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Las cinco amigas. Libro Segundo (1)

en Transexuales

¡¡Hola a todos!! Muchas gracias por esperar y por mandarme tantos correos pidiéndome que continuase la historia. Aquí estoy de nuevo, dispuesta a contaros mis primeras andanzas en libertad (si es que realmente tengo tal cosa). Como siempre, este relato cuenta historias de feminización forzada, negación del placer, sumisión y un montón de erotismo psicológico, mucho más que crudas descripciones de actos sexuales, aunque las va a haber, más que en el primer libro. Quiero contar cómo me sentí mientras aprendía a ser mujer por mí misma, sin estar tutelada por todo un equipo de profesionales... Y sí, cómo fueron mis primeras relaciones sexuales. Cómo las afronté. Y lo que mis primeras parejas produjeron en mí. Naturalmente, también contaré lo que les fue pasando a mis cuatro amigas, a medida que nos fuimos encontrando. Espero que os guste como me gusta a mí.

LIBRO SEGUNDO.

1.
Me enfrentaba completamente sola a lo desconocido. En realidad, no era más que una niña pequeña, desorientada, asustada, tímida, en medio de una ciudad enorme que me quería devorar. Eso sí, una niña sobre tacones de vértigo y un culazo enorme que movía a cada lado mientras caminaba como me habían enseñado. Con un cuerpo escultural de cintura brevísima aunque, para mi vergüenza, apenas tenía pecho que mereciera llamarse así. Me levantaba sobre mi metro casi setenta... aunque si alguna vez hubiera podido andar sobre la planta de mis pies, algo que me está vedado de por vida, no mediría más de metro cincuenta y cuatro.

A pesar de todo, era una niña. No sabía cómo actuar en sociedad y, desde luego, no sabía cómo reaccionar ante otros hombres. Desde el taxista que no me quitaba la vista de encima en todo el trayecto hasta cada varón con el que me crucé por la calle cuando me dejó en la dirección que le había dado escrita en un papel, muy cerquita del mismo centro.

—¿Te ayudo? —me preguntó el chófer tras abrir el maletero, después de haberle pagado la carrera.

—No hace falta —respondí, insegura.

El señor se quedó ligeramente retirado, sin perder ni un detalles de cómo doblaba mi torso hacia delante, con lo que mi culo quedó en toda su gloria, magnificado entre la falda corta del vestido violeta que llevaba. Juraría que oí un tenue silbido.

Las posturas que me había enseñado Mercedes estaban ya tan interiorizadas como parte de mi ser que no podía moverme de otra manera y mis brazos eran mucho, mucho más débiles de lo que pensaba. Entre ambas cosas apenas pude levantar la maleta. Finalmente, tras poner mi infantil gesto de frustración, tuve que aceptar la ayuda que, entre risas, reiteró el taxista. Me sentía humillada. Un poquito al menos.

Había sudado con el breve esfuerzo y sentí la necesidad de retocar mi maquillaje. En cuanto me quedé sola (después de que el muy cerdo dedicase otro dedicado estudio a mi culo y a mis piernas desnudas) saqué un pequeño espejo de mi bolso y comprobé que apenas había daño. Menos mal.

Por fin, levanté la vista. Ciudad. Gran ciudad. Estaba en una acera no demasiado limpia y desde luego, más estrecha de lo que me gustaría, al lado de un edificio que ya tendría sus buenos cuarenta o cincuenta años. Coincidía con la dirección que me habían dado, así que busqué las llaves y abrí la puerta. Tenía que subir al tercero. Temblé al descubrir que no había ascensor. Las escaleras me parecían una trepada insuperable. Me quedé con cara de estúpida, con la maleta apoyada en el suelo y la boca entreabierta. ¿Realmente tenía que subir todo eso? ¡Si ni siquiera había sido capaz de sacar mi equipaje del maletero! Hipé levemente. Noté que me venían las lágrimas, y maldije mi emotividad a flor de piel, mi cuerpo, demasiado débil para el mundo real y todo lo que me había pasado en los últimos meses.

—¿Problemas con el equipaje, vecina? —me sorprendió una nueva voz masculina.

Era un hombre joven, atractivo. Rondaría los treinta, quizá un poco menos. Mediría sobre el metro ochenta, aunque a mí me parecía un gigante. Tenía los ojos verde oscuro y el pelo corto, castaño. Traía una barra de pan en la mano y, si me había devorado con la vista, yo no me había dado cuenta. Poco a poco descubrí que, al contrario que mis amigas y sus grandes pechos, a mí los hombres me solían mirar por detrás, lo cual tampoco me haría sentar mucho mejor. Al menos al principio, pero por lo menos me enteraba menos.

—No —dije rapidamente—... Bueno, en realidad, sí —admití finalmente, derrotada—. Me acabo de mudar a este edificio y ni siquiera soy capaz de subir la maleta.

