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Una diosa llamada Venus. Capítulo 7

en Dominación

            7.- APRENDER A ASUMIR ROLES.

            —Desnúdate —me ordenó, mientras el avión seguía volando hacia Dios sabe dónde.

            Me apresuré a obedecerla. En un momento, mi peculiar traje blanco esta hecho una pelota en una esquina del fuselaje interior. No me sentí cómodo por cómo me observaba, con esos ojos negros que ardían como ascuas de carbón y esa media sonrisa, enigmática, que parecía prometer mil placeres y mil terrores. Mi rabo seguía tan duro como era habitual. Un hilillo de líquido preseminal goteaba, casi de manera continua, desde su ojo.

            —Demasiado pelo —fue su primer comentario, tras fruncir levemente el ceño—. Tendremos que solucionar eso. No quiero nada por debajo de las cejas. De momento. Luego ya veremos.

            Ese “ya veremos” no me sonó precisamente a que en el futuro me dejase tener vello en las piernas, sino más bien a que peligraba el de mi cabeza.

            —Y tu cosita sigue manchándolo todo. Tampoco me gusta… De eso también nos ocuparemos, ¿verdad?

            Como a cualquier hombre al que amenacen su masculinidad aquello, me intranquilizó bastante pero, como su sonrisa empezó a ser más amplia, más amigable, mi desazón poco a poco fue pasando.

            —Anda, ven aquí.

            Con su dominancia habitual, me tumbó sobre la cama. Ella seguía con su breve atuendo negro. Pasaba sus dedos suavemente sobre mi pecho y mis tetillas, provocándome escalofríos de un suave placer. Excitante. Poco a poco fue bajando. No toco mi verga, pero sí que se entretuvo con mis huevos. La caricia, tan delicada, tan agradable, casi me hacía olvidar el monstruo que tenía entre sus piernas y el semen que acababa de tragarme, gran parte del cual aún estaba agarrado a mi garganta, como recordándome mi acto.

            —¿Qué piensas que tendríamos que hacer ahora, pajarito? —Me preguntó con una fingida inocencia—. ¿Tienes ganas de más sexo?

            Pensé mi respuesta. Con seguridad su cuestión tenía trampa. Mi respuesta podría llevarme a un error que me arrepintiera.

            —Yo quiero lo que tú quieras, esposa mía —acabé por responder.

            Ella no dejaba de acariciarme los testículos con mucho cariño.

            —Si yo decidiera que nos durmiéramos ahora mismo, ¿te parecería bien?

            Asentí con la cabeza. Entonces ella apretó mi paquete. Con fuerza, pero sin llegar a hacerme daño.

            —Y si yo decidiera seguir estrujándote los huevos, ¿también te parecería bien?

            Me puse tenso. Mucho. No quería que me hiciese daño y no sabía si lo decía en serio o no.

            —No me gustaría, Venus, pero he decidido pasar mi vida junto a ti y complacerte.

            Ella rompió a reír y soltó su presa.

            —Buena respuesta, buena respuesta. Hice bien en elegirte. Estoy muy contenta de que seas mi marido. Te amaré siempre, pequeño. Lo sabes ¿verdad?

            Me relajé y hasta me permití una sonrisa.

            —Sí, mi vida. Y yo te amaré siempre a ti también como te amo ahora mismo.

            Bien dicho, jovencito —acompañó sus palabras de un suave golpecito en mi nariz— Ahora vamos, quiero ponerte cachondo.

            —¿Más?

            Por toda respuesta, se arrancó la ropa que en dos tirones hizo compañía  a la mía. Era la primera vez en toda mi vida que podía verla desnuda. Su maravilloso cuerpo, su cintura casi innaturalmente diminuta, los dos firmes orbes que eran sus glúteos, poderosos, grandes y duros y, por supuesto, sus tetas, con toda la firmeza que se puede esperar de su tamaño gigantesco. Evitaba mirar el rabo y las pelotas descomunales que se bamboleaban bajo su pubis. Venus, vestida solo con sus tacones, daba elegantes vueltas, como una linda muñequita inocente.

