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Las cinco amigas (7)

en Transexuales

*************Séptima parte*************

Entré al baño y cerré la puerta detrás. Dejé la maquinilla y el gel sobre el lavabo. Ahí me tenía de nuevo, delante del espejo. El pelo era una auténtica maraña y tenía ojeras de haber llorado y de no haber dormido lo suficiente (¿o lo había hecho?. Seguía sin saber qué hora era... ni qué día, ni siquiera qué año). Suspiré y me quité el pijama. Volví a mirar mi cuerpo desnudo. Me fijé de nuevo en mis diminutas tetas. ¡Joder! ¡Ni siquiera estaban proporcionadas!. Eran una pequeña protuberancia con una gran aréola ligeramente abultada y un pequeño botón en la punta. Además, mi piel era blanca por lo que no entendía ese color tan marrón. Definitivamente, lo habían hecho bastante mal. Lo único bueno que le veía es que si tenía que hacerme pasar por hombre esos pechos no serían un incordio. Claro que...

Di dos pasos más hacia atrás para examinar cómo mi tronco tenía forma de guitarra, tremendamente sensual. Las curvas eran deliciosas con esa cintura tan estrecha que me habían dado... pero ese culo... Ya sé que lo estoy nombrando demasiado, pero es que no os imagináis lo que representó para mí... incluso lo que representa ahora ese volumen imposible de disimular. ¿Qué hombre tiene unas nalgas que empequeñezcan las de Jennifer López? Puse por primera vez una mano en uno de mis senos. Apenas llenaba el cuenco central de la mano. A continuación me giré hacia un lado para observar mi perfil.

Si echaba los hombros hacia atrás, mi pecho aún intentaba sobresalir ligeramente. Desde esa perspectiva, la aréola se veía más hinchada, como la de una adolescente que inicia su desarrollo. Pero, naturalmente, el culo volvió a centrar mi examen... y mi horror. Si frontalmente su presencia era notable, de perfil podía observar lo enorme que era. Casi parecía un añadido pegado a mi cuerpo. Lo maravilloso era que se mantuviera tan firme. Supuse, como luego demostraría la experiencia, que iba a tener que hacer muchas, muchas horas de gimnasio para mantenerlo. ¿Qué clase de persona requiere una mujer con un culo desproporcionado y prácticamente plana? ¡Menudo pervertido debía de ser!

Me reí entonces. ¿Pervertido por eso? Cogí de nuevo entre mis dedos mi micro pene sin vida y volví a sonreír. ¡Menudo monstruo que debía ser, y en menudo monstruo me había transformado!

Volví a analizar mis pensamientos. Respecto al anterior examen de mi imagen, temeroso y precipitado, éste lo había realizado con minuciosidad y aceptándome. Intentando conocerme para saber más de mi recién estrenada anatomía, no para negarla. Otro cambio de actitud.

Tenía que empezar mi rutina antes o después, así que me encogí de hombros y, desnuda, recogí los enseres de depilación. Me descalcé para introducirme en la bañera. Cuando mis dedos tuvieron que sostener sin ayuda todo el peso de mi cuerpo, decidí que no iba a ser capaz de estar el tiempo necesario. Suma a eso tener que levantar las piernas de una en una para depilarlas, reposando todo el peso sobre la otra... No. Imposible. Mejor lo haría por partes.

Me volví a calzar y me acerqué al espejo. Empezaría por las axilas. ¿Sería muy diferente a afeitarse la cara, como llevaba haciendo casi todas las mañanas durante media vida? Bueno... sí y no... La mecánica era muy similar. El problema fue no conocer mis axilas como mi rostro. Con paciencia y mucho rato de observación, en unos diez minutos había pasado la cuchilla por todas las partes en las que en algún momento podría aparecer vello. Me sentía otra vez un poco estúpida al depilar lo que no tenía pelo.

