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Las cinco amigas (15)

en Transexuales

*************Decimoquinta parte*************

Cuando bajamos las escaleras, yo era una chica nueva. Estaba cansada y sudada y seguro que mi maquillaje necesitaba un retoque bastante importante, pero me sentía contenta. Ni siquiera la incomodidad de mis tendones de aquiles y su forzado ángulo, ni la perpetua desnudez que sentía con las piernas al aire y el sexo sólo cubierto por mi blusa oscurecían mi ánimo.

—Ya era hora de que las señoritas se dignaran a aparecer —graznó Mercedes, que estaba en el pasillo, delante de mi puerta.

A su lado había un hombre musculoso, de cabello corto y castaño, cortado a cepillo. Me sacaba una buena cabeza y pico, lo que le convertía en un gigante a mis ojos, pero no estaba muy lejos de lo que había sido mi talla masculina. Tenía cara aniñada, cejas gruesas y rectas y llevaba puesta una sonrisa que le producía hoyuelos en las mejillas. Vestía una camiseta ajustada que marcaba sus poderosos pectorales, y pantalones de chandal, zapatillas deportivas incluidas. Nos esperaba con los brazos en jarras.

—Perdón —dijo Dalia, mirando alternativamente a ambas personas.

Yo, por mi parte, estaba roja de vergüenza y mantenía la mirada baja. Ni un ruidito salió de mi garganta.

—Usted, Dalia, váyase con Alberto a cumplir su horario. Yo me quedo con Laura a ver si podemos recuperar algo el tiempo perdido.

—Podéis hacer lo que queráis en vuestro tiempo libre —terció el hombre, que tenía una voz grave y agradable—, pero tenéis que cumplir los horarios.

—...O habrá consecuencias —amenazó Mercerdes.

—Bueno, bueno... —acabó Alberto, haciendo un gesto con la mano, como quitando hierro al asunto.

Un momento después, mi amiga y él desaparecieron por el pasillo, dejándome a solas con la señorita Rottenmeyer.

—Tiene usted cinco minutos para arreglarse ese desastre de maquillaje... —observó mi manera de moverme antes de volver a hablar—. Me alegra ver que, al menos, algo ha interiorizado de su primera clase. Estupendo.

No me atreví a sonreír ante ese disimulado elogio. Hice bien.

—Por cierto, señorita...

Me quedé quieta casi cuando ya había asido el pomo de la puerta del baño de mi habitación.

—Quítese las sandalias.

—¿Qué? —pregunté, horrorizada.

—Así sabré con seguridad que va a ser más... diligente ahí dentro.

De esta manera, incómoda, sobre los dedos de mis pies y poniendo mi infantil gesto de frustración (morritos y ceño fruncido) entré al servicio.

La tarde fue dura. Los minutos se me hacían horas. Las horas días. En primer lugar, no me permitió calzarme en las dos primeros tercios de la clase. Al principio fueron los gemelos. Luego los tobillos y los dedos de los pies. Al final, todas las piernas y hasta la espalda. Llegó un momento en que prácticamente lloraba de dolor. Y eso a pesar de que gran parte de esas horas me enseñó las posturas que debía adoptar en la cama.

—Un señorita debe ser elegante y sexy hasta cuando duerme —decía.

Casi todas las poses implicaban que estuviera boca abajo o de lado. En el primero de los casos tenía que estar con las piernas dobladas hacia arriba y muy juntas, entrecruzando los tobillos como opcional. En el segundo, mi torso quedaba necesariamente retorcido hacia un lado y la pierna superior caía por delante de la otra, creando un dramático efecto de multiplicación del tamaño de mi culo. Poco a poco fui siendo consciente de que, ni siquiera tumbada, ni en la cama, iba a estar cómoda. Que mi vida iba a ser una tortura.

En realidad, no es exactamente así, pero me costó varios meses adaptarme a todo mi nuevo y limitado juego de movimientos. En realidad, de no ser por el ejercicio físico y los cuidados que mi marido me paga, creo que hace tiempo que habría tenido algún serio problema de espalda.

En la última hora permitió que mis pobres pies volvieran a descansar sobre sus tacones, pero eso no disminuyó ni un ápice la intesidad de los ejercicios, que centró en caminar desde los habituales pasitos cortos hasta los más rápidos que mi cuerpo permitía, que no lo eran mucho.

