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Una diosa llamada Venus. Capítulo 4

en Dominación

4.- PROMETIDOS.

            Me sentía más nervioso que jamás en toda mi vida. ¡Me iba a casar con Venus! Con la mujer más hermosa, más completa, más inteligente y que más me llenaba como persona. Mi media naranja perfecta. Con la millonaria, con la dulce, con la estricta. Con la dueña de las tetas más grandes que había conocido (fuera de las páginas especializadas de Internet, al menos). Con la que invadía mi boca con sus besos cada vez que lo deseaba. Y lo mejor es que ella se encargaba de todo.

            Ni que decir tiene que mis padres estuvieron encantados. Es más: entusiasmados.

            Desde entonces, de alguna manera, ella empezó a ser algo más cercana, más cariñosa… incluso más física. Le gustaba cogerme de la mano, algo que antes no había hecho, me acariciaba más y dejaba que yo la tocase también más, aunque nunca en un lugar íntimo, como era costumbre.

            —¿Quieres subir a mi casa? —me invitó un día de junio.

            No tenía que decirlo dos veces. En todo el tiempo que llevábamos, no me había llevado jamás. Ni siquiera en qué lugar de la ciudad estaba.

            Acabábamos de salir del cine. Ella vestía un top que ceñía sus tetas, que amenazaban con desbordarse, y una falda corta. Todo negro. Sus hombros, al aire, blancos como siempre, tenían una sensualidad marcada por el contraste de colores. Estaba seguro de que no llevaba sujetador. Sus pezones se marcaban con fuerza en la tela.

            —¡Por supuesto que sí! —exclamé, tratando de que me emoción no me delatara. Inútil, claro.

            Vivía en un ático de alquiler del centro, con todos los lujos que podía esperar. Decoración minimalista, con los colores blanco y rojo predominando. Arriesgado pero le caía como anillo al dedo. Me quedé en la puerta sin saber muy bien si podía entrar o no.

            —Pasa, pasa —rió—. Me gusta que pidas permiso, pero en este caso no es necesario. La verdad es que eres muy educadito. Como me gustan a mí.

            Cerré la puerta y me sentí como si estuviera en un templo, tal es la reverencia que producía en mí la que iba a ser mi mujer.

            —Mira, acércate —me pidió. Tenía unos papeles sobre una mesita, al lado de un sofá colorado, en el que estaba sentada—. Siéntate a mi lado. La boda será el dos de julio, en los Juzgados. Yo llevaré dos testigos. Tú lleva a tus padres. Será suficiente. Después de eso, nos iremos. ¿Estás contento?

            El corazón me latía a mil pulsaciones por minuto. ¡Faltaba poquísimo para que mis sueños se hicieran realidad!

            —Soy… Me haces… ¡El hombre más feliz del mundo, Venus! Soy…

            Me puso un dedo en los labios, con lo que me callé instantáneamente. Después me besó. Yo me dejé hacer, naturalmente. Sus pechos, enormes, quedaban tan cerca de mi cara, dado que ella siempre me inclinaba hacia su regazo, que casi reposaban en mi mejilla. Desnudos, dado que el top no llegaba a cubrir su voluptuoso nacimiento.

            —Sé que estás deseando verlas —me susurró, sensualmente, al oído—. Sé cómo me deseas. Si me haces caso exactamente a lo que yo te diga, esta noche te haré muy feliz. No… no hables. Solo asiente si lo deseas.

            Si hubiera sacudido la cabeza más fuerte, se me hubiera arrancado del cuello. ¿Me iba a enseñar las tetas? ¿Por primera vez? Aún quedaban dos semanas para ser marido y mujer… después de tanta espera ¿me iba a dar ese increíble placer? ¿Sería eso o sería más?

            Después de una carcajada, se echó hacia atrás y, de un solo movimiento, arrancó su top y lo arrojó lejos. Como había adivinado, no llevaba sostén. Eran tan naturales como siempre me habían parecido. Ningún bisturí los había mancillado, o el cirujano era el mejor del mundo.

