miprimita.com

Las cinco amigas (18)

en Transexuales

*************Decimoctava parte*************

El comienzo de mi segunda semana presenció mi segunda revisión médica. El mismo doctorzuelo repulsivo entró en mi habitación por la mañana, escoltado por sus dos enfermeras delgadas rubias y de ojos azules, la de labios gruesos y la de pechos enormes. Era tan temprano que aún estaba en el largo proceso de peinar mi melena rizada recién lavada cuando llegaron. Ni siquiera estaba maquillada. Me sentó muy mal que llegasen de esa manera y sin avisar.

—Hola, Laura —dijo el galeno—. Hoy toca revisión.

—¿Puedo ir a maquillarme? —pregunté. Me sentía tan desnuda con la cara lavada como sin ropa.

—Ya lo harás luego —respondió—. Soy tu médico. Incluso podría decirse que soy quien te ha creado, así que no deberías tener vergüenza.

Le miré y luego miré a sus acólitos femeninos. Estaban un paso por detrás. La tetona se encogió ligeramente de hombros y hizo un pequeño gesto como diciéndome "no te queda más remedio que aceptarlo".

—Esta bien —me resigné, dejé el cepillo sobre las sábanas y me puse de pie—. Usted dira.

—Ya sabes, Laura. Desnúdate, por favor.

Con algo de insolencia que sorprendió a mis visitantes dejé caer la toalla al suelo y me quedé quieta, con los brazos en jarras y sobre mis tacones que no por mucho usarlos se volvían en absoluto más cómodos.

La revisión fue más exhaustiva en esa ocasión. Controló cada una de mis articulaciones, de nuevo deteniéndose más en mis forzados tobillos. Después examinó mi cuero cabelludo (y he de decir que la experiencia resultó más agradable. Definitivamente, que me acaricien el pelo es una de las sensaciones más placenteras que había sentido en esta semana). Luego se centró en mis ojos, midiendo la contracción de mis pupilas con una linterna. También examinó mis orejas y especialmente mi cartílago. Me di cuenta por primera vez de que no tenía agujeros para pendientes. ¿Cómo no había pensado en ello hasta entonces?

Después se centró en mis escasos pechos. Mis aréolas abultadas se contrajeron ante su toque. Al contrario que en la cabeza, no sentí ningún placer ante sus manipulaciones.

—¿Sigues sin tener ninguna reacción con tu pene? —preguntó.

Mientras me hablaba, lo estaba manipulando con una cara de asco que, francamente, se la podía haber ahorrado. Yo tenía la misma impresión que si me estuvieran agitando un brazo dormido. Así que asentí con la cabeza. Poco a poco, el rubor iba haciendo presa en mí. Pero estaba orgullosa de mí misma y de mi entereza.

—Con la revisión rectal, terminamos —dijo, vertiendo sobre sus guantes lubricante.

De nuevo fue la parte más humillante. De nuevo inclinada sobre la cama. De nuevo las enfermeras colocándome. De nuevo sus repugnantes dedos en mi interior. De nuevo me dolió físicamente, pero ese dolor fue más leve que el psicológico. Estaba introduciéndose en mí, palpando lo que, quizá subconscientemente, yo sentía que era mi nuevo sexo, mi forma de dar placer y quizá incluso de recibirlo. Pero no tenía ninguna manera de evitarlo. Casi al final aprendí que, si relajaba voluntariamente los músculos anales, el dolor, aunque no desaparecía, era más llevadero.

—¡Bueno! —exclamó al terminar, mientras se quitaba los guantes—. Pues parece que está todo en orden —sonreía—. Si notases cualquier molestia en el tiempo en que aún vas a estar aquí, comunícaselo de manera inmediata a una enfermera. No obstante, Laura, puedo asegurarte que las posibilidades de que algo fuera mal son menores al uno por ciento. ¡Enhorabuena!

—¿Qué quiere decir eso? —le pregunté mientras me tapaba con la toalla, tratando de recuperar algo de mi maltrecha dignidad. Aún sentía el escozor en mi culo apenas dilatado.

—Que en cuanto acabes tu periodo de aprendizaje, podrás irte.

No me dejó preguntar nada más. Se fue. Entonces ¿realmente podía salir de allí? ¿No era todo una pesadilla sin final? Mi ánimo subió varios enteros. Silbé una melodía de Vivaldi mientras me limpiaba el ano de los pegajosos restos del lubricante.

******

La semana trajo varios cambios. Isabel redujo a menos de la mitad el tiempo de sus clases y Mercedes desplazó las suyas hacia la mañana y la primera parte de la tarde. Poco a poco fue reorientando su "asignatura" desde las posturas que ya dominaba, y que me hacían vivir en un perpetuo estado de sensual incomodidad, hacia las instrucciones para lo que iba a ser mi ropa y mis zapatos en mi vida.