            —¿Te gusta lo que ves, pequeño?

            —Me encanta —salió de mi interior, sin llegar a pensarlo.

            —¿Incluso mi paquete? —Preguntó, asiéndolo entre sus manos—. No… no respondas. Lo sé, pajarito… Pero, con el tiempo, también aprenderás a amarlo. Es tan parte de mí como mis ojos o mis tetas. Hablando de ellas. Ven —acudí inmediatamente—. Sujétalas con tus manos. Levántalas. Una, una. Poco a poco, criatura.

            Eran realmente pesadas. Mi mano desaparecería enteramente bajo su carne blandita y caliente.

            —Pesan diez kilos cada una, más o menos. ¿A que no lo sospechabas? Ya te dije que no muchas mujeres podrían tener este trofeo de los dioses en su pecho. Claro que yo no soy como nadie que tú hayas conocido. Y no, no lo digo por mi polla que tanto te intimida. Ya irás conociendo más cosas sobre mí. Me gusta que nunca te haya intrigado mi edad.

            Me hizo reflexionar de golpe. Es cierto. Jamás se lo había preguntado ni me había molestado en pensarlo. Obviamente era mayor que yo, pero no podía saber cuánto. Su cuerpo era decididamente juvenil, pero había algo en su forma de ser, en su mirada, que me hacía pensar en que quizá fuera más vieja de lo que aparentaba. Me callé, naturalmente.

            —Es por eso que a veces me vienen tan bien tus masajes. Como ahora, por ejemplo. Nunca me lo has dado sobre mi espalda desnuda. Es buen momento.

            Sin más ceremonias, se tumbó en la cama, moviéndose tan sensualmente como un ser vivo es capaz, sus largas piernas, su culo perfecto estando un momento en el aire (y su rabo asomando obscenamente debajo) antes de tumbarse. Sus tetas, aplastadas, salían por ambos costados. Yo me fui a sentar encima, pero me lo impidió.

            —Ni hablar. Con lo que te babea la cosita, ni de coña te tumbas encima de mí. Desde el lado. ¡Y cuidadito con mancharme!

            Me incliné, entonces, a su lado y comencé a estudiar su espalda. Sus músculos perfectamente definidos se dibujaban bajo mis dedos. No es que fuera una culturista, pero si forma física era envidiable. No encontré ni un defecto (ni siquiera un lunar) ni tampoco una contractura o una vértebra bloqueada: estaba en perfecto estado; el masaje no era una necesidad, era una forma de obtener placer y, como había dicho, seguir poniéndome a mil.

            La calidez y suavidad de su piel me excitaban, como sus suaves gemidos ante alguno de los movimientos de mis manos en sus dorsales y omoplatos. No tardó mucho en empezar a acariciarme de nuevo, sin dejar de estar tumbada boca abajo. Incluso llegó a rozar mi pene. Levemente, pero fue suficiente para transportarme al séptimo cielo. Mis brazos temblaron y tuve que ahogar un suspiro para continuar con el masaje.

            —¡Oh, pajarito! ¡Qué gusto! ¿Sabes? Me están poniendo cachonda otra vez.

            Esa frase a la vez me asustó y excitó. Me encanta ser capaz de despertar su sexualidad (después de todo, ese era mi cometido, según ella) y, al mismo tiempo, temía lo que podía hacer con su rabo. No era tan tonto como para pensar que, para sus propósitos, yo era todavía virgen. Mi culo estaba sin estrenar.

            Después de media hora, con mis dedos ya adormecidos por el esfuerzo y el roce continuo, Venus se levantó enérgicamente. Me sujetó por los hombros y me empujó hasta el suelo. Quedé de rodillas, con ella sentada al borde de la cama. Tenía una pierna a cada lado de mi cuerpo y, justo frente a mi boca, de nuevo su verga, dura y amenazante, con su peculiar glande plano.

