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Las cinco amigas (22)

en Transexuales

*************Vigésimosegunda parte*************

Después de volverme a maquillar, el tiempo muerto que me habían dejado lo empleé en la televisión. Seguía echando mucho de menos tener algo para leer. Decidí que, en cuanto tuviera la oportunidad, le pediría a Isabel un libro. Cualquiera. A poder ser, una novela. Y si no, por lo menos una revista.

Dado que mirar por la ventana agota pronto sus posibilidades, no tenía más entretenimiento que la caja tonta. Y a ella me dediqué. Pasé rápido por la programación de las cadenas generalistas. Sólo me entretuve un rato en la segunda cadena de la televisión pública. Estaban emitiendo el concurso cultural de todos los días. Recuerdo que antes lo veía siempre que podía, y que me defendía bastante bien. Las preguntas solían ser en ocasiones complicadas, pero mi acerbo cultural era amplio y mi mente ágil. Ahora algo había cambiado. Los concursantes respondían tan rápido que muchas veces no tenía ni ocasión de analizar el enunciado.

Mi corazón se aceleró una vez más. A este paso estaba gastando todos los latidos que tenía destinados a mi vida entera. ¿Habían limitado mi inteligencia? Estaba claro que lo podían hacer. A duras penas recordaba ya nada de cuando era varón y mis cambios de comportamiento eran más que obvios hasta para mí, así que tenían capacidad de manipular mi cerebro, aunque no podía saber hasta qué nivel. Sin embargo, no me sentía en absoluto más tonta. Mi capacidad de razonamiento era (más o menos) la de siempre y era capaz de enfrentarme a los mismos problemas sin sentirme superada por ellos...

Porco a poco me di cuenta que las respuestas, más o menos las mismas de antes, estaban ahí presentes. Sin embargo, mi mente no era tan rápida como antes. Quizá en algún tema, sobre todo sobre tecnología e historia había perdido parte de mis conocimientos, pero la mayoría seguían intactos. La lentitud bien se podía deber simplemente a todas las cosas que me habían pasado y que me seguían pasando. Quizá estaba cayendo en la paranoia más absurda.

Pero una cosa estaba clara: no me atraía el programa como antes. No por ser lenta en contestar, sino porque no tenía ningún interés en competir. Ni siquiera contra mí misma. Al menos, ese tipo de competiciones. ¿Me pasaría lo mismo en todo? Probablemente no: me superaba diariamente en mi tarea de "aprender a ser mujer". Me tomaba las clases con interés y no me rendía ante nada. Quizá, como tantas mujeres, ahora sólo me tomaba en serio las cosas que decidiese que eran importantes en la vida, abandonando las cosas superfluas.

Así que no tardé en cambiar de cadena. Llegué a los canales temáticos. El siguiente punto en que me detuve fue en uno musical. Bueno, probablemente fuera una emisora cultural o incluso un circuito cerrado emitido por y para el hospital, ya que no tenía "mosca".

Emitían una ópera. En concreto era Tosca, de Puccini. Cantaban Plácido Domingo y Catherine Malfitano en los papeles principales. Estaba rodada en Roma, en escenarios reales de la ciudad.

No se crean ustedes que entonces yo conocía autores ni cantantes. De hecho, había aborrecido la ópera desde siempre. Casi tan visceralmente como los ritmos maquineros. La manipulación mental que podían hacer en ese sitio horrible en el que me encontraba podía efectivamente eliminar recuerdos, pero no regalar conocimientos que no se tuvieran. Los he ido aprendiendo con el tiempo.

Y los he aprendido porque desde aquel día en que me quedé extasiada dos horas viendo sofisticados vestidos y oyendo grandiosas voces con capacidades que llegaban más allá de lo que yo pensaba posible; desde aquel día en que toda esa sofisticación vocal e instrumental entró por mis sentidos, amo la Ópera, con mayúscula. Es una pena que a mi marido no le interese ni siquiera un poco. En eso me siento bastante frustrada.

Acabó casi a la hora del gimnasio. Yo no sabía si tenía que acudir o si también me perdonarían esa clase. Cuando apareció Alberto, supe que de esa no me libraba. Tenía unas ligeras molestias del día anterior, pero no las agujetas que me temía.

—¡Pero que haces ahí, con la mirada perdida! —me dijo nada más aparecer por la puerta.

Yo recorrí con mi vista sus rotundos abdominales marcados en la camiseta. Esos biceps que tenían tranquilamente el tamaño de mis muslos (cuando terminaban mis nalgas; nada puede ser más grande que ellas) y acabé mirando sus sonrisa limpia y sus ojos con algunas prematuras patas de gallo, pero llenos de simpatía y alegría.

Mi mente seguía vagando por la Roma de Tosca y me costó contestarle. Aún esa noche seguiría extasiada por la maravilla recién descubierta que representaba ese género musical.