Si pensaba que era difícil caminar con mis cuñas en ángulo de cuarenta y cinco grados, no tenía ni la más remota idea de lo que representaba hacerlo con tacones de aguja. Todo el equilibrio se centraba en dos breves puntos en cada pie: los dedos y una aguda y fina columna en el talón. Varias veces estuve a punto de tener un esguince el primer día. Naturalmente Mercedes no sólo no se compadeció, sino que endureció su comportamiento. No es que fuera exactamente cruel, pero su rectitud y su falta de empatía me hacían sentir mal, especialmente porque pensaba en Isabel y en lo buena que era conmigo.

Me explicó los detalles de la ropa interior que iba a llevar, aunque mientras estuviera en el hospital no se permitía otra ropa distinta a mi breve blusa de pijama: tangas y sujetadores. Según lo que habían diseñado para mí, jamás llevaría mi sexo suelto. Es algo que agradecí. No obstante, acostumbrada aún a mis calzoncillos masculinos, descubrí que los tangas son incómodos. En primer lugar, tenía que colocar mi pene firmemente entre las piernas para que la forma resultara natural y femenina. Después, la parte trasera se quedaba firmemente entre mis enormes nalgas, y me recordaba continuamente su presencia.

Por arriba, debería llevar siempre un sujetador adecuado, a pesar de que, precisamente no es que lo necesitara mucho. Apenas tenían copa, pero sí un cierto relleno que lograba que pareciera tener algo de busto. Y eso me gustaba.

El resto de la ropa, si bien tendría tiempo de ir aprendiendo poco a poco, consistía en faldas y shorts, la mayoría de las veces muy cortos, salvo cuando tenía que vestir más elegantemente, cuando tenía permitido que me cubrieran hasta dos dedos por encima de la rodilla. Por encima tenía más variedad, pero ninguno de ellos exhibía mi parte superior. Tan sólo algunas camisetas para verano tenían un comienzo de escote. Ni palabras de honor ni nada más atrevido.

—Tienes que lucir y seducir con tu culo —me explicaba Mercedes, ciñéndose a lo que parecía un guión escrito que no estaba contenta de tener que aplicar. A mí me humillaba tener que vivir pensando en mi culo, en exhibirlo y en las reacciones que causara en los hombres.

Pero las novedades de la semana no acababan ahí: por las tardes me esperaba una nueva asignatura: gimnasio con Alberto, el cachas profesor que había conocido el día que Dalia y yo llegamos tarde.

Siguiendo la costumbre, nadie me había avisado, así que cuando vino a buscarme fue toda una sorpresa. Casi me atragando con mi propia saliva. Había soñado más veces con él, aunque siempre dentro de mi antiguo y masculino ser.

—Hola, Laura —entró vestido de chándal, y con una energía que resultaba fuera de lugar en ese lugar donde todo parecía calmado y relajado— ¡Vamos! ¡Tienes mucho que hacer! —Cogió uno de mis tenues brazos—. Aunque estos biceps nunca vayan a desarrollarse mucho, tendrás que ejercitarlos para no quedarte fofa.

Descendimos hasta la misma planta de la peluquería y el comedor. Cruzamos todo el pasillo hasta el otro lado de las consultas médicas. Bajo un enorme cartel aparecía la palabra "GIMNASIO". Por el camino me fue explicando lo que se requería de mí: mantenimiento de la forma y nada más. Y especialmente mi culo iba a requerir una gran cantidad de esfuerzo. Me hizo enrojecer al explicarlo de manera tan cruda.

Pero crudo realmente fue lo que había en el interior. Entendí algo de las explicaciones de Dalia y de Isabel sobre las cosas terribles que me podían haber pasado si, quizá, hubiera tenido simplemente otro número en la lista de la entrevista de trabajo. Sobre una cinta sin fin estaba la chica de los pechos descomunalmente enormes que habíamos visto en la cafetería hacía ya varios días. Sus enormes bolas de silicona resultaban un estorbo para su actividad. Incluso obstaculizaban el movimiento de sus brazos al correr. SU espalda se mantenía arqueada parcialmente hacia atrás para mantener el equilibrio. Estaba empapada en transpiración, tanto que sus ajustadas mallas mostraban ya cercos. No logré ver que se trasparentase ningún pezón, y me extrañó dado que parecía vestir tan sólo licra.

En una esquina estaba una mujer desnuda  haciendo ejercicios de piernas en una máquina. Parecía tener una bonita figura, con tetas bien proporcionadas, casi hemisferas perfectas. Pero había algo que no encajaba. La distorsión entre lo que mi cerebro quería ver y lo que había causó que fueran varios los segundos que pasaron hasta que lo descubrí. En primer lugar, no tenía pelo. No en el cuerpo, sino en ningún sitio. Era calva como una rana. Tampoco tenía cejas o vello en sitio alguno. Y lo segundo y más llamativo... es que no tenía brazos. Como si jamás hubieran existido en su cuerpo. Ni una cicatriz. La chica claramente aún no se había acostumbrado a su ausencia, ya que a veces movìa los hombros intentando llegar a limpiarse los gotones de sudor que se le escurrían por las mejillas. No llegué a apreciar su sexo. Quizá simplemente no tenía.

