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Las cinco amigas. Libro Segundo (5)

en Transexuales

5.
Mi amistad con las tres alegres dependientas no duró mucho tiempo, muy a mi pesar. Y, además, fue por mi culpa. Por no poder controlar mis ansias y mi deseo sexual.

Ocurrió uno de los sábados en que las cuatro salíamos, reíamos y, a veces, flirteábamos un poco con los hombres que nos cruzábamos. Llegamos incluso a hacer apuestas sobre quién era más rápida en conseguir que un chico le invitase a una copa, para desesperación de Sara, que le parecía un juego vulgar y alienante.

Sin lugar a dudas, Aurora era la maestra en esa técnica. Alternaba entre camisetas ultra ajustadas sin sujetador, en que marcaba sus dos rotundos pezones en el tejido, o escotazos imposibles que realzaba con sujetadores "push-up". Los hombres se volvían literalmente locos ante esa exhibición mamaria, para mi desesperación. Aquellos días llegué a envidiarla mucho. ¡Yo también quería tetas!

Yo, por mi parte, usaba faldas lo más diminutas posible y movía el culo lo más sensualmente posible. Es decir, más o menos mi única forma de caminar, porque así me habían "construido" entre tacones, trasero enorme y educación. Mis poses sensuales, otra cosa a la que estaba obligada, quisiera o no, me daban también muchos puntos para conseguir la invitación antes que mis amigas.

Sabíamos que no era más que una inocua diversión y acabábamos riéndonos con ganas y sin ningún pudor al acabar cada ronda. Yo pensaba que nada podría separarnos nunca.

Sara estaba casada, por lo que su vida sentimental estaba más o menos resuelta. Las otras tres seguíamos solteras y sin compromiso. Juana era la más sensible de todas nosotras, y un tanto enamoradiza. Por ahí vino todo el problema, claro. Por el amor, como siempre.

Conoció a un chico una noche. Era un chaval algo mayor que nosotras, aunque no más de veinticinco años que se llamaba Andrés. Era alto. Tenía la frente ancha y era moreno de pelo y de piel. Tenía una adorable sonrisa llena de dientes blancos que le dibujaba dos hoyuelos gemelos en los carrillos. Era ancho de hombros y enjuto de culo, con lo que su torso dibujaba un atractivo trapecio invertido. Vestía un polo caro y unos chinos. Calzaba náuticos. Vamos, que se veía de lejos que no era precisamente un chavalito pobre.

Él estaba con su pandilla y se acercó a nuestra amiga. Le dijo algo que yo no alcancé a oír, pero que la puso en primer lugar roja como un tomate y después logró que pasaran toda la noche juntos entre charlas y sonrisitas. Sus colegas lo contemplaban desde lejos pero, aunque había alguno al que no me hubiera importado hablar (o que me follara locamente, ya que estamos... y es que cada vez llevaba mi forzada abstinencia peor y peor), no dieron el paso. Y yo tampoco, naturalmente.

Ni siquiera se llegaron a besar aquella noche, aunque Juana estaba muy ilusionada. Lo veía como el padre sus hijos. Yo, en cambio, lo miraba con un deseo arrasador. El siguiente sábado nos vino a esperar a la hora de cerrar. Quizá a las demás les pasó desapercibido, pero yo vi como me devoraba con la vista. Cómo se fijaba en mi culo, sobre todo en mi culo y en mis largas piernas. Y no me importó. Tendría que haberme apartado, escondido, o haberle enviado un mensaje con mis ojos de que yo estaba fuera de su alcance... al menos mientras Juana bebiera los vientos por él. En cambio, le sonreí y me aganché descaradamente varias veces para recoger la ropa que estaba por el suelo. Como me cuesta doblar las rodillas por mis posturas adquiridas, sabía perfectamente que me estaba mirando el culo desnudo, ya que sólo lo tapaba con un diminuto tanga que apenas servía para que mi colgajo quedase apretado y disimulado. Él me guiñó un ojo. A mí se me aceleró el corazón.

