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Las cinco amigas (25)

en Transexuales

*************Vigésimoquinta parte*************

Era un hombre que debía estar en sus primeros treinta, algo más joven de mi verdadera edad... o al menos la que tenía cuando era varón. Medía en torno al metro setenta y cinco y no pesaría más de setenta kilos. Carecía del acusado tono muscular de Alberto o del actor porno. De hecho, era más bien de aspecto endeble. Al menos, por comparación con lo que conocía hasta ese momento. Era bastanta pálido, casi tanto como yo, lo que hacía que destacasen dos ojos de pupila negrísima. Llevaba unas gafas de montura al aire algo anticuadas pero que parecían cuadrar en su cara como si hubiera nacido con ellas.

Su pelo era castaño oscuro, largo, y lo llevaba recogido en una cola de caballo muy al estilo de los años ochenta. Vestía una sencilla camisa marrón que, con aspecto algo descuidado, llevaba por fuera de un pantalón vaquero. Unas sencillas zapatillas deportivas completaban su informan atuendo.

Pero su sonrisa... ¡Ay, su sonrisa! Era una sonrisa amplia, invitante, que mostraba unos dientes blanquísimos y le formaba unas suaves arrugas en las comisura de los labios y en los ojos. Era una sonrisa tan sexy que tuve que bajar los ojos cuando lo ví al salir del baño vestida de nuevo con mi blusa de pijama mientras me ponía totalmente roja.

—Hola —alcancé a decir con una voz apenas audible.

—¡Ah! ¡Hola! —respondió poniéndose en pie. Estaba sentado sobre mi cama ojeando una carpeta en la que sin duda había datos que se referían a mi persona. Datos que, naturalmente, no me dejó leer.

—Así que eres mi nuevo profesor...

—Efectivamente... Bueno, más exactamente soy el psicólogo y sexólogo que han asignado a tu caso. Me llamo Agustín.

¿Psicólogo? No me gustaba cómo sonaba eso... Pero la palabra "sexólogo" lo que me daba era directamente pánico. Sin embargo, por debajo había una parte de mí que deseaba saber más sobre lo que el sexo representaba para mí y cómo podía disfrutarlo... si es que podía.

—Imagino que tendrás muchas preguntas —continuó, con esa magnífica sonrisa en su rostro de nuevo—. Te han pasado muchas cosas que es difícil de interiorizar. Pero —añadió, consultando sus papeles—, veo que tu has aceptado la mayor parte y que estás respondiendo bien a toda la terapia. ¡Pronto podrás salir de aquí!

—¿De verdad? —se me escapó, mientras daba un paso hacia él.

—Sí, claro... En cuanto tengamos unas cuantas charlas, habrá poco más que te podamos enseñar. Todo lo demás dependerá de ti.

—Eso quiere decir... ¿Que seré libre? —pregunté con ansia.

—Sí, por supuesto... Bueno, ya te habrá explicado algo Isabel. Tu eres hoy lo que eres porque alguien te ha comprado. Pero eso no quiere decir que te vayamos a entregar como esclava.

A mí, el hecho de "haber sido vendida" no me daba ninguna confianza... La imagen de los negros africanos embarcados camino de América en el siglo XVII se me aparecía en la cabeza.

—No te quiero engañar: podría haber sido así. Aquí se cumplen las especificaciones que cada cliente nos da y no se hacen preguntas. Seguro que has coincidido con alguna de las chicas más "extremas" en el recinto —vinieron a mi mente inmediatamente las imágenes de la chica calva sin brazos en el gimnasio y de la mujer de tetas descomunales que habíamos visto ya un par de veces en el comedor—. Aún así, hay un número de personas cuyas modificaciones son tan extensas que jamás son mostradas en público. Muchas de ellas ni siquiera conservan gran parte de su capacidad cerebral.

Escalofríos me recorrían la columna vertebral. ¿¡Será posible que después de todo aún hubiera tenido suerte!?

—Pero tu caso... bueno, el tuyo y el de tus amigas —continuó— es diferente. Sois mujeres independientes. Cuando acabéis vuestra formación y recuperación, seréis libres. Si al final acabáis o no casadas o emparentadas con vuestros compradores será cosa vuestra. Totalmente.

Sus palabras me tranquilizaron. La verdad es que había algo en ese hombre que despertaba en mí confianza y ganas de hablarle. Quizá incluso un poquito de deseo, ahora que iba aceptado que me atraía el sexo masculino y no me sentía muy culpable por ello. Pero, naturalmente, ni se me pasaría por la cabeza decírselo... Una cosa es una cosa, pero todo tiene un límite. Qué poco sabía entonces que había truco en su exposición... pero aún falta mucho para que lo entendáis.

—Anda... siéntate aquí a mi lado —dijo.

Le obedecí como un resorte. Caminé hasta la cama moviendo el culo como era ya la única forma en la que sabía moverme, y lo apoyé sobre la cama, cerca de él. Olía maravillosamente bien. A loción para después del afeitado y a una colonia suave y varonil que no supe reconocer. Al sentarme adopté una de esas forzadas posturas que poco a poco iban siendo también parte de mi naturaleza. Ni siquiera me había dado cuenta de que lo hacía. Me miró muy de cerca antes de volver a hablar:

—Laura, tus movimientos son maravillosamente gráciles. La lectura de los informes —agitó el puñado de hojas sin que yo pudiera llegar a ver ni una sola letra— no te hace en absoluto justicia. ¡Vas a ser una mujer muy femenina y elegante!

Como buen psicólogo, había sabido llegar a mi parte sensible a la primera. Claro que, aunque yo no lo sabía, él jugaba con ventaja: tenía totalconocimiento de las modificaciones mentales a las que me habían sometido. En cualquier caso, yo no pensé en eso y me sentí orgullosa.

—Habrá muchas preguntas a las que buscarás respuesta, verdad?

Yo me limité a asentir con la cabeza.

—Pues yo estoy aquí para dar respuesta a todas ellas. No te puede quedar ni una sobre lo que eres, lo que vas a ser y lo que puedes dar de sí —se puso en pie antes de seguir hablando—. Te espero en mi despacho dentro de diez minutos. Está en la planta del comedor. Entra a la zona de consultas, segundo despacho a la derecha —volvió a sacar su maravillosa sonrisa antes de concluir—. Espero que esta vez seas un poco más rápida que por la mañana.

De nuevo enrojecí.

—Oye... —le pregunté, cuando ya se iba— ¿E Isabel? ¿Dónde está?

—Ella ya ha terminado contigo. No la volverás a ver.

Salió de la habitación sin dejarme acabar. Me sentí de pronto sin fuerzas, hundida. ¿Mi dulce tutora, la preciosa rubia, mi imagen, el símbolo de mi feminidad y de lo qe quería ser... desparecida? ¿Para siempre?

No le quise creer. Una cosa era que no me diera clase. Otra que no se preocupase por mí... O al menos que nos cruzásemos en los pasillos.

Sin embargo, tenía razón: jamás volví a ver a Isabelm y no tengo ninguna explicación. No sé si sigue trabajando en el mismo sitio o si le ha pasado algo terrible. Y eso, dos años después, aún me despierta algunas noches.

*************Fin de la vigésimoquinta parte*************

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