—Por supuesto, Alberto. Perdona. Es que he tenido un día un poco... especial.

—Sí, sí, lo sé —dijo, en una voz ligeramente más baja de lo normal—. Pero ahora, ¡¡es hora de ejercitar esos músculos!!

Acompañó sus palabras de dos enérgicas palmadas, habituales en él, que retumbaron como si hubieran sido dos tiros.

Y de nuevo me tocó volver a sufrir. Mi cuerpo no estaba acostumbrado al ejercicio y además acusaba el esfuerzo del día anterior. La ropa de gimnasio, en concreto el sujetador deportivo, cruzado en la espalda, lograba que mis pequeñas tetitas no se movieran, pero el resto de mi cuerpo tenía otras ideas. El día anterior había estado demasiado estresada con el impacto de las otras chicas y en prestarle mucha atención a Alberto —ahora, por cierto, no había ninguna así. Sólo tres mujeres "normales", al menos exteriormente—.

Los ejercicios se dividían en algunos nuevos, en los que podía centrarme en mis pensamientos y otros nuevos en los que ya tenía suficiente con atender a las explicaciones de mi monitor para hacerlo bien. Entre los primeros, estaban los quince minutos de carrera en cinta contínua que era el comienzo de la rutina diaria.

Correr con unos pies en el forzado ángulo en que estaban los míos era un suplicio. Tenía que hacerlo con pasitos cortos y saltos pequeños. Si intentaba alargar la zancada, el tiempo que mis pies pasaban en el aire hacían que tuviera que amortiguar demasiado al caer sobre las almohadillas de mis pobres deditos, lo que se convertía rápidamente en doloroso. Al final y poco a poco fui entendiendo que mi manera de correr tenía que ser la que he explicado. Naturalmente, mi velocidad en esas condiciones era muy escasa. Afortunadamente, no me pedían más: era tan sólo una manera de inicar el calentamiento.

Tenía razón en que los pendientes resultaban un engorro mayúsculo. Rebotaban todas y cada una de las veces, y mechones de mi pelo, que en muchos ejercicios caía sobre mi frente, se enganchaba en ellos. Resoplaba con disgusto. Alberto parecía encontrar la situación divertida, pero se cuidó mucho de decirme nada. Un par de sonrisas furtivas que. cuando mis ojos se encontraban con los suyos, disimulaba mientras apartaba la vista.

Pero había otra incomodidad que el día anterior no había notado: ¡mis nalgas! ¡mi culo descomunal! Hecho, como debía estar, de tejido adiposo en su mayoría, se movía como gelatina cuando el movimiento que me tocaba hacer era más violento que empujar unas pesas en una máquina. Hasta ese momento no me había dado cuenta. No sólo mi culo era lo más llamativo de todo el gimnasio por su volumen: también lo era por su movimiento.

Acabé la tarde agotada, como la anterior. Ese día aprendí el significado de la palabra "agujetas". Mejor dicho, fue a la mañana siguiente.

Cuando volvía a mi habitación, toda sudada y de nuevo cubierta tan sólo con mi blusa de pijama, me encontré con Dalia. La llevaba buscando todo el día sin suerte. La encontré mientras iba concentrada en notar si mi trasero temblaba también con cada paso como lo hacían, por ejemplo, las tetas de Natalia. Me estaba enfadando al notar que, efectivamente, era así. Entonces, me la encontré casi de frente.

Nos miramos cara a cara. Yo me olvidé de todos mis problemas. ¡Tenía que contarle la buena nueva de que no iban a modificarla en absoluto! Sin embargo, había algo raro en su mirada. ¿Tristeza? ¿Humillación? ¿Un poco de ambas? En cualquier caso, no respondió a mi sonrisa. Ella, que era doña risueña.

—¡Dalia! —dije— ¡Por fin te encuentro! Sabes que...

—Otro rato, Laura. Ahora no tengo ganas...

¿Era una lágrima apenas contenida lo que veía en su rostro? Me quedé de piedra, frente a mi habitación. Mi rubia amiga nunca había sido así. ¿Qué le había pasado? Su maquillaje y su peinado eran impolutos, claro, pero quizá noté algo raro al andar sobre sus tacones... no podía estar segura.

¿Qué le pasaba? ¿Había dejado de querer relacionarse conmigo?

*************Fin de la vigésimosegunda parte*************

Lamento informar que, seguramente hasta final de julio, no llegará la parte 23. Mis obligaciones me lo impiden. Pero en agosto espero volver con la frecuencia habitual.

Muchas gracias a todos por vuestros elogios, y también a aquellos que habéis mandado críticas constructivas.

Y a los que me pedís más sexo... lo habrá, lo prometo. Pero todo tiene su momento. Está pensado desde el principio, ya que el sexo es uno de los leit motiv de la vida de Laura... y de las demás amigas.

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