Ese día estuvo con nosotras. Sus amigos no aparecieron por ningún sitio. Nos llevó en su Golf GTI descapotable por toda la ciudad. Juana se sentó a su lado. Aurora, en medio de nosotras dos, iba de pie y gritando la mitad del tiempo. Y eso que aún no había bebido nada. Yo era consciente de cómo Andrés había ajustado el retrovisor para poder verme a mí. En ese momento me hubiera gustado poder obsequiarle con un escote que lo volviera loco, como la loca que iba de pie solía hacer, pero no tenía ese atributo. Lo único que le podía ofrecer era mi enorme culo, pero daba la casualidad de que estaba sentada sobre él, por lo que la cosa resultaba complicada.

En ese momento se me ocurrió algo. Aunque no tuviera coño, él no lo sabía. Era verano y ni siquiera llevaba medias. Así que, después de enviarle una mirada pícara, separé un poco las piernas que llevaba juntas como si estuvieran pegadas. Mi educación me impedía separarlas mucho, pero sabía que, con lo corta que era mi minifalda esa noche, vería mi tanga negro de encaje sin problemas.

¿Le ví pasar la lengua por los labios? Creo que sí. Como resultado, me enrojecí. Multiples sensaciones se agolpaban dentro de mí. Me sentía un poco florero, pero no me importaba. Porque me sentía deseada y eso era, por encima de todo, lo que yo quería: ser una mujer deseada. ¿Un poco descarada? Pues sí, pero supongo que a veces una mujer tiene que serlo, sin caer en la vulgaridad más absoluta. También me sentía sexualmente excitada. Muchísimo más que nunca. No es que fantaseara con fulanos con los que me cruzaba durante el día... es que delante tenía un tío de verdad que me miraba, que me deseaba obviamente. Y, por último, también sentía que estaba traicionando la confianza de mis amigas. Pero claro, entre todas las demás emociones que me absorbían, que me controlaban, esa quedaba casi anulada. Creo que en ese momento ni siquiera entendía que flirtear con el ligue de una amiga estaba completamente prohibido por las normas sociales.

Durante la noche, por dos veces, aunque brevemente sentí su mano en mi nalga. La primera vez me sobrecogí. Nadie, salvo las cachetadas de Dalia, en lo que parecía ya otra vida, y en los reconocimientos médicos me había tocado esa parte tan íntima. Sara se dio cuenta de mi respingo.

—Laura, ¿te pasa algo? ¡Parece que te haya dado hipo!

—Precisamente eso ha sido —repliqué— ¡Hip!

Simulé tan desastrosamente el hipo que los cinco reímos con ganas. Andrés aprovechó para apretarme el culo aún más fuerte. Mi corazón se aceleró de nuevo, aunque intenté disimularlo. Un hombre estaba tocando mi culo. Más que tocarlo: lo agarraba. Si me estuviera follando, no sería muy diferente la sensación, aunque sería en las dos nalgas y no sólo en una. Sentía el calor de su mano. Sentía incluso levemente sus uñas a través de la tela. Una parte de mi mente quería apartarse... apartarle discretamente. Pero otra parte, la que me controlaba por mi deseo insatisfecho y desbocado, se empeñaba en dejarle hacer.

La segunda vez que me tocó el culo fue aún más descarado. Como yo estaba ligeramente echada hacia atrás, de manera que mi descomunal pandero sobresalía y mis piernas rectas dejaban su final al aire, me tocó directamente la piel. Casi me dió un infarto, pero intenté que no se me notase.

—Voy al lavabo —dijo un momento después.

Como podéis imaginar, no me costó ni treinta segundos murmurar una excusa para salir detrás. Él lo sabía. De hecho, me estaba esperando. ¡Qué seguro de sí mismo estaba el muy cabronazo! Lo encontré apoyado en el tabique que separaba la puerta de ambos retretes. Sonreía. Yo bajé la vista, tímida como una colegiala que ha sido descubierta en una travesura. Por eso no ví cómo se acercaba.

Me cogió de mi brevísimo talle.

—Tienes la cintura más delgada que he conocido jamás —me susurró al oído.

Su aliento me hizo unas cosquillas en la oreja que lograron que la piel de todo mi cuerpo se erizase. Si no llevase mis obligatorios sujetadores con relleno, para aparentar algo de busto, mis pezones se hubieran dibujado en mi top con total claridad.

—Gracias —susurré. Apenas me salía la voz, con lo que aún se acentuaba más mi tono de niña.

—Llevas toda la tarde poniéndome a cien, ¿lo sabías? —me dijo. Su voz era de repente y a pesar del estruendo de la música del garito potente y sensual. Su actitud general me recordaba la de un depredador.

