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Las cinco amigas (14)

en Transexuales

*************Decimocuarta parte*************

Mi rubia tutora tuvo que consolarme con caricias en el pelo y palabras tranquilizadoras. Yo, por mi parte, estaba más que dispuesta a dejarme mimar. Me apoyó sobre su pecho, grande y duro, hasta que mis lágrimas, que por fin habían salido en torrente, amainaron de nuevo.

—Después del cambio, los primeros reconocimientos no son agradables, lo sé —me decía, cuando iba recuperando mi compostura—. Ni siquiera conoces aún tu cuerpo como para que te lo examine un desconocido.

—Pero es que no es sólo eso, Isabel —le contesté, tratando de quitarme las lágrimas con los nudillos, esperando que el desastre en mi maquillaje no fuera muy grave—. Es que el celador devorándome con la mirada... No necesitó tocarme para que me sintiera en sus manos. No sé si sentía más miedo o asco.

Isabel me miraba muy atenta, con sus profundos ojos azules destilando comprensión.

—Ya, Laura, ya. Sé lo que quieres decir. A mí también me ha pasado. Imagino que a todas una u otra vez. Es una consecuencia de lo que somos.

—¡No! —respondí, airada, y dándome una fuerte palmada en las rodillas— ¡Ser mujer no puede significar que te puedan violar, ni con la mirada!

Me miró perpleja. Seguro que no esperaba de mí algo que no fuera absoluta pasividad. El médico mismo me había dicho en mi primer día que toda mi agresividad iba a desaparecer. Quizá se equivocase... o quizá aún no había llegado ese momento.

—Claro que no, Laura —me contestó, con la paciencia y la dulzura que a mí me faltaba—, pero nosotras no sólo somos "mujeres". Somos educadas con el propósito de ser atractivas, de gustar y de ser provocativas. No —se adelantó, al ver mi gesto de enfado—, eso no quiere decir que nadie pueda forzarte. Al menos a ti no. Tú no has sido diseñada para eso. Pero tienes que asumir que, por el hecho de verte desnuda, incluso por los movimientos que haces, puedes causar, y de hecho vas a causar, que muchos hombres, incluso alguna mujer, te siga con la mirada, te imagine sin ropa si no lo estás, e incluso desee tener sexo contigo. Su lascivia puede resultarte molesta aún sin que te lleguen a tocar.

—¿Quieres decir que hay chicas que son creadas para que las violen? —mi mente se había quedado detenida en esa afrmación, tan terrible como sorprendente.

Isabe miró un momento al techo antes de volver a clavas sus pupilas en mí.

—Aquí pasan muchas cosas, y es mejor que no sepas más de lo que debes. Por tu propia cordura, Laura. Por tu propia cordura. Confórmate con lo afortunada que has sido, lo mismo que yo.

Su tono era triste y un poco amargo. Sin embargo, enseguida volvió la sonrisa a su rostro.

—¡Entonces no entiendo que estés agradecida a la Empresa! —exclamé— ¡Lo mismo podrías haber acabado violada una y otra vez durante el resto de tus días!

—Podría haber pasado, pero no ha sido así, y jamás será. A mí no me tocará nunca un hombre. Además de ser algo que no quiero. Ya te dije que no tengo deseo sexual.

—A mí tampoco me va a tocar nunca un hombre —dije, en voz baja, lo que acentuaba mi tono de niña.

Isabel no contestó. Sólo me miró y sonrió levemente.

Sin embargo, dentro de mí anidaba una duda. Más que una duda, la sensación de que algo no encajaba del todo. Los hombres me seguían resultando tan repulsivos como a mi antiguo ser. Pero había algo por debajo... algo que quitaba convicción a mis palabras desde el mismo momento en que estaban saliendo. Yo sí tenía deseo sexual. Yo sí deseaba el roce de mi piel, imploraba un orgasmo que jamás habría de llegar. Pero... ¿hombres? ¿Cómo? Yo no tenía una vagina...

