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Las cinco amigas (9)

en Transexuales

*************Novena parte*************

Me acerqué directamente a la persona que atendía el bar. Era una mujer de unos cuarenta y tantos años, muy bien conservada. Estaba sentada delante de la caja registradora. Tenía el pelo rubio (creo que no he visto tantas rubias juntas en mi vida) en un conservador peinado recogido en un moño bajo. Era muy delgada y sólo destacaban dos impresionantes pechos, algo caídos, en su figura recta como la de una escoba. Vestía un feo uniforme de camarera de rayas verdes y blancas muy juntas, pajarita incluida. El gran escote, en el que se veía la palidez de sus senos parecía tan de más en su ropa como éstos en su cuerpo. Sonrió con su boca pequeña de labios gordezuelos, pintados de un discreto color marrón y pude ver sus dos filas de dientes uniformes y tan blancos que relucían. Algunas arrugas tenues se marcaron en la comisura de los labios y el contorno de los ojos.

—Hola —saludé, con cara de desorientada—. Quiero una...

—... Sí, si —me interrumpió—... Ya sé. Bandeja de desayuno.

Se levantó y, sin dejar de sonreír fue trayendo, sucesivamente, un zumo de naranja recién exprimido, un bol con dos cucharadas de cereales, leche fría y una manzana. Eso era todo. Me quedé mirando con una expresión tan desilusionada que la camarera me apretó el antebrazo en un gesto de compresión.

—Es tu primer día, ¿verdad? Te acostumbrarás. Sólo parece malo al principio.

Le sonreí a modo de agradecimiento y me fui con mi bandeja en las manos. ¡Por Dios, tenía hambre para comerme un buey con patatas!

Cuando levanté la cabeza, de nuevo tenía el mar de mesas ante mí, con sus escasas ocupantes. Me seguían mirando todas. Todas absolutamente. Empecé a pensar que había hecho algo muy mal. Quizá mi maquillaje era más horroroso de lo que me había parecido en un principio. En cualquier caso, de pie estaba llamando mucho más la atención que cuando me sentara. Era la primera vez que agradecía ser más pequeñita que mi "yo" pasado.

Caminé en diagonal hacia una de las mesas más apartadas. Intentaba fijar la vista en la bandeja que llevaba entre las manos y nada más, pero al pasar al lado de la rubia de aspecto vulgar, volví a cruzar mis ojos con los suyos, de un extraño azul eléctrico. Me sonrió y, para mi horror, me dirigió la palabra:

—¿Te gustaría sentarte conmigo? —dijo, en un tono agradablemente bajo y discreto.

Su voz era un poco más grave que la mía, pero en ningún caso se podría confundir con la de un hombre.

Lo que mi cuerpo pedía en ese momento era lanzar la bandeja al aire y salir corriendo de aquel sitio (¿podía correr con esos tacones?), pero naturalmente, fui incapaz de hacerlo. Incluso de rechazar su ofrecimiento. ¡Cuánto he agradecido, a lo largo de mi vida posterior, que me dirigiera aquellas palabras!

—Gracias. Lo haré encantada.

Dejé la bandeja formando un ángulo de noventa grados con la suya y me senté en la esquina adyacente del cuadrado que formaba la mesa. Aunque el estómago se me encogía dolorosamente por el hambre, me pareció de mala educación empezar inmediatamente a engullir lo que tenía delante.

—Me llamo Laura —le dije, dudando si estrechar la mano o darle un beso. Ella me sacó de mi momentáneo apuro.

—Yo soy Dalia —respondió, plantándome un ósculo en cada mejilla. El nombre me sonaba... ¡pues claro! —. En realidad, creo que nos conocemos.

—...De la selección de personal —la interrumpí.

—...De octubre de 2006 —terminó mi frase.

—Así que tu eres... —me asombré, con los ojos como platos y la boca abierta.

