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Las cinco amigas. Libro Segundo (7)

en Transexuales

Recién llegada, todavía tenía que comprender las nuevas rutinas de la recién conseguida libertad. Mi cuenta bancaria estaba en mejor estado que la de mi amiga y no me gusta tanto gastar como a ella. Me explicó lo que le había pasado con la comida y los centímetros que llegaban y que jamás se iban. Quizá fuera parte de su diseño y no del mío, pero no me quería arriesgar. Me ceñí a la dieta de la Clínica, sin dulces ni apenas grasas. Viendo que a ella solo le crecía el culo, quizá a mí se me fuese todo a los senos y solo faltaba que, en vez de reposar debajo del ombligo, llegasen a las rodillas. Incluso peor, que me engordase la tripa y me quedase con una horrible panza asomando entre los dos pechos.

En otros apartados tuve que aprender por mi cuenta. Como Laura, quise vestir de otra manera. No masculina, porque me gustaba ser mujer ya en tan temprana época, sino más holgada. Igual que ella no podía cubrirse las piernas, yo necesitaba ceñir mi torso cuando estaba en público, que se apreciasen bien los contornos de mis pechos caídos, que nacían ya tan bajos que no había forma de camuflarlos y por los que mis sujetadores, obligatorios para tener un mínimo de comodidad, tenían tirantes tan largos. En casa podía llevar prendas más cómodas y necesitaba quitarme el sostén para relajar las marcas que me hacía en los hombros. Gustaba a muchos hombres por cómo se fijaban en mí. Mi cara inexpresiva de muñeca de porcelana tendría mucho que ver con ello, quizá también mi trasero duro. Lo que no podía comprender era que lo que más miradas atraía era mi busto horrible. Algunas eran furtivas, otras me estaban metiendo el pene entre unas tetas que se movían a cada paso por muy sujetas que las llevase, más que el pandero de Laura.

El gimnasio era mi peor momento, sobre todo porque mi amiga, con toda su buena voluntad, me llevó a clases de aerobic en las que tenía que saltar y moverme de tales maneras que tenía que recomponerme toda la ropa y devolverlos al interior de las copas del sostén  y llegué a golpearme la cara con mis senos en una ocasión. A la semana le dije que no podía seguir con eso y me entendió. Se ofreció a dejarlo ella también y casi me costó una pequeña pelea que no lo hiciera. Me ceñí a las máquinas y a ejercicios donde no tuviera que bambolearme. Mi objetivo era mantener mi peso, no desarrollar músculo, algo que de todas formas no podía por mucho que lo intentara, porque así me habían diseñado.

Solo nos teníamos la una a la otra. Muchos días comíamos o cenábamos juntas. A Laura se le daba mejor la cocina que a mí y sabía dejarme satisfecha, mientras que ella estaba condenada a quedarse siempre con algo de hambre si no quería que su culo siguiera creciendo hasta el infinito. Por si alguno os lo estáis preguntando, no, no hubo atracción sexual entre nosotras. Nos examinábamos y hasta nos admirábamos. Os he de confesar que intenté que me gustase. Recordaba haber sido hombre y heterosexual pero, cada vez que pensaba en quién me podía satisfacer, imaginaba a un varón con un pene grande y duro que chupar o meterme en el ano.

Teníamos esa confianza mutua que tienen las hermanas. Nos habríamos dejado ropa si eso fuera posible, si sus nalgas hubieran entrado en mis faldas y sus tops estrechos cubrieran siquiera el nacimiento de mis pechos. Nos vimos desnudas muchas veces. Uno de los primeros días, cuando todavía estaba muy afectada por los sucesos de la discoteca, entró en mi apartamento mientras yo me duchaba. Llegó al baño pensando que yo estaría maquillándome en vez de bajo el agua y se quedó mirando. La miré y sonreí. Me devolvió el gesto. Aquella primera vez me sentí incómoda. Me estaba viendo desnuda. Mis profesoras y los médicos allá en la Clínica ya lo habían hecho, pero esto era diferente. Era ante mi igual y sin haber una causa de salud.

—Qué largas son —dijo con su voz infantil sin cambiar su forzada pose, que no podía evitar.

Me costó un momento darme cuenta de que hablaba de mis ubres. No había pensado en ellas así. Mi instinto pedía que me las cubriera, como también el cinturón que aprisionaba mi miembro. Gesto inútil, puesto que rodeaba mi cintura, algo imposible de ocultar y, con él puesto, no había nada que ver, salvo que me agachase de espaldas a ella. En ese caso podría ver, debajo del agujerito posterior, la punta de mi glande. Las manos no podían taparlo todo. Si usaba ambos brazos, con dificultad podría levantar los senos de forma que los pezones quedasen tras ellos. Mi cuerpo no estaba pensado para ser sorprendido así.