—Muchas veces —explicó— estarás cansada y dolorida. Pero eso no significa que puedas relajar tus maneras. Jamás.

¡Qué razón tenía! Pero eso lo sé ahora. En ese momento sólo deseaba... bueno, iba a decir que estrangularla, pero lo que en realidad quería era quedarme sola para llorar por todos los malestares que me estaba causando esa cruel mujer, posiblemente como venganza por mi retraso. Estaba segura de que en cualquier momento me iba a dar un calambre que me iba a dejar tiesecita. Sin embargo, no fue así, a pesar de todo.

—Por cierto, Laura, no apriete los dientes si le duele algo. Relaje la mandíbula y sonría. Cuanto más incómoda esté, cuanto más dolorida, más debe mostrarse dulce y amable.

Así lo hice. Sin embargo, cualquiera que leyese mi mirada sabría que, en realidad, distaba de estar contenta.

Esta segunda lección había sido completamente en mi habitación. Apenas se despidió con un temible "hasta mañana a la misma hora, espero que sea puntual", me descalcé y subí a la cama. Tenía la idea de tumbarme como mi viejo ser: boca arriba con las piernas separadas, las rodillas dobladas de manera que sólo el culo y los pies tocasen la sábana. Sin embargo, fui incapaz. Algo en mi interior mi obligaba a interiorizar las lecciones y a ponerlas en práctica. Lo deseaba con la misma intensidad con que lo rechazaba.

Al final, acabé de lado, con el torso hacia arriba y los dos empeines doblados hacia atrás, pegados al culo. De las posturas estudiadas, era la que menos molestaba a mis doloridos músculos. La espalda no descansaría hasta la noche. Puse la tele para distraerme con los concursos previos a los informativos. ¡Cómo echaba de menos un buen libro para leer!

Después de la cena (tan escasa como de costumbre) no tenía aún ganas de acostarme y no estaba dispuesta a dejarme vencer por el sueño. Decidí ir a buscar a Dalia. Me había dado cuenta de que ella sabía perfectamente cual era mi habitación. La mayoría de las puertas estaban cerradas, pero yo solía dejar la mía entreabierta. Quizá por eso me había encontrado.

Salté sobre mis sandalias. Asomé la cabeza fuera. Todo estaba tranquilo, como siempre. Estaban apagadas la mayoría de las lámparas, lo que daba al pasillo un aspecto lóbrego, como de película de miedo barata. Por fuerza, la habitación de Dalia tenía que estar a la izquierda de la mía. A la derecha estaba el corto trayecto hasta el ascensor, el cuarto de depilación donde había recibido mis primeras clases y poco más, pero el otro lado me era completamente desconocido, además de mucho más largo.

Al mirar hacia allí, lo único que destacaba en la oscuridad era el dibujo que hacía en el suelo la luz amarilla de una habitación que, como la mía, tenía la puerta entreabierta. Por alguna extraña asociación de ideas, decidí que Dalia debía actuar como yo, así que necesariamente tenía que ser ella. Y de todas formas, no iba a empezar a abrir puertas al azar a ver lo que encontraba dentro. Me acerqué silenciosamente... o esa era mi intención. Los tacones que estaba obligada a llevar no eran muy discretos.

Quien estaba dentro no era Dalia. De todas formas, no me había oído llegar. La escena era muy extraña. Dejadme que os la cuente:

Era una chica joven. Preciosa, realmente preciosa. La más guapa que había visto hasta el momento, lo que ya era mucho decir. Al contrario que la artificiosidad de Dalia o la sofisticación de Isabel, representaba la misma esencia de la naturalidad. Su pelo era largo y liso. Los colores forzados de mi amiga o el mío propio eran un marcado contraste con el suyo, de un dorado oscuro desde el nacimiento hasta las puntas. Su melena, de cabellos finos caía sobre sus hombros y su espalda, enviando destellos cuando movía, casi agitaba, la cabeza con frustración.