Dos mujeres más usaban las cintas para correr. Lo más llamativo en ellas era su calzado. No llevaban zapatillas deportivas, ni siquiera tacones... Llevaban una especie de artilugio que forzaba su pie a estar completamente vertical, apoyados sobre las uñas, mientras un largo tacón mantenía un equilibrio casi vertical. Las pobre sufrían lo indecible para mantener el ritmo impuesto. Más tarde descubrí que esos instrumentos de tortura se llamaban "botas de ballet". Rogué porque las pobres pudieran librarse de ellos, que no estuvieran condenadas a usarlas como yo con mis cuñas de cuarenta y cinco grados. Nunca lo supe.

Alberto me agarró del hombro. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo.

—No te preocupes —dijo, como si también él pudiera leer mis pensamientos. Claro que desde mi transformación, mi cara no lograba ocultar emoción alguna. Como para hacerme jugadora de póquer—. Nada de lo que ves aquí tiene que ver contigo.

—Pero eso no quiere decir que no me afecte —dije, con tono bajo y asustado— ¿Qué han hecho esas chicas para acabar así?

Alberto miró a los lados antes de responder.

—Laura... Aquí las cosas son como han de ser, y ni tu ni yo podemos hacer nada. Ellas han sido diseñadas para propósitos distintos a ti. Da gracias por no estar como Número Sesenta —explicó, señalando con el mentón a la pobre sin brazos. ¡Y ahora —continuó, aplaudiéndo enérgicamente— vamos a empezar!

Me entregó la que sería desde entonces mi ropa de entrenamiento y me explicó que estaba autorizada a vestirla sólo en esa zona. Consistía en un sujetador negro, cruzado, que apretaba fuertemente mi pecho, evitando cualquier movimiento, un tanga y un culotte. De esta forma, casi todo mi cuerpo estaba expuesto y mi descomunal culo era lo más obvio de todo. Para mis pies me dio una especie de bota por encima del tobillo que tenía, también en cuña ancha, el ángulo adecuado para mis pies.

—Es para que no te dobles los tobillos. Hay que evitar lesiones —me explicó.

Luego me indicó dónde estaba el diminuto vestuario, donde pude cambiarme sin que me observaran todos, incluído el profesor.

Acabé exhausta ese primer día. Alberto era infatigable y, sobre todo, estricto, aunque de una manera mucho más amena y simpática que la desagradable Mercedes. Desde ese día, tuve que ducharme dos veces al día: por la mañana y al acabar el gimnasio.

No obstante, aún no habían acabado las novedades de esa segunda semana. Y la que faltaba no me iba a gustar nada.

*************Fin de la decimoctava parte*************

Mas de Laura Anubis

Las cinco amigas. Libro Segundo (10)

Las cinco amigas. Libro Segundo (9)

Las cinco amigas. Libro Segundo (8)

Las cinco amigas. Libro Segundo (7)

Las cinco amigas. Libro Segundo (6)

La chica del doctor 7

La chica del doctor 6

La chica del doctor 5

La chica del doctor 4

La chica del doctor 3

La chica del doctor 2

La chica del doctor

Una diosa llamada Venus. Capítulo 19

Una diosa llamada Venus. Capítulo 18

Una diosa llamada Venus. Capítulo 17

Una diosa llamada Venus. Capítulo 15

Una diosa llamada Venus. Capítulo 15

Una diosa llamada Venus. Capítulo 14

Una diosa llamada Venus. Capítulo 13

Una diosa llamada Venus. Capítulo 12

Una diosa llamada Venus. Capítulo 11

Una diosa llamada Venus. Capítulo 10

Una diosa llamada Venus. Capítulo 9 (de verdad)

Una diosa llamada Venus. Capítulo 9

Una diosa llamada Venus. Capítulo 7

Una diosa llamada Venus. Capítulo 6

Una diosa llamada Venus. Capítulo 5

Una diosa llamada Venus. Capítulo 4

Una diosa llamada Venus. Capítulo 2

Una Diosa llamada Venus. Capítulo 3

Una diosa llamada Venus. Capítulo 1

Las cinco amigas. Libro Segundo (5)

Las cinco amigas. Libro Segundo (4)

Las cinco amigas. Libro Segundo (3)

Las cinco amigas. Libro Segundo (2)

Las cinco amigas. Libro Segundo (1)

Las cinco amigas (33. Fin del libro primero)

Las cinco amigas (32)

Las cinco amigas (31)

Las cinco amigas (30)

Las cinco amigas (29)

Las cinco amigas (28)

Las cinco amigas (27)

Las cinco amigas (26)

Las cinco amigas (25)

Las cinco amigas (24)

Las cinco amigas (23)

Las cinco amigas (22)

Las cinco amigas (21)

Las cinco amigas (20)

Las cinco amigas (19)

Las cinco amigas (17)

Las cinco amigas (16)

Las cinco amigas (15)

Las cinco amigas (14)

Las cinco amigas (13)

Las cinco amigas (12)

Las cinco amigas (11)

Las cinco amigas (10)

Las cinco amigas (9)

Las cinco amigas (8)

Las cinco amigas (7)

Las cinco amigas (6)

Las cinco amigas (5)

Las cinco amigas (4)

Las cinco amigas (3)

Las cinco amigas (2)

Las cinco amigas (1)