—Acércame las toallas, por favor —le pedí.

Entró en el baño y se fijó en mis pies. Se mordió el labio inferior en una muestra de envidia porque yo podía apoyar la planta en el suelo y, por tanto, mis duchas eran más largas y placenteras.

—¿No te molestan? —preguntó, con su inocencia. Me había agachado para hacerme el turbante que secara mi pelo y mis ubres colgaban libres, chocando entre sí.

—Bastante. Si las llevo sueltas, están en medio de cada cosa que hago. Si las llevo dentro de un sostén, no me veo los pies. Por si eso fuera poco, pesan mucho. En cuanto llego a casa tengo que liberarlas para que no se me claven las tiras de la ropa interior.

Mientras le respondía, ella cubría sus propias mamas con las manos, estrujando sus sujetador con relleno.

—Me encantaría tener lo tuyo. Odio ser tan plana.

—No sabes lo que dices. No solo es que sean horrorosas, tan molestas y pesadas, es que nacen tan bajas que es imposible ocultar su deformidad. Además, no valen para nada.

—Sí que valen, Natalia. Sirven para gustar a los hombres —tuve que admitir que era cierto—. Yo tengo que gustarles solo con mi culo, porque no tengo otro atractivo. Eso es muy difícil, ni siquiera sabes si les has gustado, porque no tenemos ojos en la espalda. Mis tetas sí que son horribles.

Me había acabado de atar el albornoz, con cuidado de que el cinturón quedase por debajo de mis gemelas, porque las primeras veces, con la falta de conocimiento de mi propio cuerpo, me las pillaba, lo que era tan doloroso como poco práctico. Laura seguía acariciándoselas de forma inconsciente y entonces hablé, casi sin pensar.

—Pues yo querría tener las tuyas para vivir más desahogada. ¿Me las enseñarías?

Me miró un rato largo. Primero sonreí y luego bajé la cabeza. Quizá había sido demasiado atrevida. Ella era tan transparente como yo indescifrable por culpa de mi cara sin movimientos y leía su indecisión.

—Claro —aceptó al final, en voz baja, llena de vergüenza.

No quería humillarla, menos cuando ella no me había menospreciado, sino que era ingenua como una cría.

—Déjalo correr. Me lo he pensado mejor.

—Quiero hacerlo. Será un poco... liberador también. Creo.

No me opuse más. Tampoco sabía qué hacer, así que me mantuve apartada unos pasos mientras mi amiga se quitaba el discreto top que llevaba y luego el sujetador con unos ademanes tan complicados con sensuales. No me intentaba seducir, es que no sabía hacerlo de otra manera. Quedó tan solo con su diminuta falda y un brazo involuntario cubriéndose como yo no podría hacerlo nunca. Sentí un puntito de envidia.

Se forzó a bajar la extremidad y pude, por primera vez, ver en vivo algo distinto a lo que yo tenía. No había forma de que alguien pudiera tomar el cuerpo de Laura por el del hombre que había sido. Era, como el mío, suave, redondeado y sin vello. La proporción de sus hombros era muy femenina y su cintura tan estrecha que era inhabitual incluso en nuestro nuevo sexo. Sí, sus mamas eran diminutas, dos hemisferas muy separadas, con unas aréolas oscuras que las cubrían casi enteras. Entre una y otra hubieran cabido otras dos. Nacían tan altas como debían, lo que también lamenté no tener.

—Son como dos medios limones —me oí decir, casi sin querer—. ¿Puedo tocarlas?

Sentía una curiosidad que no había creído capaz de verbalizar. Aceptó con un tímido asentimiento que enrojeció sus mejillas. Estiré las manos. Por contraste con mi temperatura, recién salida de la ducha caliente, estaban frescas. Eran blanditas de una manera diferente a las mías. Éstas caían, incapaces de aguantar su propia masa, menos aún con su forma de gigantesco calabacín y, aunque se desparramasen a ambos lados de la mano que las intentase sujetar, el tacto era duro y pesado. Aquellas, en cambio, eran suaves y firmes. Si las tuviera que comparar sería con una magdalena muy esponjosa.

—¿Son sensibles? —le pregunté.

—Mucho. Es el punto más erótico de todo mi cuerpo. Bueno... —pensó un momento si quería contarme algo más—, salvo mi ano cuando me... cuando me penetran.

Estaba tan roja que parecía que iba a estallar. Su voz era apenas un hilillo. Pensé que ella ya no era virgen, que lo dejó de ser incluso antes de dejar la Clínica en un acto que no gustó mucho por allí y a saber lo que había representado para nuestra Dalia.