            —Chupa, mi amor, chupa —me ordenó

            Y, de nuevo, por segunda vez en mi vida y con poco tiempo de diferencia, un rabo volvió a acomodarse en el interior de mi cavidad oral. Seguía sintiéndola tan rara como la primera vez y ella fue delicada (dentro de lo que puede ser cuando haces que alguien te coma el rabo). Me acariciaba el pelo con ternura infinita mientras yo intentaba aplicarme a algo que, intelectualmente, me parecía fuera de lugar por completo. Sus venas duras, su capullo hinchado, seguían deslizándose dentro y fuera de mis labios.

            Después de menos de cinco minutos, me lanzó sobre la cama. Esta vez estaba yo tripa abajo. Se puso encima en un instante. Notaba el peso de su cuerpo sobre mí y sus dos tetazas apoyadas en mi espalda. Su cola, húmeda de mis babas y sus secreciones, me empapaba los riñones. Al parecer, que me manchara a mí no era lo importante.

            —No temas, pajarito, —me susurró al oído—, no te voy a desvirgar esta noche. No así. Tu culo no aguantaría y no quiero desgarrarte. Con el tiempo, por supuesto, te follaré como no has follado tú jamás, pero no hoy. Hoy solo quiero empezar a entrenarte…

            Separó mis nalgas y, un instante más tarde, noté como su dedo, tras mojarse en sus propios jugos, enérgico, empezaba a abrirse camino. Inconscientemente, apreté el ojete.

            —No… no sirve de nada, Carlos. Relájalo. El dedo va a entrar igual. La diferencia es el daño que te voy a hacer. Esto será así siempre. Acostúmbrate. Cuando quiera follarte, será mi decisión, no la tuya.

            —No… no puedo.

            Se encogió de hombros y, como había predicho, poco a poco, a pesar de un dolor bastante grande, su yema entró en mi ano. Yo no hacía más que quejarme y retorcerme, pero ella estaba firmemente plantada sobre mí, lo que hacía inútil mis esfuerzos.

            —Me duele —le imploraba—, ¡me duele!

            —Tranquilo, amor mío… pronto pasará

            Pero en vez de eso añadió un segundo dedo. Noté como si me abriera en dos mitades lo cual, mirado con perspectiva, es gracioso. Su glande era al menos como cuatro dedos, quizá cinco y estaba pensado que entrase en mí.

            Para aquel primer día, parece que los dos dedos le parecieron suficiente. Cuando el dolor disminuyó (que no desapareció), bajó de mi espalda y me hizo elevar mis nalgas en el aire, hasta acabar a cuatro patas. Me sentía humillado. No era la postura que un macho desearía en situación alguna, mucho menos en su noche de bodas. Sin embargo, allí estaba yo, con parte de la mujer que amaba en mi recto y mi polla totalmente erecta. Tanto, que me dolía.

            Venus manipulaba sus yemas en mi interior, primero moviéndolas adentro y afuera, a pesar de que con eso conseguía que mi ojete ardiera por la fricción. Posteriormente empezó a buscar algo en mi interior… que acabó por encontrar. Aprendí más tarde que era mi punto P, la situación mi próstata. Fue un latigazo eléctrico, una especie de placer difuso e intenso. Rió cuando notó mi repentina rigidez y empezó a aplicarse especialmente. No llevaba mi treinta segundos haciéndolo cuando mi rabo, por voluntad propia y sin que yo hiciera nada, empezara a escupir mi semen, copioso y pegajoso, sobre las sábanas. Gemí.

            —Eso no te lo esperabas, ¿verdad? —me decía, con su voz sensual y grave—. No sabías que podías eyacular sin siquiera tocar tu patética cosita. Claro que no es un orgasmo como los que tenías antes de conocerme, ¿a que no?

            Tenía razón: no lo era. Era mucho más suave, más, en cierto modo, femenino. Aún así, me dejó con las piernas temblando y la erección desapareciendo poco a poco. Me sentía muy, muy insatisfecho sexualmente… y me sabía, además, sin posibilidad de satisfacerme.

            Ella sacó sus dedos y los introdujo en mi boca. Inmediatamente, un leve sabor de mis propias heces me embargó. Sentí arcadas y casi vomito el cuarto de litro de semen que era, hasta el momento, toda mi cena.

