil de controlar que la cuña a la que estaba acostumbrada. Sólo las clases de caminar que había recibido me permitían moverme con una cierta soltura, pero acabé el día con más dolor de pies del habitual.

Pensaba en todo mi paseo mientras comía un menú grande en un McDonalds. Se me había hecho la boca agua mientras decidía. Me encontré con la sorpresa de no recordar lo que me gustaba. De hecho, ni siquiera estaba segura de si en mi vida anterior había comido alguna vez en un sitio con ese. Me volví a sentir tan... manipulada...

Me costaba muchísimo acabar mi comida. El estómago directamente no lo aceptaba tanta cantidad, acostumbrado a las pequeñas raciones que me habían dado en el hospital. Al final, ni siquiera había disfrutado de la hamburguesa y las patatas como había querido.

Pero lo peor fue después, cuando me fui de compras. Afortunadamente, cerca de mi casa había una calle peatonal llena de comercios, con su Zara, su Stradivarius, su Mango, su Bershka... Supongo que el paraíso para una chica. No para mí. Al menos, no entonces. Ahora es otra historia, pero entonces no sabía ni por donde empezar. Empecé en un Desigual, porque su ropa me pareció menos sexual, más "desenfadada".

Ahí empezó mi calvario. No fui capaz de sentirme bien con ningún pantalón. Para empezar, era difícil encontrar tallas que me valiesen. Mi culo era enorme, pero mi cintura era diminuta y mis piernas delgadas. Y eso sin contar mi pequeña altura, tacones aparte. Así, el pantalón que me lograba entrar, me quedaba demasiado largo (aunque eso tenía fácil solución), o demasiado holgado en el resto de la pierna. Afortunadamente, ya se llevaban las prendas de cadera baja y tener cincuenta y cinco centímetros de talle no fue tanto problema como pensaba.

Pero me pasaba algo más. En cuanto algo cubría mis rodillas, y mucho más si ceñía mis piernas, me sentía incómoda. Incluso me dolía la costura interior. Probé con diferentes tipos de tela, de corte, de todo... No podía. Recordaba cuando me quitaron mi pantaloncito de pijama hospitalario y me dijeron que jamás nada volvería a cubrir mis piernas. Al parecer, tampoco en eso tenía elección. Me entraron unas terribles ganas de llorar pero, por una vez, pude contenerme. No podía empezar a dar un espectáculo yo sola en una tienda. Acabarían por pensar que estaba loca, y acababa de llegar al barrio.

La situación se repitió en todos los establecimientos. No pude comprarme nada que me sirviera. No ya que me gustase, porque me veía horrible con pantalones, sino que pudiese vestir sin sufrir. Ya sufría bastante por tener que caminar sobre mis altísimos tacones durante tanto rato, pero eso era algo que no podía evitar: mis pies eran así y sólo así.

Ya camino de casa, con la frustración reflejada en mi rostro, una pequeña franquicia de bisutería que no había visto hasta entonces me llamó. Digo bien. Me atrajo de manera inevitable, como una polilla a la llama de una vela. Había muchos adornos de muchos tipos. Algunos me resultaron inmediatamente bastos y feos. De entre los que quedaban, dado que los aros de mis orejas eran plateados, descarté lo que tenía color oro: no iba a quedar bien. De repente, encontré lo que me gustaba: unos pendientes. Eran muy sencillos: una circonita que colgaba de una pequeña cadena en plata de no más de centímetro y medio que terminaba (en realidad, sería mejor decir "comenzaba") en la típica aguja pensada para atravesar los agujeros de las orejas de las chicas. Esos segundos agujeros que sí que podía utilizar a mis antojo.

Sorprendentemente, volví a casa mucho más contenta. Tanto que no me importó que dos repartidores me gritaran una obscenidad al verme pasar con mi culo oscilando a cada paso. Me gustaban mis nuevos pendientes, aunque quedasen casi totalmente tapados por mis rizos oscuros y miniaturizados por los grandes aros que tenía para siempre como parte de mi ser.