            Eran albos, como el resto de Venus. Tanto que una luz directa causaría reflejo. Tan voluminosos como cuando vestía. Con mi dos manos no abarcaría uno de ellos. Se mantenían orgullosamente erguidos, con su forma de pera hiperdesarrollada. Apuntando directamente hacia delante, dos pezones rojo oscuro, casi pardo, rodeados por una aréola tan solo ligeramente más clara, del tamaño de un cederrón y ligeramente abultada. Aunque era objetivamente grande, no desentonaba en su busto. Una barra horizontal cromada cruzaba cada una de las tetillas. Dos piercings sin los que, en realidad, no se entenderían sus atributos, de lo bien integrados que estaban. Jamás le he visto retirarlos. Para nada. Ni en los detectores de metales, que nunca disparan. Pero me estoy adelantando. Eso lo contaré en su debido momento…

            —¿Te gustan?

            Yo tenía la boca abierta. Sabía que no tenía permiso para hablar, por lo que de nuevo me expresé con una oscilación del mentón.

            —Lámelos. Despacio… despacio. Deja que te guíe.

            No sabía ni por dónde empezar, del deseo que me embargaba. Mi polla estaba tan dura que iba a taladrar el pantalón.

            —Así… con delicadeza. Primero bésalos. Empieza desde arriba y ve rodeándolos. ¡No…! —Se enfadó un segundo cuando intenté ir a la zona coloreada— no te has ganado aún el derecho de llegar ahí. Sigue besándolos. Te gusta ¿verdad? No… no separes tu cabeza. Solo escucha y obedece. ¿Notas lo pesados que son? No cualquier mujer podría lucir esto con orgullo y ninguna podría tenerlo tan erguido como yo. Lo sabes ¿a que sí? Pronto tendrás mucho, mucho más de ellos. Así… sigue besándolos. Ahora el otro. Empieza de nuevo. Por arriba.

            Yo estaba totalmente extasiado. Y, la verdad, sabían bien. No sé cómo expresarlo… quizá como a manzana

            —Ahora pasa a la parte inferior. ¿Notas qué fina es la piel en la base de mis pechos? Pues es mucho más sensible. Con cuidado… así… así. Estás excitadísimo. Vas a romper el pantalón. Si sigues obedeciéndome, tendrás más recompensas.

            Pasó su mano por encima de mi miembro, tocándolo a través de la ropa. Fue como si un relámpago me atravesara desde el cabello hasta los dedos del pie. Un escalofrío de placer que solo duró un instante, promesa de otro mucho mayor.

            —¡No dejes de besar mis pechos! Ahora… ahora, con mucho cuidado, roza mis pezones. Primero uno, luego el otro… Ohhh… sí… ¡No puedes imaginarte qué placer! ¡Despacio! No te emociones…Debes seguir igual de delicado. Si te dejas vencer por tu masculinidad y haces algo brusco, solo algo, se acabó lo que estamos haciendo. ¿De acuerdo?

            Sus expertas manos, mientras tanto, habían bajado mi cremallera. Por primera vez y por sorpresa (yo tenía que usar toda mi concentración para lamerla con la delicadeza que me exigía) su mano, fría, dura, enérgica y pasional, agarró mi verga desnuda. Creía que me corría en ese mismo momento pero, naturalmente, no fue así. Con mi ritmo de pajas era imposible.

            —Eso que sientes es solo la mitad de lo que a mí me estás dando… Te gusta, ¿verdad? Te gusta que deslice mi mano arriba y abajo por tu polla. Está tan dura que romperías la pared si te lanzase contra ella… Pero no temas, pajarito, que quiero que sigas aquí. No olvides mis pezones. Así… sórbelos. Sórbelos con entusiasmo. Suave… ¡Suave! ¡Otra vez así y acabamos! Chupa rápidamente, pero con poca fuerza. Así… ¡Oh, sí! ¡Oh, dioses!

            Su respiración se iba agitando y su voz, sensual y grave, ganó media octava cuando el placer la iba venciendo, sin que dejase de masturbarme. Era una mano, como la mía… ¡pero qué diferencia! Por algún motivo, el placer que me daba era cien… qué digo… mil veces superior al que yo mismo me proporcionaba.