Después de eso, la mañana, una vez más y como sería lo habitual durante muchos días, la pasé aprendiendo más trucos de maquillaje y de belleza. Poniendo y quitándome de mi cara diferentes potingues de diferentes colores y en diferentes cantidades, siempre, claro, dentro de los tonos marrones, naranjas y ocres que me iban a definir desde entonces y para siempre. Pronto acabaría acostumbrándome a ellos, así como a la pegajosa sensación de tener la piel de mi rostro cubierta.

Isabel, además, se encargó de recordarme que debía adoptar las posturas que Mercedes me había enseñado el día anterior cada vez que me relajaba. Cuando llegó la hora de comer, ya casi no tenía que hacerme una señal cada vez que mi espalda se encorvaba ligeramente o mis brazos no se pegaban a mi torso. Yo me sentía como un títere pero, con mi pelo brillante, con mi rostro embellecido por el maquillaje, con mi cuerpo delgado a pesar de mis malas proporciones, con mi andar sensual, me sentía bella. Y, al mismo tiempo, culpable por sentirlo. Y vulnerable. No sólo por tener mi sexo sin cubrir por nada más que la blusa del pijama, sino precisamente por sentirme hermosa y que la gente me pudiera mirar y desear.

*****

Después de comer volví a mi habitación. Me retoqué el maquillaje antes de sentarme a descansar. Apenas me había sentado quince segundos sobre la cama, y ya estaba pensando en relajar la postura que tenía (la espalda tiesa, las piernas cruzadas y las dos manos apoyadas sobre la que quedaba más arriba), cuando se abrió la puerta. Sólo un poco. Quién asomó su cabeza llena de bucles rubios era la persona que menos esperaba ver en ese momento: Dalia.

—¡Eh, Laura! ¿Qué haces?

Me puse en pie rapidamente, sorprendida.

—Pues acabo de comer... volvía a mi habitación...

—¡Bah! ¡Déjate de tonterías! ¡Aún tenemos tiempo hasta las clases de la tarde!

—Ah pero... ¿es que tenemos un horario?

Me miró como si hubiera dicho la mayor de las tonterías. Al final rió con su boca llena de dientes perfectos y blancos.

—¡Por supuesto! ¡Venga, ven conmigo!

Las dos juntas salimos por el pasillo, a medias intentando pasar desapercibidas. Dalia llevaba una divertida sonrisa en el rostro. Yo la seguía docilmente, con una cierta cara de desconcierto.

—Oye —le pregunté en voz baja— ¿y qué "asignaturas" tienes en tu horario?

—Pues... bueno, a ver —enumeraba con sus dedos, sujetándolos con los de la mano opuesta, lo que me dejaba ver y admirar, su manicura— maquillaje y trucos de belleza... gimnasio... posturas y movimientos... vestimenta... —se quedó un rato pensando—. Sí. Creo que esos son todos.

—Yo no tengo gimnasio... —dije, más para mí que para ella—.

—Bueno... cada una hacemos unas cosas diferentes. No sé... Pero mira —su rostro se iluminó, olvidándose de mi pregunta—... entra por aquí.

Habíamos llegado a las escaleras, que estaba situadas al lado de los ascensores y que se abrían mediante una barra típica de las salidas de emergencia. Dalia miró a todos los lados. Como no parecía haber nadie, la empujó y se coló por ella. Yo me quedé sin saber qué hacer. Mi antigua persona masculina no hubiera dudado ni un segundo, pero por algún motivo "Laura" se debatía entre obedecer a su amiga o hacer caso a la norma, que sugería que eso estaba "mal", en términos generales y difusos.

Las dudas se acabaron cuando Dalia estiró su mano y me agarró de las solapas de la blusa y tiró de mí con fuerza. Bien por el gimnasio, bien porque su físico estaba diseñado de otra manera que el mío, me arrastró como si fuera una pluma. Seguramente ella tampoco esperaba ese resultaddo, por lo que acabamos la una apretada a la otra, con todo nuestro cuerpo en contacto. Noté cómo sus grandes pechos, aún más duros que los de Isabel, se clavaron en mis pequeñas tetitas y, como era más alta que yo, casi hasta en el cuello. Su pelo casi se enredó con el mío. Me encantaban sus tonos dorados. Mi pierna izquierda quedó por un instante en contacto con su sexo. Juraría que lo que allí había no tenía que ver con lo mío. Era sin duda más grande y... bueno, la retiré enseguida y no pude apreciar más.