Luego me senté en la taza y separé las piernas. Tocaba repetir la operación con el pubis, que podía mirar directamente. Tener que observar mi diminuto colgajo e ir apartándolo a uno y otro lado mientras realizaba la operación me hizo sentir tan mal que finalmente unas lágrimas se escurrieron desde mis ojos. Pero no por eso bajé el nivel de concentración. Mientras por un lado me sentía terriblemente humillada, por el otro quería sentirme hermosa, e Isabel me estaba enseñando que para serlo había que hacer las cosas que estaba haciendo.

Por último, me tocó repetir el proceso con las piernas. Para eso me puse de pie y coloqué la pierna a rasurar sobre la taza. La postura era incluso dolorosa para mis pobres pies. Hacerlo descalza hubiera sido un verdadero suplicio. Pero la incomodidad tampoco me detuvo y pasé la maquinilla por toda la extensión de mi piel, primero una pierna y luego la otra.

Me habia costado quizá más de media hora, estaba sudada y dolorida, pero había terminado. "Ahora sólo queda ducharme", pensé. Qué equivocada estaba...

—¿Has terminado ya? —llamó Isabel a la puerta, sobresaltándome por segunda vez en un día. ¿Me asustaba antes con tanta facilidad?

—No... Aún me queda ducharme.

—¿Pero... qué has estado haciendo hasta ahora? —se extrañó.

—Pues... depilarme... —dije, con inseguridad en la voz.

—¡Válgame Dios! ¡Menos mal que te he levantado a las seis de la mañana... si no, llegábamos tarde a la peluquería seguro... ¡Venga, date prisa!

¡Hombre! Por fin una referencia horaria que podía servir para ajustar mi reloj interno. Si quería ajustarse, claro...

—Ya voy, ya voy...

Un momento... ¿peluquería? Bueno... claro. Todas las mujeres se hacen cosas en el pelo y el mío, salvo por su longitud, parecía el mismo de siempre, masculino y sin estilo alguno. Mejor no pensar en ello y entrar de una vez al agua...

—¡Ah! —añadió, desde el otro lado de la puerta— Y recuerda esto: mejor estar guapa y tardar más, que correr y dejar alguna imperfección.

Aquellas palabras quedaron marcadas a fuego para siempre en mi subconsciente: la belleza, lo primero.

Así que volví a quitarme las sandalias y, sobre los dedos de mis pies, me introduje en la bañera. La sensación del agua caliente, casi ardiendo, sobre mi piel fue deliciosa. Parecía que su fuerza arrastraba todo, llevándose el malestar y las preocupaciones por el sumidero. Dos veces intenté bajar mis talones hasta ver cuánto podían descender y en ambos casos la leve molestia se convirtió en dolor penetrante apenas bajé un centímetro.

Mis gemelos empezaban a temblar por el esfuerzo de mantenerme de puntillas, así que cerré el grifo y cogí el bote de champú sin marca que encontré en el pequeño aparador interior. Siempre he tenido el pelo corto, y enjabonarme tanta cantidad de cabellos y además, enmarañados, me llevó más tiempo del que pensaba.

Para el cuerpo encontré un bote de gel de un penetrante olor a avena que esparcí sobre mi cuerpo con una esponja que resultó ser más áspera de lo que esperaba. La molestia en mis gemelos y pies era ya tan grande que decidí frotarme con energía de todas formas y aclararme lo antes posible. Al final, como me temía, la ducha había resultado más molesta que placentera. Si también me habían robado ese placer... ¿qué me quedaba?

De nuevo poniendo morritos y frunciendo el ceño de esa manera inconsciente que parecía ahora parte de mi repertorio gestual, salí y agradecí sentarme en la taza a descansar. Me sequé los pies y luego enrollé la toalla alrededor de mi cuerpo, justo por debajo de mis axilas y, con un cierto alivio, me deslicé en mis tacones imposibles. De esa guisa abrí la puerta del baño para avisar a Isabel. Estaba sentada sobre mi cama, retocándose, con ayuda de un pequeño espejo de mano, el maquillaje que había quedado dañado por sus lágrimas. Ya había vuelto a estar tan impoluta como cuando había entrado en mi habitación hacía... ¿una hora, quizá? Oh Dios... definitivamente mi percepción temporal no estaba bien.

