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Una diosa llamada Venus. Capítulo 9 (de verdad)

en Dominación

            9.- El SERVICIO

            —¡Es hora de despertarse, pajarito! —me dijo, cuando aún tenía la sensación de haber dormido menos de media hora—. Empieza tu segundo día de casado. ¿No estás feliz?

            Abrí los ojos, legañosos por las lágrimas, poco a poco y la miré. Me sonreía con su cara angelical, por una vez sin maquillaje. Parecía una niña buena que hubiera hecho una travesura hacía poco. Su melena negra caía por los laterales de su cara, cubriéndole los ojos, que se apartaba con un gesto descuidado. Por un momento, me volví a sentir contento. Entonces noté cómo la gigantesca polla de glande plano se apretaba contra mi costado, cerca de mis nalgas y todo volvió a su triste lugar.

            —¡Vaya! ¿Qué te pasa, criaturilla? —Sabía leer mis gestos como si fuera mi propia mente—. ¡No te lo guardes! Ahora somos uno.

            Había pensado no decirle nada. ¿Para qué volver a protestar una vez más por lo mismo? Ella ya lo sabía perfectamente… pero no podía negarle nada de lo que me pidiera.

            —No me siento bien… Es todo…demasiado raro. No es que no me gustes, Venus. De hecho, te sigo queriendo muchísimo… pero… Bueno, no quiero ofenderte —suspiré antes de decirlo— no eres como esperaba. Físicamente. Bueno, ya sabes…

            Su resto estaba serio. Con un punto de reproche.

            —¿Quieres decir que me rechazas solo porque hay algo entre mis piernas que no es lo que esperabas? En todo lo demás soy tan mujer como cualquier otra. Más aún. No creo que haya muchas en todo el mundo con mi feminidad. Piénsalo bien, pajarito… ¿No tengo razón?

            Había algo dentro de mí que me decía que su lógica estaba equivocada pero, en ese momento, mirándola a sus ojos profundamente negros, no podía entender qué era.

            —Sí, claro, la tienes…

            —¿Y no has prometido encargarte siempre de mis necesidades?

            Asentí con la cabeza. Ella, entonces, fijó en mí su mirada y volvió a mostrar su preciosa sonrisa. A continuación, besó mis ojos, mi frente, mis mejillas… y por último, mis labios. A pesar de estar todavía somnoliento, cuando llego ese momento, los entreabrí y dejé que hurgara con su lengua, como siempre, tan dentro de mí como le gustara. Una de las normas era que nada mío entraba en ella y me limité a cumplirla.

            Al mismo tiempo acariciaba mi cabello revuelto y mi cuello. Me gustaba esa sensación. Uno de sus enormes pechos estaba apoyado sobre mi brazo y su polla, que ya estaba dura como una piedra, llegaba casi hasta mi ombligo. Era obvio que todo aquello le excitaba. Y a mí. Mi propio miembro estaba cada vez más rígido. A pesar de todo, yo creo que intencionadamente, hacía que su glande tocase el mío, levemente, como si fuera algo involuntario.

            No tardó en retirar las sábanas. Ambos quedamos desnudos sobre una cama que olía a sexo. No hacía frío. Aún seguíamos volando hacia donde fuera que el avión se dirigiese. Miré su cuerpo. También sus genitales. Me seguían resultando extraños, inadecuados… pero al menos no sentía esa repugnancia del día anterior. Quizá porque sus besos y mimos habían hecho que me olvidase de para qué quería en realidad mi boca. No tardó en recordármelo.

            —¡Buf! ¡Qué llena tengo la vejiga! —dijo, casi de improviso, separando su beso, pero sin dejar de acariciar mi cabello—. ¿Qué prefieres antes, beber o comer?

            —Venus, no te entiendo —de nuevo me sentía como un niño en una reunión de mayores.

            —Es otra de tus obligaciones. Cuando esté demasiado cansada… o simplemente perezosa para ir al baño, tú harás esa función por mí —hizo un gesto con la cabeza, como quien dice que no le gustan las películas de acción y prefiere las de amor—. No es la más agradable de las tareas, lo admito, pero como me hará sentirme mejor, sé que te gustará a ti también.

            Y me dio un golpecito cariñoso en la nariz. Yo era el alumno de 6 años que ha hecho bien una suma en la pizarra.

            —¿Al baño? No te entiendo, cariño —no podía pasar por mi cabeza lo que me estaba pidiendo en realidad.

            Emitió un suspiro de fastidio. Como si fuera lo más obvio del mundo.

            —A veces pareces un poco cortito, hijo. Anda, arrodíllate en el suelo.

            La obedecí. Un instante más tarde ella se puso de pie, dejándome en medio de sus piernas.

            —Abre la boca y cierra los ojos.

            Me apresuré a cumplir sus deseos. Su pollaza estaba lejos de mí, no podía pedirme que la chupara. No mientras yo estuviera de rodillas y ella erguida. Casi de inmediato, un chorro me llenó. Fue breve. Acre. Amargo. Amarillo, si hubiera podido verlo, y de olor penetrante. ¡Se estaba meando en mi boca! Lo escupí rápidamente. No tuve tiempo de más. Me abofeteó. No fue fuerte, aunque dolió. Me sujetó con dedos del mentón y se agachó para dejar sus ojos a breves centímetros de los míos.

            —Nunca y repito, nunca, rechaces algo que yo te doy. Cada fluido mío es sagrado para ti, ¿lo entiendes? ¿¡Lo entiendes!?

            No gritaba. No era brusca… Pero su tono era tan helador que un miedo atroz entró por mi pescuezo y recorrió todo mi cuerpo, poniendo todo el vello de punta.