Miraba hacia abajo, pero pude ver que sus ojos eran grandes, más que los míos, que no eran precisamente pequeños. Pude distinguirle unos iris verdes con motitas amarillas cerca de la pupila. Si no estuviera tan concentrada, por fuerza me habría tenido que ver igual qe yo la veía a ella. Su nariz era corta y recta, en perfecta armonía con su rostro, como lo estaban sus labios, de suave color rosado que parecía suyo propio, enmarcando una boca grande.

Estaba desnuda. Su pijama era un montón de ropa en una esquina de la habitación. Era muy delgada. Sus costillas se adivinaban en su costado, sin llegar a marcarse como en una enferma. Su cintura era tan breve como la mía. Su culo era considerablemente más pequeño, pero perfectamente redondo y apretado, quizá por el esfuerzo que estaba haciendo. ¡Que bonito culo, quién lo tuviera!

Pero sus pechos... ¡Ay sus pechos! Eran tan desproporcionados como mi trasero en mí. Al contrario que las siliconas de Dalia o lo que quiera que tuviera la chica que había visto el día anterior en la cafetería, los suyos, como todo en ella, eran de verdad. Lo cual representaba que no estaban precisamente muy firmes. De pie como estaba, y debido a su gran volumen, colgaban hasta más allá del ombligo. Sus pezones, grandes y rosados con una aréola a juego en tamaño y color, miraban directamente hacia los dedos gordos de sus pies que, por cierto, estaban descalzos y apoyados totalmente sobre el suelo.

Se peleaba con algo que rodeaba su cintura y desaparecía entre sus piernas. Algo metálico y duro. Sus bamboleos y tirones hacían que tanto su pelo como, sobre todo, sus pechos, bailaran de manera incontrolada y la molestaran continuamente. El pelo se lo apartaba con sus finas manos, pero los pechos parecían un incordio al que no estaba acostumbrada. La pobre seguramente se había despertado así hacía poco.

Algo extraño en su rostro llamó mi atención: su expresividad. O mejor dicho, la falta de ella. Su rostro no mostraba ni una arruga... pero tampoco ni un solo gesto. Sus finas cejas, también rubias, no se movìan. Ni lo hacía su frente. Sólo sus labios y mandíbula rompían la apariencia de una muñeca de porcelana. Su piel tan blanca en todo el cuerpo, reforzaba esa sensación.

Traté, sin desvelar mi presencia, de adivinar con qué estaba luchando. Pude verlo un par de momentos en que giró su torso hacia mí. Así pude ver que, como yo, como Dalia, no era una mujer completa. Tenía pene, y también testítulos. Sin embargo, el primero estaba metido dentro de una especie de tubo rígido, probablemente metálico, que lo empujaba entre los segundos, apuntando directamente hacia abajo. Apenas una puntita del glande asomaba fuera. El extraño artilugio se completaba con la tira metálica que habia visto alrededor de la cintura.

Finalmente, la chica, despeserada, abandonó su lucha y se arrodilló sobre la cama, llorando. Sus pechos quedaban desparramados a ambos lados de su cuerpo. No es sólo que estuvieran caídos es que, desde luego, eran enormes.

No me pareció el mejor momento para presentarme así que, con más cuidado aún, volví a mi habitación.

Después de mis obligaciones nocturnas, ya con la cara limpia, me acosté. La chica era hermosa. Me cambiaría por ella. Parece al menos conservar sus sexo intacto, aunque esté temporalmente prisionero. Sus pechos eran desde luego un incordio y muy llamativos, pero estaba entonces despertando poco a poco en mí un deseo de ser una rubia tetuda, deseo que no ha hecho más que aumentar con los años. Sin embargo, soy completamente consciente de que jamás lo seré. Yo soy una morena culona, y esas son mis armas de mujer. Mientras Dalia seduce con sus labios gruesos y con sus pechos grandes, mientras ella seduce de cara, yo tengo que seducir con mi culo, de espaldas. No es que no guste a los hombres... es que no me gusta a mí. Pero son mis cartas, y con ellas tengo que jugar.

Pero estoy adelantando acontecimientos... Volvamos a aquella noche. La rubia, el encuentro casi sexual con Dalia y mi propia imagen una vez más rondaban por mi mente mientras el cansancio me vencía. ¿Qué me depararían los sueños esa noche?

*************Fin de la decimoquinta parte*************

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