Asintió con la cabeza. El aspirante "número uno". Al que le cambié el sitio. Ahora entendía lo de sus tetazas comprimidas contra el pijama. Me fijé con detenimiento. Tenía el pelo rubio (yo sabía que era teñido) cortado en un estilo de media melena informal. La nariz era recta, de proporciones griegas. El color eléctrico de sus ojos almendrados se debía a las lentillas que tenía que llevar La sombra de ojos en ese mismo color aunque más oscuro contribuía a acentuar la sensación. Sus cejas eran similares a las mías en forma y grosor, un poco más arqueadas. Sin embargo, sentada tan cerca de ella podía ver que, en realidad no eran capilares, sino pigmentadas sobre la piel. Sus labios eran gruesos, rojos y su boca grande. Era una boca que apetecía besar... o utilizar para otras cosas. "Quien pueda hacerlo", pensé, con un regusto de amargura. Todo su rostro rezumaba sexo. No como el de Isabel, que con su voluptuosidad desbordaba sensualidad un punto etérea; esto era más físico.

Sus pechos debían ser un incordio. Tenía la espalda muy recta. Ninguna de sus poses era natural o relajada y eso hacía que las tetas sobresalieran aún más, pasando el borde de la mesa. Y eso explicaba también que tuviera la bandeja algo alejada: si la tuviera pegada, ni siquiera vería lo que contiene. Al menos, mi culo quedaba detrás y molestaba menos en mis tareas. Entonces me di cuenta de que mis nalgas ocupaban la totalidad de la silla en la que estaba sentada, hasta el punto de que mis caderas rozaban con los brazos del asiento.

Sus manos eran más grandes que las mías (algo fácil, por otro lado) y tenían una maravillosa manicura francesa en tonos rojos y blancos. Estaba tan alejada como yo de su origen masculino... pero ambas éramos extremos opuestos del concepto de feminidad.

—¡Cuéntame! —le susurré, agarrándole una mano que había caído cerca de mí— ¿Qué sabes de lo que nos ha pasado? ¿Qué es esto?

—Tranquila —me respondió, haciéndome una suave caricia en mi antebrazo—. No hay demasiado que contar. Me desperté aquí hace una semana, más o menos, y con el cuerpo que ves —hizo un gesto con las manos a lo largo de sus costados, como señalándose—. Desde entonces paso el día entre aprender cosas de chicas y pasearme un poco por las instalaciones.

Parecía bastante feliz. ¿En una semana puede cambiar tanto una persona? ¿O realmente deseaba que le pasara eso? ¿Sentiría tanta frustración sexual como yo, pero había aprendido a canalizarla?

—¿No te importa lo que te han hecho? —le pregunté.

—Francamente, Laura... He de decirte que cada día menos.

Había algo en sus gestos excesivamente amanerado. Eso sumado a su físico era lo que me producía ese efecto de vulgaridad. Pero no me sentía rechazada por ello. Ser compañeras de infortunio me unía más de lo que me separaba cualquier otra cosa. ¿Acabaría yo como ella? Isabel me lo había dicho y el médico también... pero yo seguía aferrada a mi idea de ser yo misma para siempre. No pensé lo que había cambiado ya en menos de veinticuatro horas. Sólo cuando una mira hacia atrás con calma e instrospección es capaz verlo.

—Pero... —le pregunté con más emoción en mis gestos de la que me hubiera gustado mostrar— ¿cuando despertaste ya te sentías así?

Se lo pensó un rato, mirando al techo con esos ojos azules que casi daban miedo antes de contestar.

—No... creo que no... Yo quería volver a ser yo... Creo —luego volvió a sonreir y su mirada eléctrica se iluminó —. ¡Pero la verdad es que ya no me importa!

—¿Has visto a alguno de los otros? ¿Quienes son las demás pacientes?

Lancé mi vista sobre la habitación y la reposé en las cuatro mujeres con pijama que estaban en la cafetería. Ya no se fijaban en mí, para mi inmenso alivio. Una ojeaba con aspecto disperso una revista. Las demás daban cuenta de su escaso desayuno con una avidez impropia de sus estilizadas figuras.