—Hombre... —dijo con una sonrisa—. Seguro que sí que eres capaz. Pero estoy seguro de que te iba a costar. ¿Te ayudo?

—¡Por favor! —prácticamente le imploré.

Para el muchacho no pareció representar demasiado esfuerzo. Estoy segura de que me podría haber subido a mí y a mis cuarenta y siete kilos con la otra mano si hubiera querido.

—¿Cómo te lo puedo agradecer? —se me escapó, casi sin pensar.

Me arrepentí al instante. El chico se quedó callado, mirándome con sus ojos verdes intensamente. Sí. Resbaló la vista un momento por mi cuerpo. Se quedó mirándome las tetas. ¡¡Las tetas!! O mejor dicho, mi sujetador con relleno. Me sentí a un tiempo halagada y perturbada. Pero finalmente me miró a los ojos. Afortunadamente también, la vida no es una película porno. Se limitó a sonreír de nuevo, esa maravillosa sonrisa llena de dientes grandes y blancos.

—Me doy por pagado con un beso —dijo, poniendo la mejilla.

Yo apoyé mis labios levemente sobre su mejilla, tan tersa, tan rasurada. Mi corazón se aceleró un poquito. Era la primera vez en mi vida que besaba a un hombre. A un perfecto desconocido, por otro lado. Oh, Dios mío... Oh Dios mío... ¡Y qué bien olía a loción para después del afeitado!

—Por cierto —concluyó, después de mi breve ósculo—, me llamo Asdrúbal. Soy tu vecino de abajo. Justo debajo, la misma puerta que tu piso, la "B".

—Yo... yo soy Laura —acerté a balbucear cuando ya se iba escaleras abajo.

—Bienvenida al edificio, Laura —le oí, ya escaleras abajo.

Me hice un lío con las llaves, pero por fin logré abrir y lanzarme dentro. Cerré la puerta y apoyé mi culo en ella. Me tapaba la cara con las manos, tratando de recuperar la calma. ¡No podía volverme histérica con cada pequeño problema o desafío que me encontrase. Con mi físico, tan escuálido y tan provocativa —tetas aparte— como me habían hecho, iba a tener muchas, muchas situaciones similares. ¡Que yo había sido hombre y algo me acordaba de cómo miraba a las mujeres! Y si no tenía fuerza... no la tenía. Tendría que acostumbrarme, pensaba, mientras pasaba mis dedos por los aros de mis orejas... tan grandes y para siempre colgando ahí, tan llamativos. Tan... lejos de lo que buscaba y deseaba.

Por fin, más tranquila, exploré el pequeño pisito en el que iba a vivir: un dormitorio, cocina, baño, un saloncito y una pequeña terracita que daba a la calle. Eso era todo. Estaba limpio, era luminoso... y espartano. No tenía ninguna decoración en las paredes, que estaban recién pintadas, casi todas en tonos pastel. El dormitorio, especialmente, era completamente rosa. La cama era grande... enorme comparada con la del hospital, aunque descubrí que no era más que la tradicional cama de 135 por 180 cm. Tenía una cubierta del mismo color que las paredes. Una mesilla, un armario ropero y un tocador completaban la escena. Tenía un espejo de cuerpo entero en el ropero y otro en el tocador. Lo agradecí. Si no, me hubiera tocado maquillarme y depilarme las cejas todas las mañanas en el baño, sobre los pobres deditos de mis pies.

No quiero aburriros más con la descripción de mi apartamentito. Basta decir que para mí, era más que suficiente.

Comencé a deshacer metódicamente mi maleta, sin dejar en ningún momento las posturas tan forzadas que me habían enseñado. No doblaba nunca las rodillas para agacharme, a pesar del esfuerzo extra que eso representaba. Incluso mantenía la cabeza inclinada levemente a un lado o a otro, con languidez. Mi mente vagaba. ¿Qué es lo que tenía que hacer a continuación? ¿Qué se esperaba de mí? ¿Tenía que buscar trabajo? ¿Hablar con alguien? ¿Cómo iba a vivir? ¡Me sentía tan perdida! ¡Me horrorizaba la situación!

Sin embargo, iba naciendo en mí un viejo residuo masculino. Una involución de todo lo que me habían implantado o enseñado... o ambas cosas. Era libre, ¿no? ¿Qué me obligaba a seguir maquillándome y retocándome cada poco? ¿Por qué tenía que vestir siempre con faldas cortas? ¡No había ni un pantalón, ni siquiera una falda que llegase más allá de medio muslo! ¡Y la mayoría eran mucho más cortas que eso! ¿Y por qué siempre tenía que tener esa sensación de hambre en el estómago? En ese mismo instante decidí que iría a comer a una hamburguesería, lo más grasiente posible, y que me iba a comprar pantalones. Y holgados, a poder ser. ¡Era una mujer, pero yo decidiría de qué tipo!

¡Qué gran error cometí!

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