No pude responderle. Una absurda vergüenza me lo impedía. Llevaba un tiempo soñando con que me pidiera lo que después me dijo:

—Quiero follarte. Y quiero follarte ya.

Lo normal hubiera sido que le hubiese cruzado la cara en ese mismo momento y hubiera puesto tierra de por medio. Miles de kilómetros. Otro planeta, de ser posible. Nadie que actúa así con una chica puede ser bueno... Y menos cuando estaba ligando con una de mis amigas. Pero yo era una niña. A pesar de mi apariencia, a pesar de mis descomunales deseos sexuales, yo no tenía experiencia en la vida. Ninguna, porque la mayoría de la que tenía como hombre la habían borrado de mi mente como si nunca hubiera estado ahí. Y como mujer... apenas tenía unos pocos meses de vida. Así que me encontraba desarmada ante un macho atractivo, que olía a perfume masculino y a after shave, que vestía bien y, sobre todo, ¡al que yo le gustaba! A pesar de ser plana... a pesar de mi culo descomunal (o precisamente por eso), quería follarme. ¡Oh, Dios, cómo estaba esperando que me dijera eso!

Me dejé guiar de su mano hasta la zona de reservados. Conocía al dueño y no tuvo problemas para que acabáramos los dos en una especie de sofá semicircular que tenía una cortina negra que lo separaba del resto del bar. Y entonces me entró el pánico. ¡Joder, que yo no era realmente una mujer! O, al menos, no era una mujer como las demás. Si me desnudaba, la cosa iba a acabar muy mal... Y seguro que mis amigas se enteraban... y mi recién comenzada vida se iba entera a la mierda. ¡Como si pudiera salvarse ya algo de ella a esas alturas!

Me empecé a dejar acariciar. Me besó el cuello y eso multiplicó por mil mi excitación. Empecé a jadear mientras él seguía pasando su lengua por mi nuca, por el otro costado de mi cuello... Y buscaba mis pequeñas tetas. Era un momento que yo temía. Que mis bultitos lo decepcionasen y me dejase de magrear. Pero no pasó nada de eso. Empezó a pellizcar mis pezones y yo tuve que morderme el labio inferior para no gritar de placer ahí mismo.

Conseguí quitarme el sujetador con el top puesto —tampoco era cuestión de desnudarme en un sitio en que cualquiera podría descorrer las cortinas en cualquier momento— y eché mi torso hacia delante y mis brazos hacia atrás. ¡Por Dios, sus caricias me volvían loca! Era todo mil veces... qué digo mil... un millón de veces mejor que cuando me acariciaba yo, desesperada en la soledad de mi casa.

En un momento determinado, mis ojos se fijaron en su entrepierna. En ella se adivinaba una erección más que notable (nada que ver con la que yo conocía, la de mi amiga Dalia) y no pude evitarlo. Mis manos fueron directas, con vida propia a acariciar aquella maravilla. Justo entonces él quiso hacer lo propio conmigo, pero yo me negué. Empecé a escabullirme mientras él luchaba por llegar a mi sexo.

La cosa se ponía mal. Y más aún en su estado de excitación. No podía permitirlo. Así que hice lo único que me pareció lógico: me arrodillé delante de él y bajé la cremallera de su pantalón. No dijo nada. Sólo acarició mi cabeza y separó un poco más los muslos. De este modo, por primera vez, tuve en mis manos el palpitante órgano de un varón. Era un tubo grande y oscuro, rematado por un glande rosado y palpitante. Mediría cerca de los veinte centímetros. Una polla de tamaño más que respetable.

Sí. Lo habéis adivinado. No tardé nada en metérmela en la boca. Él empezó a suspirar y yo a sentir. Cerré los ojos para disfrutar mejor del momento. Paladeé con mi lengua la piel tan tersa y tan cálida de su capullo. era diferente a la sensación rugosa y un poco flácida de la piel del tronco de su polla que, por lo demás, estaba tan dura que la notaba palpitar. Disfrutaba del olor a macho en celo que desprendía todo su sexo.

