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Las cinco amigas (19)

en Transexuales

*************Decimonovena parte*************

Cuando desperté el día siguiente, había algo raro. En primer lugar, el sol entraba a raudales por las ventana. Tenía que ser más de media mañana.

En segundo lugar, me dolía la cabeza. Me dolía tantísimo que llegué a tener miedo. Pensé que ese uno por ciento de posibilidades de que "algo fuera mal" del que me había prevenido el doctor se estaba cumpliendo.

También me sentía muy cansada. Tan cansada que pensar en levantarme resultaba casi una utopía. Las piernas apenas respondían cuando intenté destaparme para ponerme en pie.

Busqué el reloj que me había regalado Isabel. Estaba en la mesilla. Me costó un rato enfocar la vista. Efectivamente, eran las doce y diez. Era todo muy extraño. ¿Por qué nadie me había despertado? Había pasado el desayuno, las clases de mi rubia tutora y la mitad del tiempo que pasaba con la inflexible Mercedes.

Me llevé las manos a la cabeza. Pensé que si me apretaba las sienes, la pulsión bajaría lo suficiente como para lograr enfocar mis pensamientos. Y entonces noté algo raro. Un tacto metálico y frío en mi rostro. No lo comprendía. Miré mis brazos. Estaban igual que siempre. Bueno, igual que la última semana al menos. ¿De donde venía esa sensación tan... ajena a mi cuerpo? Por un momento pasaron por mi cabeza las aberraciones a las que habían sometido a las pobres chicas que ví en el gimnasio y me entraron sudores fríos.

Puse una mano en mi pecho, tratando de recuperar la calma. Respiré hondo. Manteniendo mi brazo derecho entre mis dos pequeñas tetas, busqué con el izquierdo. Palpé mi rostro. Recorrí mi cabeza hasta que encontré el origen de la sensación: un aro metálico que parecía salir de cada oreja. Al tacto al menos parecían muy grandes. Más o menos del tamaño de media cara.

Por un lado, me relajé. Que me hubieran agujereado las orejas no era tan malo después de todo. Hasta donde yo sabía, todas las mujeres elegantes... y bueno, todas las mujeres llevan pendientes, de uno u otro tipo. Pero por otro lado, no entendía cómo habían llegado ahí. Mi mente estaba muy espesa aún. No tardé en dormirme de nuevo, aún cuando quería levantarme.

Volví a abrir los ojos mucho más tarde. Lo hice cuando mi subconsciente sintió la presencia de alguien muy cerca. Era Isabel. Estaba sentada en una esquina de la cama y simplemente me miraba. Volví a darme cuenta, una vez más, de lo hermosa que era. Su piel sin mácula, su melena rubia de organizados rizos, sus ojos azules, sus gruesos labios perfectamente maquillados. Sus grandes pechos destacaban, como siempre, en su delgado torso.

—¿Llevas mucho tiempo ahí? —fue lo primero que a mi voz, de manera un tanto independiente, se le ocurrió preguntar.

—El suficiente —respondió, aumentando su sempiterna sonrisa. Al mismo tiempo llevó una mano a mi frente y empezó a acariciarme el pelo.

—¿Qué... qué me ha pasado? —pregunté—. Ayer todo parecía estar bien.

—No te preocupes, Laura —reforzó sus palabras agarrando mi antebrazo derecho con su mano libre—. Todo es normal.

Me incorporé. Hice que dejara de tocarme y la miré, muy de cerca, cara a cara. Tenía un ligero mareo, pero nada comparado con las sensaciones anteriores.

—Isabel... Dime qué me ha pasado. Creía que eras mi amiga.

La rubia mantuvo mi mirada unos segundos. Pensé que la acabaría apartando, pero finalmente fui yo quien no pudo aguantar el azul fulgor de sus pupilas. Sólo entonces habló. Su sonrisa había desaparecido hasta que ganó nuestro pequeño combate.

—A estas alturas ya sabes lo que es este lugar y lo que en él pasa. Cuando salgas de él probablemente nunca vuelvas y tengas tu propia vida, libre dentro de lo que se ha decidido para ti. Eso es lo que ha pasado.

Sus palabras, lejos de tranquilizarme, me asustaron. Ella lo supo de inmediato. No en vano mi rostro era totalmente incapaz de ocultar ninguna emoción.

—Pero tranquila —dijo a continuación—. Lo único que ha pasado es que te han puesto pendientes.

¿Y ya? Algo definitivamente estaba fuera de lugar.

—¿Y para eso me drogan? Porque está claro que me han drogado —esa segunda frase era más para mí que para mi interlocutora.