Nos miramos. Dalia seguía sujetándome de la pechera. Poco a poco fue desplazando la mano hacia mi espalda. En el azul eléctrico de sus pupilas, en la media sonrisa de sus labios gruesos había algo... Algo quizá masculino. Depredador. Por mi parte, mi mirada era la de un corderito. Mi corazón se había acelerado una vez más. A través de la escasa y fina tela que nos cubría podía sentir perfectamente su piel, su calor. El brillo de sus labios gruesos y jugosos. Sus pezones clavándose cada vez más en mí. ¿Sentía deseo por esa chica? ¿Lo sentía como mujer... o como un resto de mi anterior persona? Me di cuenta que, en cualquier caso, no deseaba penetrarla. Entonces, sería otra cosa que aún no sabía reconocer.

Dalia también debía estar sumida en pensamientos similares. Sus ojos se perdieron por un momento. Podría jurar que notaba algo que se endurecía en su entrepierna durante una fracción de segundo, porque justo entonces ella interrupió el contacto. Me separó de su lado y me cogió de la mano.

—¡Vamos! —exclamó—. ¡Subamos!

Me dejé guiar escaleras arriba, asida a ella, que iba un paso por delante de manera que nunca logré ver si algo había crecido en su sexo. Creo que su postura era intencionada para dejarme fuera de ángulo. Ni se me pasó por la cabeza preguntar. No sólo es que fuera de mala educación es que... ¡sentía vergüenza de hacerlo!

Subimos tres pisos casi a la carrera. Mis tacones hicieron que mis pies y mis gemelos sufrieran lo indecible para seguir el ritmo. Cuando finalmente se detuvo, no sólo estaba dolorida, sino sin apenas resuello.

—¿Lista? —preguntó, deteniéndose ante otra puerta cerrada en el ático del edificio.

—¿Para qué?

—¡Para esto!

Empujó la puerta. Daba al exterior. Hacía un día espléndido. El Sol se colaba a raudales. Me empujó del culo y me echó al exterior.

—¡Eh! —protesté, no demasiado en serio— ¡Esas manos!

Dalia sólo rió. Y yo enmudecí un instante después: el aire libre, la azotea de ese edificio en el que había despertado, donde había un hospital a partir de la planta diez, y a saber qué más cosas debajo, tenía el jardín más frondoso que me podía pasar por la cabeza, árboles de gran porte incluidos. En el centro, había una fuente donde el agua fluía con su característico y tranquilizador sonido.

—Es... precioso —alcancé a decir.

—¿A que sí?

A partir de ahí, lo que pasó fue más propio de un jardín de infancia que de unas chicas de treinta y algo... o de veintipocos, porque no sé si nuestra edad aparente es la real. Reímos. Jugamos. Nos salpicamos con agua. Corrimos y descubrí lo complicado que era para mí, con mi forzado ángulo en el pie. Dalia bromeó sobre eso y sobre el tamaño de mi trasero, claro. "Culona" se volvería con el tiempo un apelativo cariñoso por su parte. Yo me metí con sus pechos siliconados y con su pelo teñido de rubio (aunque me encantaba, tanto su color como su peinado). Acabamos tumbadas sobre la hierba, fatigadas. Olvidándonos por un momento de poses, posturas y de nuestra propia feminidad. Mirábamos las escasas nubes de primavera y el azul del cielo. Fue el primer momento de felicidad desde que me había despertado a mi nueva vida.

Pero tendría su contrapartida cuando volviéramos a nuestra planta. Y es que nada bueno dura demasiado rato.

*************Fin de la decimocuarta parte*************

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