            —Ahora vuelve a asumir la posición… ¡y pobre de ti si derramas una sola gota!

            No quería hacerlo, pero estaba aterrado. Volví a cerrar los ojos y entreabrir mis labios, esperando que no llegase lo que iba a llegar.

            —¡Abre bien, cojones! —exclamó.

            Como siempre, obedecí instantáneamente y el amargo néctar volvió a mi garganta.

            —Buf, que alivio… ¡Traga! ¡Traga!

            Mi esposa meaba lentamente, a chorros intermitentes, para darme tiempo a ir deglutiendo todo, a pesar de mis ascos, a pesar de que las lágrimas bajaban por mi garganta, como si realmente hubiera dejado de ser un adulto, incluso de ser algo más que un orinal que camina. Solo mi verga, que pensaba por sí misma, continuaba dura, asomando bajo mi pubis.

            —No será tan malo cuando tu rabo dice lo contrario, ¿verdad? ¡Al final, resultará que eras más pervertido de lo que pensaba! ¡Seguro que es así! ¿A que acierto?

            Yo no podía decir nada. Nada en absoluto. Bastante tenía con no vomitar. Además, sus líquidos iban llenándome de una manera que yo mismo pensé que iba a estallar. Y parecía no terminar nunca. ¡Cuantísima orina cabía en esa mujer!

            Tras lo que pareció una eternidad, en la que ella había seguido diciendo obscenidades, finalmente acabó, dejándome el asqueroso y amargo regusto de sus desechos bien pegados a cada papila gustativa. Cuando abrí los ojos, ella seguía sonriendo por encima de su rabo, que seguía grande y duro. Gigantesco, coronado por su peculiar champiñoncito plano.

            —Ya has bebido, ahora vamos a darte el desayuno…

            No tardó en sujetar mi cabeza, sentarse sobre la cama y empezar a follármela tan bruscamente como solía. No me dejó ni decirle que estaba a punto de reventar y mancharlo todo de mi pis mezclado con el suyo. Afortunadamente, no tardó mucho. Eso sí, un par de veces, su pollaza llegó a tocar mi campanilla. Ya había llenado mi boca entera y apenas entraba algo más de un tercio. ¡Era imposible que todo eso cupiese en mí! Por no hablar de cuando pretendiese follarme el culo. ¡Cómo temía ese momento! Mi cuerpo no estaba hecho para recibir, sino para dar. ¿Por qué no lo entendía?

            Eyaculó, añadiendo su cuarto de libro habitual a todo lo que yo ya tenía dentro. Me sentía usado, asqueado y lleno. Me quedé desconsolado, en el suelo, llorando, sin fuerza para levantarme. Mientras, ella seguía tumbada sobre la cama, en su relajación post-orgásmica.

            —¡El primero del día es siempre el mejor! —Reía, como si yo la pudiera escuchar con atención—. También es el más breve. Pero no te preocupes, pajarito, que me la chuparás hoy muchas más veces… ¿Qué te pasa? —Por fin reaccionó, dándose cuenta de que seguía en el suelo, hecho un mar de lágrimas.

            Se agachó a mi lado y me levantó, sin aparente esfuerzo. Me colocó sobre la cama, apoyado en su regazo, con una de sus tetazas como almohada una vez más.

            —Tranquilo… —me susurraba, llena de amor— tranquilo… Ya está, pequeño, ya está. Ya lo has hecho. La primera vez es siempre la peor.

            Al mismo tiempo, acariciaba mi nabo, esquivando siempre el glande, para no darme demasiado placer, pero volviéndome loco con cada movimiento.

            —Estoy muy orgullosa de ti, mi pequeño. Lo vas a hacer estupendamente. Solo tienes que ir entendiendo tu sitio en la vida… pero nunca dudes que te amo. Te amo mucho y seré tu esposa para siempre. ¿Vale? Es solo que… bueno, tengo otras necesidades diferentes, pero no eso no hace que mi amor por ti sea más pequeño. De verdad. Te lo prometo.

            Su tono conseguía tranquilizarme, aunque no sus palabras. Pero yo era como un bebé en sus manos y así me dejaba hacer.

            —Venus —le dije, cuando conseguí articular palabras inteligibles—, me meo. Mucho.

            —Ve muchacho, ve. Está en la parte delantera del avión…

            De nuevo tuve que soportar la humillación de cruzar desnudo el aparato. Esta vez, además, tenía las obvias señales de haber llorado… y de haber sido usado. Totalmente usado.

            Mientras lo evacuaba, no pensé que pudiera caber tanto líquido en mí. Intenté calmar un poco mis lágrimas antes de salir del cuarto, pero al final volví hipando como un niño.

            Sin embargo, de alguna manera, muy dentro de mí, me sentía orgulloso de haber sido capaz de cumplir sus deseos y de haber llevado dentro de mí sus líquidos. ¿Crecería esa sensación? De todas formas ¿Por qué no bajaba mi erección? Los fluidos preseminales no dejaban de gotear, para disgusto de mi esposa. ¿Y por qué el sabor de su orina y su semen no abandonaba mi garganta?

            La encontré desayunando huevos duros, jamón en lonchas y zumos variados, que en mi ausencia alguien había dejado en la mesa del dormitorio del avión. Yo miraba con deseo probar algo diferente, pero lo cierto es que no tenía apetito.

            —¡Hola, pajarito! Está todo riquísimo. Es una pena que tú no lo vayas a probar, tan lleno como estás.

            Suspiré y me senté a sus pies.

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