Isabel sonrió con un gesto que tenía más de pena que de alegre.

—Quizá será mejor que te veas por ti misma. ¿Cómo te sientes?

—Bien, bien... —dije, mientras me incorporaba y, finalmente, colgaba mis pies a un lado de la cama.

—Deja que te ayude...

Me costó más de lo habitual mantener el equilibrio sobre mis sandalias. Isabel me sostenía de la cintura. El movimiento tenía algo sensual... o así lo interpretaba yo.

Poco a poco, caminando, llegamos al baño. Encendió la luz y pude ver mi rostro. Como había notado en mi comatoso estado, de cada lóbulo colgaba un aro grande, de color plateado, que llegaba aproximadamente hasta más allá de la mitad de mis mejillas. El color me gustaba. Con mi pelo oscuro pegaba más la plata que el oro. Ligeramente por detrás de los primeros agujeros había un segundo en cada oreja en el que había un pequeño y tradicional pendiente de los que se usan cuando se realiza por primera vez el agujero.

—Sigo sin entender por qué todo esto para dos agujeritos... ¿Crees que no podría soportarlo? A estas alturas...

Isabel no dijo nada. Sólo me acercó más al espejo y retiró algunos mechones rebeldes que intentaban cubrir mis pabellones auditivos.

Me di cuenta entonces de que estaba bastante pálida y ojerosa. De repende, me dio vergüenza que mi tutora me estuviese viendo sin maquillar. Estaba a punto de hacer un comentario al respecto, pero poco a poco el aro que colgaba de mi oreja fue reclamando mi atención. Era grueso. No tanto como para resultar grotesco, pero si lo suficiente para ser al menos, llamativo. Pero, lo más peculiar era que... no tenía ningún mecanismo ni cierre. Era simplemente un trozo de metal circular. Me fijé entonces en el agujero de mi lóbulo. Era de un tamaño lo suficientemente grande como para que el aro pasase por ella, pero no tenía rastro alguno de cicatriz ni de herida reciente. No había ni un punto de soldadura reciente en el pendiente así que, necesariamente, para ponérmelo tenían que haber cortado la parte inferior de mi oreja y vuelto a soldar.

—¿Han vuelto a llevarme al sótano, verdad? —pregunté, constatando una realidad.

Isabel afirmó con la cabeza, apretando los labios y levantando las cejas. Me sorprendió la expresividad de su rostro, ya que últimamente estaba acostumbrándome a lo forzosa inexpresividad de Natalia.

El segundo par de agujeros era más tradicionales, y lo mismo podía decirse de los pequeños pendientes que lucían, que podían ser retirados a conveniencia aflojando la rosa posterior.

—¿Y nunca voy a poder quitarme esto de ahí, verdad?

Notaba ya mis cuencas llenas de lágrimas ante la nueva indignidad.

Isabel negó con la cabeza.

—Están ahí para siempre —finalmente dijo, con un hilo de voz.

Estaba claro que a ella tampoco le gustaba lo que me habían vuelto a hacer una vez más. Mantenía la compostura, pero a mí me habían vuelto a superar. Otra vez (y ya había perdido la cuenta), lloré desesperadamente.

—¿Pero, por qué? —casi le chillaba, aún sabiendo que ella no tenía culpa alguna de lo que me pasaba—. ¿Por qué me hacen esto? ¿No estoy siendo buena? ¿No estoy aceptando todo lo que me hacéis? Yo pensaba... —intentaba decir entre hipos y lloros— yo pensaba que me estábais convirtiendo en una mujer elegante. Yo quería ser como tú, Isabel —le dijé, cogiéndola de los hombros un momento antes de volver a llorar apoyada en el lavabo—. ¿No es suficiente que me hayáis eliminado mi capacidad sexual? ¿Que me hayáis apartado de mi vida? ¡¡¡Que ahora sea una chica en vez del hombre que era!!! ¿No vale con obligarme a caminar de puntillas para el resto de mi vida? ¿Que me tenga que levantar una hora y media antes de lo normal cada mañana sólo para estar guapa? ¿No os sirve que hasta eso lo esté interiorizando? ¡Yo quería ser elegante y sexy como tú! ¡Tan sólo eso! Y estos pendientes son, sobre todo, vulgares. ¿Ni eso me vais a permitir?

Isabel estaba callada. No movía ni un músculo hasta que, al final, llorando, me abracé a ella. Entonces devolvió mi abrazo y volvió a acariciarme.