Esa tarde, ya en casa, mientras veía la tele (aún así, sola en mi casa, no podía relajar mis posturas. Ni sentada en el sofá adoptaba algo que pudiera ser considerado relajado, lo que me obligaba a moverme cada poco tiempo), caí en la cuenta de que algo me faltaba en mi día: ¡tenía que ir al gimnasio! Me habían advertido: si no iba, no mantendría mis atractivas formas. Además, a pesar de lo que sufría en él, era ya parte de mi rutina. Sin embargo, estaba sola por fin. ¿A quién le importaba, salvo a mí? Además, por un día o dos... ¿qué me podía pasar? Claro, que un día se convertía en una semana, y ésta en un mes...

En la cama, naturalmente, de nuevo acudió el intenso deseo sexual y mi imposibilidad para satisfacerlo. A mi pesar, me encontré fantaseando con los hombres que me miraban por la calle. Especialmente, con los dos repartidores que me habían hablado de manera tan poco elegante. Al principio, intenté rechazar la idea. Apartarla de mi cabeza. Sin embargo, se imponía. Entraba por los recovecos de mi conciencia. Empecé a acariciarme los pezones y a pasarme un dedo por el agujerito de mi culazo, cerrado como siempre pero aún un poco abultado por el trato que le había dado Dalia hacía tan poco tiempo y que, sin embargo, parecía una eternidad. Mi imaginación se desbordaba con ellos dos, sobre todo con ellos dos. mientras calambres de placer recorrían mi cuerpo, sobre todo procedentes de mis pequeñas tetitas de grandes aréolas. Me descubrí deseando introducir sus vergas en mi boca, chuparlas. Conocer sabores masculinos, nuevos y diferentes. Pensé que la primera vez no les dejaría follarme el culo... pero el simple hecho de entregarme completamente a una verdadera polla de un auténtico macho me hizo descartar mi idea original. ¡Por Dios, cómo desee que me sodomizaran! ¡Allí mismo, apoyada en el coche de reparto! ¡Al infierno con las mujeres que me miraban como si fuera una golfa! ¡Quizá realmente lo fuera... incluso me gustase serlo!

Me costó muchísimo tranquilizar mi deseo insatisfecho y conseguir dormir. A la mañana siguiente, por supuesto, me sentí terriblemente avergonzada de mis pasiones tan ocultas durante el día, pero que salían con fuerza durante la noche. Mientras me depilaba metódicamente, con cuidado de no hacerme ninguna heridita en la sensible piel que rodeaba mi micropene, reflexioné: realmente deseaba que me follasen. Necesitaba, casi fisicamente, dar placer a un hombre. Pero por supuesto, ni en sueños me iba a entregar al primero que pasase. Bueno. En sueños está claro que sí. Pero ya me entendéis...

Tenía que buscar trabajo. La cuenta bancaria que me habían dado era particularmente exigua, y no sabía siquiera si el piso me lo pagaban la Compañía o llegaría una factura a fin de mes. De hecho, en realidad no sabía nada. Además, tenía un problema adicional: ¿qué sabía hacer? ¿Cuál era mi experiencia? ¿Mis estudios? Estaba claro que contable, como había sido en mi vida de varón, ya no podía ser. El cálculo mental estaba como mi reloj interno: patas arriba.

Decidí comprar el periódico. Ni siquiera tenía ordenador en casa donde poder consultar ofertas on-line. Al salir de la ducha me deslicé en las zapatillas de cuña altísima que necesitaba para caminar y salí, envuelta en mi toalla. El tocador me invitaba a sentarme y maquillarme, pero me resistí. Para bajar hasta el quiosco no necesitaba tanto. ¡Podía relajar un poco las costumbres que me habían impuesto!

Me vestí con un tanga, que aprisionaba mi diminuto colgajo, una camiseta de cuello ancho y un short que apenas cubría mis nalgas. Una chaqueta y mis tacones completaban mi atuendo. Mis enormes aros eran el único complemento, Ni siquiera cogí bolso. Empecé a caminar con soltura hacia la puerta. Mis tetas se bamboleaban, a pesar de su escasísimo tamaño. Los pezones se marcaban en la camiseta.

Sí. Lo habéis adivinado: fui incapaz de salir así de casa. Volví resignada al dormitorio. Y sí: me maquillé y me vestí como es debido. Al terminar, con la segundo color de mi sombra de ojos en dos tonos ocres, me sentía al mismo tiempo bella y frustrada. ¡Era incapaz de cambiar! Al menos, pensaba volver a comer en MacDonalds, aunque se hundiera el mundo.

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