—Pues creo que eres la primera de nosotros cinco. La verdad —rió levemente— es que ya he cruzado más palabras contigo de las que tuvimos aquella mañana. Tiene su gracia.

En mi mente, los sucesos de mi anterior vida se estaban difuminando con una asombrosa rapidez. Y lo peor era que no era consciente de que me estaba pasando. Ni siquiera en ese momento en que tuve que pensar en ello.

—En cuanto a las demás —continuó, volviendo a la seriedad—, es que, hasta donde yo sé, todas han sido hombres, como nosotros. No sé cuanto tiempo llevan... Algunas parece que meses, y otras han llegado y se han ido en la semana que llevo viviendo aquí. No sé a qué se debe eso.

—¿Y en qué empleas tu tiempo? Quiero decir... ¿qué haces aquí todo el día?

—¡Huy! No creas que tengo mucho tiempo para perder. Tengo que seguir un riguroso curso para aprender a ser mujer. Creo que tú has empezado hoy —me señaló el maquillaje de manera que logró sonrojarme ante mi impericia—. ¡Pero no temas, mujer! ¡Pronto lo dominarás, como yo!

—¿Y qué más clases tienes?

Temía que me pudiera decir que la forzaban sexualmente o algo similar. La idea del sexo como mujer rondaba por mi mente... y me aterrorizaba. Yo creo que no me sentía ya atraída por las chicas, pero desde luego mucho menos por los hombres. Sólo de pensar en el repugnante médico que me recibió al despertarme me daban naúseas.

—¡Ay, chica! —respondió, con un ademán de su mano izquierda, moviéndola rápidamente hacia delante— ¡No seas tan agonías! ¡Ya lo irás viendo poco a poco! ¡Mujer, tienes que aprender a ver las cosas con la debida paciencia!

—Estoy completamente de acuerdo —me sobresaltó una conocida voz detrás de mi—. Ya veo que no tienes hambre... Ni has tocado la comida.

Era Isabel. Sonriente, elegante e impoluta como siempre.

—Huy, perdona —le dije—. Estaba tan ensimismada con Dalia que no he podido... Pero ahora mismo...

—No, no —me interrumpió—. Ya no tienes tiempo. Venga, tenemos que ir a la peluquería.

—Pero... Pero... ¡Me muero de hambre!

Sin embargo, ya me había vuelto a poner en pie, alejándome de la bandeja.

—Ya será menos... ¡Venga perezosa, que han pasado tus quince minutos!

—¡Hasta luego, Laura! —me dijo la mujer en que se había convertido mi compañero de examen con una sonrisa un poco burlesca—. ¡Hasta la próxima!

—Adios... —me despedí con apenas un suspiro de mis labios fruncidos.

Isabel y yo, caminando casi al unísono (porque yo intentaba imitar sus cortos pasos, su cimbreo, la forma de apoyar punta y tacón, en ese orden) salimos del bar y cruzamos el pasillo a una habitación que estaba casi enfrente, donde se podía leer "Peluquería" en un breve cartel a la derecha del umbral.

—Laura, eso no puede volver a pasar —me dijo en un tono más serio del habitual, que me puso la carne de gallina.

—¿El qué? —pregunté con timidez.

—Una chica tiene que hacer sus cinco comidas para estar saludable. Aquí tienes una dieta diseñada exactamente para ti y para continuar tu adaptación a quien eres ahora. No puedes empezar a saltártelas porque te de la gana...

—Pero Isabel... —tartamudeé—. Jo... Pero si tengo mucho hambre —acabé, casi sollozando.

Justo antes de entrar en la peluquería, me añadió al oído:

—Una señorita a la que le rugen las tripas, como a ti, no es una señorita. O comes o aprendes a callarlas —su tono ya era jocoso, aunque muy, muy bajito. Casi un susurro.

Con eso consiguió de nuevo sonrojarme hasta que me ardían las puntas de las orejas. No había estado tantas veces de ese color en mi vida como en las escasas horas que llevaba con apariencia de mujer.

*************Fin de la novena parte*************

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