—Laura... tranquila... No es tan malo. La elegancia es algo que va por dentro, y tu la tienes y la vas a tener a espuertas.

—¡¡Pero de qué sirve si no la puedo mostrar!!

—La muestras en cada paso, Laura, en cada gesto. Y seguirá siendo así. Pronto te acostumbrarás tanto a esos aros que ni los tendrás en cuenta cuando te arregles.

En eso estaba equivocada. Eran tan grandes y molestos que durante el resto de mi vida iban a estar en medio. Desde que me maquillaba por las mañanas hasta que me acostaba por las noches tenía que apartarlos. Pero entonces no sabía nada de eso.

—Yo... quería ser como tú —dije, ya más calmada, pero aún sollozando.

—Ten cuidado con lo que deseas Laura —dijo tan seria que un escalofrío recorrió mi espalda.

Se apartó dos pasos de mí. Mirándome, desabrochó su blusa rosa con parsimonia. Yo era incapaz de hacer alguna cosa salvo mirarla con la boca abierta. Por primera vez pude ver sus rotundos pechos sostenidos por un tradicional sujetador del mismo color, que las cubría casi por completo. A continuación se quitó el pantalón negro y lo dejó cuidadosamente plegado sobre la blusa. Llevaba un tanga a juego con el el resto de su ropa interior. Volvimos a mirarnos, pero antes de que pudiera hablar, y rapidamente, soltó el cierre de su sostén que cayó al suelo. El tanga le siguió instantes después. Como en el gimnasio, a mi cerebro le costó procesar lo que veía.

Isabel tenía el mismo tono de piel en todo su cuerpo. Un punto dorado, pero más tendiendo a la palidez que yo aún mostraba, que al moreno. No había una peca, ni un lunar, ni una mancha en todo su cuerpo. Y, por supuesto, ni un solo pelo. Ni un poco de vello extraviado. Pero había algo más... algo extraño. No tenía ningún pene entre sus piernas. Al principio pensé que, a pesar de lo que me había dicho, era una mujer completa, nacida así o construída por los monstruos que regentaban este lugar. Naturalmente, no era así. Mi vista se fijó de nuevo en sus grandes pechos, pero de un tamaño y forma que me gustaría a mí. No desproporcionados como los de Dalia o Natalia. No eran una falsa hemisfera ni colgaban. Su forma era perfecta, salvo por un detalle: carecían de pezón o aréola, o algo parecido. Eran tan solo dos formas en su cuerpo, como las de una muñeca Barbie. El color de su piel se extendía por todos ellos exactamente igual que en un brazo o en la espalda.

Fue entonces cuando descubrí que entre sus piernas tampoco había ninguna vulva. El conunto con sus piernas formaba una U invertida. Nada que pudiera dar ni recibir placer.

—¿Es esto lo que quieres? —dijo finalmente, con una voz fría como el hielo—. ¿Un cuerpo bonito que no puede ser más que eso? ¿Carecer de todo deseo para el resto de tus días? Laura... no envidies mi vida. Daría toda mi perfección por ser tú ahora mismo. Laura... —repitió mi nombre— ¿Sabes cuánto hecho yo de menos poder sentir algo? No digo un orgasmo... eso es lo de menos... ¿Sabes cuánto daría por sentir el roce de unas manos sobre mi brazo? ¿Una caricia en mi pelo? Tú te quejas de carecer de capacidad sexual, pero eso no es así. Tan sólo te han negado el uso de tu pene. La misma sensación de entumecimiento que sientes tú ahí tengo yo en todo el cuerpo. Ningún gesto puede gustarme. Tu deseo sexual es, o debería ser, según tu diseño, grande. El mío ni siquiera existe. Ni podré saber tampoco lo que es el amor. No, Laura, no me envidies. Da gracias por ser como eres, y como vas a ser.

Viendo esa especie de muñeca de tamaño natural que me hablaba me sentí mal. Quise ir hacia ella. Abrazarla. Algo... Creo que hasta estiré un brazo para alcanzarla. Pero me interrumpí a mitad de gesto. Era todo casi surrealista. Me sentía dentro de un cuadro de Dalí. Sólo me faltaban relojes derritiéndose. Ni siquiera podía llorar, de lo sorprendida que me había quedado.

Toqué mis aros inconscientemente y luego salí del baño, mientras rebotaban contra mi rostro a cada paso. Otra sensación que acabaría por asumir como propia, como mover el culo a cada paso, como tantas otras. Me quedé sentada en la cama, esperando que Isabel se vistiera y volviera a salir.

*************Fin de la decimonovena parte*************

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