            —Deja mis dedos bien limpios —me mandó—. Al fin y al cabo —se reía, burlona—, son tus propias mierdas. Circuito cerrado. Y acostúmbrate… Deberás limpiarme siempre. ¡Siempre!

            Había dejado de ser amable, de ser dulce. De repente, era un ser hambriento de sexo y yo era su forma de satisfacerlo. Tumbado en el borde de la cama, volvió a usar mi boca como receptáculo de su miembro. Me folló el cráneo todo lo que quiso, entrando un par de centímetros más. Yo me sentía usado, con el culo en llamas, aún temblando mientras me usaba como una vagina en lata tamaño humano.

            —Espero que hayas disfrutado de cómo he ordeñado tu próstata—reía—, porque esos son todos los orgasmos que vas a tener en tu puta vida. Se acabó agitar tu diminuto rabo como si fuera una zamboba. Ahora vives para satisfacerme a mí. Eres mi juguete.

            Sus propias palabras la entusiasmaban. Yo, mero receptor, no podía hacer nada salvo sentir su rabo en mí hasta que, de nuevo, me llenó con chorros y chorros de semen. Increíble que pudiera volver a descargar tanta cantidad. Tragué lo que pude pero, como era de esperar, parte me resbaló por la cara hasta el pecho. Eso no le gustó mucho. Utilizó sus dedos para volver a introducir hasta la última gota.

            —Cómetelo. Cómetelo todo. ¡Todo! Mi lefa va a ser tu principal alimento desde ahora, así que no vas a querer desperdiciarla.

            Por último, me hizo limpiar todo su descomunal miembro, mientras iba perdiendo su singular dureza. Cuando pareció satisfecha, nos tumbamos, lado a lado. Volvió a ser tierna y acariciarme la cabeza.

            Yo estaba totalmente ofuscado. No sabía cómo sentirme, qué esperar.

            —Ya irás aprendiendo tu papel —comentó, condescendiente, como si de nuevo leyese mi mente—, pequeño mío. No te apures. No puedes pretender saberlo todo en una noche.

            —Pero… ¿lo que has dicho es verdad?

            —Todo.

            —¡Pero yo quiero tener orgasmos! ¡Y quiero cenar! Y quiero…

            Rompí a llorar mientras ella me abrazaba, me ponía en su regazo, sobre una de sus gigantescas ubres, y susurraba “sssh” de consuelo.

            —Dime, Carlitos… ¿de veras quieres cenar? ¿Ahora?

            Me di cuenta de que no. Me sentía lleno. Lleno de su semen. Con el estómago saturado de medio litro de él.

            —¿Lo ves? Cada cosa tiene su razón de ser, pajarito. Como tu falta de orgasmos. Te necesito cachondo y sexual… y la experiencia me dice que si te corres, eso mengua. Mis necesidades son mucho mayores que las tuyas. Además, has aceptado estar a mi lado para satisfacerlas. En ningún momento hemos hablado de las tuyas. Aprenderás a que las mías sean las tuyas. Y serás feliz, prometido.

            Sus palabras, a pesar de no tener ningún sentido si las analizaba, me resultaron extrañamente tranquilizadoras. Dejé de llorar.

            —¡Vamos! Ya habrán preparado la cena.

            Ella se vistió con una suave bata de seda.

            —No. Tú no te pongas ropa.

            Temí desobedecerla, por lo que, terriblemente humillado, salí denudo del dormitorio.

            Dos camareros habían preparado en el habitáculo principal mil delicias: caviar, langosta, carpaccio de ternera y cordero, cien postres diferentes… y un solo servicio.

            Mientras Venus comía, yo me limitaba a observar con una vaga envidia, porque mis tripas, llenas de sus jugos, estaban cerradas a la ingesta de alimento alguno.

            Ni siquiera se molestó en ofrecérmelo. Yo, por mi parte, bastante tenía con estar rojo como un tomate, desnudo ante sus servidores que, con toda seguridad, sabían lo que había ocurrido en el dormitorio del avión.

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