—Las mías también —sentí que tenía que dar algo a cambio de su sinceridad y entrega—. Bueno, solo los pezones que, como ves, son más pequeños que los tuyos —me abrí la bata para que volviera a verme—. Me resulta difícil acariciármelos, incluso llegar a ellos. Toda esta mole —cogí la izquierda, la levanté y la dejé caer; hizo un ruido como de aplauso al golpear mi pancita— es complicada de manejar. Aunque lo más sensible que tengo es la puntita de mi pene —dejé caer mi bata al suelo; que viera mi castidad—, pero me han diseñado para no correrme nunca. Como a ti, ¿no?

Ella estaba, con los ojos muy abiertos, mirándome de nuevo las ubres. No le interesaba otra cosa. Le dejé que los tocara sin decir nada. Levantó una de ellas y la puso paralela al suelo.

—¡Son muy pesadas! ¡No pensé que pudieran serlo tanto!

—¿Ya no te parece tan buena idea tenerlas?

Me miró a la cara, algo extraño debido a su timidez, antes de contestar:

—Lo preferiría a estas cosas ridículas con las que no gustaré nunca a los hombres.

—¡No seas tonta! ¡Sabes que sí les gustas! Las tetas no son todo. Ni siquiera son lo más importante. Te las cambiaba ahora mismo. Las mujeres tienen pechos pequeños como los tuyos, es algo normal. Puedes pasar desapercibida. Yo siempre tendré que llevar y lucir este par de cosas antinaturales, pesadas, incómodas y llamativas.

—¿Desapercibida? Ya que estamos con esto...

Se acabó de desnudar y se dio la vuelta. Así no pudo ver cómo mis ojos se abrían como platos. La ropa, por ceñida y reveladora que fuese, no mostraba la magnificencia de esas nalgas. No las querría para mí. Quería ser una rubita discreta, poquita cosa, y entregarme solo a un varón al que amar mucho sin llamar la atención. En Laura, que era incluso más menuda que yo, que no tenía apenas pecho y su cintura era diminuta, aquello era absurdo. Pensé que no cabría en la mayoría de las sillas normales. Dio dos pasos y vi que se agitaba como gelatina, sin perder su forma globular. Si podía envidiar su parte de arriba, desde luego no lo hacía con la de abajo.

Volvió a ponerse de frente a mí, con un brazo en jarra y el otro tendido a lo largo del costado, la cadera torcida por tener una pierna más adelantada que la otra. Otra de sus poses aprendidas. Pude ver su diminuto pene, si es que podía tener ese nombre.

—Ahora que ves cómo soy, —preguntó— ¿te cambiabas por mí?

Pensé en sus tacones inmensos y obligatorios, en su altura diminuta, su culo gigante, sus pechos tan pequeños como extraños y el tiempo que le debía dedicar al maquillaje y pensé que mejor me quedaba con mis tetas horribles y mi cinturón de castidad. Salvo por eso, yo era casi normal y más guapa que la media de la población. Sí, queridos lectores, era consciente de mi belleza.

Más tarde, mientras desayunábamos, ella vestida y yo todavía en mi albornoz, hizo una pregunta triste:

—Aquí estamos, hablando de cómo es nuestro cuerpo y cómo gustaríamos más a los hombres, algo que nosotras mismas éramos hace poco tiempo. ¿No crees que tendríamos que estar pensando cómo volver a nuestro sexo?

—No sé, Laura. A mí me gustan muchas cosas de lo que soy ahora, salvo lo evidente —señalé mis tetazas—. Creo que quiero explorar todo esto. De todas formas no tenemos otra opción, ya lo sabes. ¿Y tú?

—Ahora mismo querría volver a ser un macho y que tú, que eres tan guapa y tan sensual me gustases y te pudiera conquistar. En vez de eso, solo me comparo contigo, las cosas tuyas que mataría por tener, como tu precioso pelo rubio o tus ojos verdes. Yo soy muy corrientona, castaña teñida de negro con iris marrones, como casi todo el mundo. ¿Ves? Incluso ahora se ve que lo que deseo es gustar, ser atractiva para encontrar un tipo a quien darle placer, aunque me duela, aunque me canse. Ese es mi anhelo, el único.

—¡Laura! ¡Eres guapísima, no seas boba! Respecto a lo demás, ¿sabes? En eso nos parecemos. Quiero encontrar a un hombretón al que poder amar mucho, también sexualmente. Tú, por lo menos, tienes experiencia. Yo sueño con chupársela a alguien especial y, al mismo tiempo, me da mucho miedo. ¿Lo sabré hacer bien? No solo lo físico, ¿sabré mantenerlo a mi lado para siempre?

Ambas nos callamos, bebiendo café a sorbos lentos. Había parado un momento para repasar su maquillaje, tan elaborado como impoluto. Yo seguía con la cara lavada, algo impensable para mi amiga.

 

 

*****

 

 

 

 

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