            Venus dejó de hablar y solo pudo gemir. Eran ruiditos breves, agudos, llenos de placer. Su corazón latía acompasado pero con fuerza. Yo pensaba que iba a disparar toda mi leche solo de verla disfrutar, pero ella volvió a hablar:

            —Para… ¡Para! Lo has hecho muy bien, criatura —el ritmo de la paja descendió, sin detenerse en ningún momento. Usó su brazo libre para apoyar mi testa sobre sus pechos, babeados y fresquitos—. Así… descansa, pequeño… descansa.

            Por primera vez me di cuenta de que tenía la lengua prácticamente dormida y los labios entumecidos, por el largo rato empleado sobre sus titánicas ubres.

            —Tendrás mucho, mucho más cuando nos casemos —me susurraba en el oído. El aire de sus pulmones me ponía la carne de gallina—. Ahora disfruta. ¿Notas como viene tu orgasmo? ¿Lo sientes crecer en ti? Me encanta que lo notes. Así… abrázame… Córrete… es tu momento… Córrete para mí.

            Como si mis huevos obedecieran por su cuenta a mi prometida, sentí que todo empezaba… un gigantesco orgasmo que era ya imparable. La leche ya había empezado su recorrido por los conductos deferentes.

            Entonces, junto entonces, ella me soltó. Gemí de desesperación. Hice un amago de moverme, pero sujetó mis brazos con una fuerza inesperada en cualquier otra mujer.

            —Sssh, shhh… así… así debe ser —me susurraba, mientras mi leche se derramaba por mi pantalón y por el suelo sin que yo sintiera ningún placer real—. Esto ha sido solo un adelanto. No quieras tenerlo todo… Hoy debes aceptar la frustración y entender que el placer lo es todo, no solo un orgasmo final. ¿Acaso no has disfrutado de mis caricias mientras te conducía a él?

            Yo tenía ganas de llorar, pero entendía su lógica. Así, cuando nos casásemos, sería una primera vez de verdad. Del todo.

            A continuación, volvió a acariciar mi rabo. A pesar de la falta de orgasmo, me había quedado tan sensible como si lo hubiera tenido. Su caricia fue molesta. Una mezcla entre cosquillas y dolor. Me agité, involuntariamente.

            —Ya puedes hablar, cariño.

            —Para… ¡para! No lo soporto. Me haces daño…

            Rió. Carcajeó. Y no paró. Yo estaba temblando como un epiléptico.

            —¿No ves que tú no das órdenes? No vuelvas a hacer eso. ¡Nunca! Ahora —exigió tras, por fin, liberarme—, vístete y vete. Es tarde.

            Tenía unos chorretones en mi pantalón que no iban a engañar a nadie. Era humillante. Pareció leerme la mente, una vez más.

            —No. No te limpies. No te vas a limpiar hasta llegar a tu casa. ¡Vamos!

            Salté como un resorte y, un momento más tarde, ya estaba de nuevo en la puerta. Ella me acompañó. De nuevo parecía dulce y sonriente.

            —No te enfades, Carlos. Ha de ser así. Estás de acuerdo en que yo sea quien decida estas cosas… solo acéptalas. Y, si no… aún estamos a tiempo de detener la boda y acabar con todo. Si eso es lo que quieres, dímelo ahora mismo.

            —Jamás, Venus. Te amo y aceptaré tus condiciones. Ahora y siempre.

            Por respuesta, volvió a besarme, sujetando con fuerza el pelo de la parte de atrás de mi cabeza y metiendo su lengua casi hasta mi garganta. Yo abrí más mis labios para que no encontrase obstáculo alguno.

            —Por cierto, cariño —me dijo antes de cerrar la puerta—, sé que te lo preguntas: yo he tenido un orgasmo. Uno pequeño. No es muy habitual que los alcance solo con los pezones, pero eres un bichito muy especial. Estoy muy contenta de que vayamos a casarnos. ¡Buen viaje a casa!

            Así me encontré en la calle. Sentí que cada persona con la que me cruzaba miraba la corrida que se me secaba en los tejanos, pero la verdad es que lo más probable es que casi ninguno se fijase. Aún así llegué a casa con la cara roja como un tomate.

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