Me miró entre horrorizada y divertida.

—Pero... ¿qué haces? —preguntó.

—Sa... salir del baño —titubeé.

Yo no entendía que era lo que causaba perplejidad en Isabel. Me había anudado la toalla encima del pecho, y no a la cintura como era mi costumbre masculina. ¿Entonces? Quizá si me hubiera visto, con el pelo empapado y aún lleno de nudos cayendo en cascada sobre mis hombros hubiera notado algo extraño. Pero yo no era capaz de verme a mí misma sin un espejo.

Se leventó agitando la cabeza y caminó hasta el baño con ese oscilante movimiento de caderas al que ambas estábamos condenadas. Salió con otra toalla y me explicó cómo enrollármela en la cabeza.

—No puedes ir con el pelo suelto recién lavado. Tenlo cubierto hasta que lo peines y lo seques.

Y ahí empezó otra tortura cuando, sonriendo, me entregó un cepillo.

—Cuando acabes de secarte todo el cuerpo, debes dejar tu pelo completamente libre de enredones.

—¿Y cómo hago eso?

—Con paciencia. Fíjate. Por ser tu primer día te voy a ayudar.

Empezó a pasar las púas por mi melena, estirando hasta deshacer cada nudo.

—¡Duele! —exclamé.

—Ser bella duele, Laura —respondió, sin siquiera bajar el ritmo. Y piensa que mañana tendrás que hacerlo tú sola, como todas las mañanas.

Luego llegó el secador de pelo y un cepillo redondo con el que se suponía que tenía que mantener los rizos que mi pelo en breve iba a tener.

—Por cierto —dijo, mientras yo hacía mis torpes esfuerzos con cada adminículo en una mano, sentada sobre la cama—, es la última vez que usas ese champú. Desde mañana usarás uno específico para cabello teñido y rizado. ¡Y jamás, jamás dejes de usar acondicionador!

Se calló un momento, pensando, antes de volver a hablar:

—Mira... no estoy segura de lo que has hecho ahí dentro. Creo que debería haberte vigilado.

¿Verme desnuda? ¿Controlarme como a una cría de 6 años? ¡Vamos hombre! ¿Cómo iba a permitir eso? Pero no dije nada. Tan sólo me sonrojé. Como respuesta, ella me sujetó las manos para que detuviese mis movimientos que, aunque torpes, ya tenían cierta soltura. Paré el secador y la miré.

—Laura... ¿qué te parecería si mañana mi bañase contigo?

No podía ser. Un profesor, guía, o lo que fuera Isabel no se desnuda delante de sus alumnos. Me encogí de hombros, sin saber qué responder.

—Creo que te vendría bien y si me ves desnuda no te sentirías tan violenta, ¿no?

¿Qué clase de lógica era esa? ¿Estar dos mujeres desnudas es menos violento que estar una sola?

—No sé, Isabel —dije al fin—. No me parece una idea... normal. Ya lo estoy pasando bastante mal tratando de adaptarme a mi cuerpo y a lo que sea que han hecho con mi mente como para ducharme contigo como si fuéramos... no sé... madre e hija. Te juro que jamás se me habría ocurrido una propuesta semejante.

—Sí... tienes razón. Perdona, Laura. A veces pienso cosas raras. Pero te juro que no tenía ningún interés sexual al proponértelo. De hecho —añadió, mirándome fijamente con sus ojazos azules—, yo no tengo deseo sexual.

—¿No? —se me escapó, mientras recordaba mi frustración de la pasada noche. Casi mejor no tenerlo que no ser capaz de satisfacerlo...

—Bueno... dejemos de hablar de mí —dijo, poniéndose en pie—. Acaba de secarte el pelo y ponte el pijama. Es hora de tu primera clase de maquillaje.

Oh, no... ¿Cuánto tiempo debía dedicar cada mañana sólo a "embellecerme"? ¿Me iba a quedar tiempo para algo más en el día?

*************Fin de la séptima parte*************

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