Lamentablemente, él tenía otras ideas muy distintas de mi calma. Agarró mi cabeza y empezó a empujarme. Sólo intenté resistirme un segundo. Luego me entregué. De todas formas, eso es lo que quería, ¿no? ¡Comer una polla! ¡Una polla de un hombre de verdad! Y yo no podía tener más placer que su satisfacción, eso lo había asumido.

Pero no era delicado. No era amable. Yo esperaba que fuera de otra manera... pero él sólo estaba interesado en usarme como una vagina en lata. Yo me afanaba. Cerraba mis labios alrededor de ese pene que entraba y salía de mi boca sin parar para que tuviese la mayor de las sensaciones. Usaba la lengua para dar golpecitos en su glande cuando me lo permitía. Sentía sus manos en mi cabeza, una a cada lado de mis rizos, justo encima de mis orejas, empujándome cada vez más profundamente. Los aros que colgaban de ellas se agitaban sin control, trabándose con mi pelo y con sus dedos. ¡Cómo los odiaba incluso entonces!

Me habían dicho que para mí sería fácil que una polla entrase y saliese de mi garganta... Pues bien... ¡¡y una mierda!! Cada vez que llegaba al final de mi boca, notaba una arcada. Empezaban a caerme involuntarios lagrimones por el esfuerzo y la sensación hasta que, al final, logró deslizar su miembro más allá de mi campanilla. Mi garganta estaba abierta para él. Entonces mi problema era respirar. Tenía que acompasar sus salidas con mis inspiraciones y espiraciones o me iba a morir ahogada.

Él gemía incontrolablemente. Toda mi cabeza, y hasta mi cuello, estaban a su servicio. Estaba entregada a su placer por completo. Sólo existía para complacerle. En cuanto me di cuenta de eso, a pesar del dolor de mis mandíbulas, a pesar del picor en mi garganta, a pesar de las arcadas que a veces me causaba cuando volvía a tocar mi campanilla, empecé a disfrutar. Empecé a sentirme sexualmente agradada, ya que no satisfecha. Incluso sabiendo que mi maquillaje estaba arruinado por las lágrimas y las babas que a veces salían de mi boca. Mi corazón bombeba tan rápido que hubiera podido salir por la boca, de no tenerla ocupada con ese pollón que me la follaba para su sólo disfrute.

Y cuando yo empezaba también a gemir, a disfrutarlo como nunca lo había disfrutado, cambió su ritmo. Más bien se detuvo. Cuando su polla estaba en lo más hondo de mi garganta. Cuando mi nariz estaba estampada en los pelos de su pubis, y sus huevos me tocaban la barbilla.

Gritó. Su polla empezó a palpitar, con vida propia. Y yo noté como, chorro tras chorro, su semen iba cayendo directamente en mi estómago, sin tener siquiera la oportunidad de elegir tragarlo o escupirlo. Casi involuntariamente, empecé a contraer y dilatar mi garganta, como si deglutiera. La dureza de una polla entre medio lo hacía difícil y casi doloroso, pero yo existía para dar placer. Darle placer a un hombre. A este Andrés que me estaba usando. Al pijito de los polos caros. Mi gesto le excitó todavía más, y nuevos chorros completaron los que ya me estaban alimentando.

—Déjamela bien limpia —me dijo al terminar, sacándomela por fin, cuando casi me ahogaba por la falta de aire. Yo obedecí, lamiendo los restos de mi saliva y su semen, hasta que parecia recién salida de la ducha.

—¿Te ha gustado? —le pregunté con una sonrisa, aún desde el suelo, con las rodillas doloridas, mi pelo hecho una maraña, el sujetador en el sofá y mi garganta destrozada por el esfuerzo.

—Sí, sí, putita —me dijo, ya de pie y a punto de irse—. Lo haces muy bien.

¿"Putita"? ¿Qué?

—Pero... ¿te vas ya? —pregunté, sorprendidísima. ¿Dónde estaba el chico simpático, el seductor, el hablador, el elegante...?

—¡Pues claro que me voy! —se volvió justo antes de salir— ¡Ah! ¡Y no creas que esto se va a volver a repetir. De hecho no quiero volver a verte. Puta.

Y rompí a llorar. En realidad, se había corrido en menos de cinco minutos, justo cuando empezaba a disfrutar de verdad. Me había utilizado, me despreciaba y me abandonaba... ¿Cómo no iba a sentirme mal?

...Y por peor aún estaba por llegar. Pero aún no lo sabía.

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