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Una diosa llamada Venus. Capítulo 17

en Dominación

17.- PRIMER AMANECER EN LA ISLA.

            Me despertó una sensación extraña en mis labios. Me sacó de un sueño dulce en el que Venus y yo éramos iguales y no me trataba como al esclavo que, de hecho, era. Paseaba de su mano por un campo de nubes violeta, al final del cual nos esperaba una mesa de picnic… pero nunca llegamos. Antes, esa cosa dura seguía empujando en la entrada de mi boca. Abrí los ojos. Era de noche y solo una tenue penumbra se filtraba por la ventana. Encima de mí tenía a Venus. Delante de mi vista estaba su ombligo y lo que pugnaba por penetrarme era, cómo no, su rabo grueso y venoso.

            —¡Calla, Pajarito! —me susurraba—. No quiero despertarme del todo, pero tengo ganas de correrme. Abre la boca. Ábrela ya.

            Lo último de lo que tenía ganas en ese momento era de otra sesión de chupar polla, así que entreabrí los labios para protestar. Mi error. Un instante después, su grueso pene llegaba hasta mi campanilla. Sin preparación, sin una caricia, sin un mimo. Era un deseo primario y animal y yo solo era su receptáculo. Nada tenía que ver el amor, ni siquiera el deseo, en ello. Sujetó mi cabeza con sus manos y empezó a follarme.

            —Así, así… ¡qué bien lo haces, pajarito! ¡Qué placer me das!

            Yo me estaba agitando bajo las sábanas, porque Venus había cambiado su manera de usarme. No era tan comedida, no era tan cuidadosa… Su glande plano llegaba cada vez hasta mi glotis (y aún así, quedaba bastante para que sus huevos tocasen mi barbilla) y volvía a salir. Eso provocaba en mí arcadas que a duras penas podía contener y hacía que mis miembros se agitaran, convulsos o agarrando con fuerza la ropa de la cama. Claro que a ella no le importaba. Estaba jadeando y disfrutando, mientras la abundante producción de saliva que causaban las arcadas se escurría por la comisura de mis labios y las lágrimas caían abundantes por mis mejillas, no por pena o la incomodidad, sino como acto reflejo.

            —Aguanta, mi pequeño. Así lo estás haciendo muy bien. Me encanta cómo me la chupas. Pronto tu garganta acomodará mi rabo. Muy pronto…

            Yo a duras penas la entendía. Me concentraba en no vomitar. No entendía cómo mi propio pene intentaba ponerse duro dentro de su funda. Estaba sufriendo. Lo estaba pasando realmente mal… y aún así, de alguna manera, lograba excitarme. No podía ni siquiera ceñir mis labios. Tan solo los mantenía la boca lo más abierta posible para no hacerle daño con los dientes, que sospechaba que no le iba a gustar. Así, los ruidos de su penetración en mi campanilla sonaban como quien pisa un pequeño charco.

            —¡Me corro, Pajarito, me corro! —acabó gritando, tal alto que sospeché que todo el palacio se habría despertado.

            Los chorros de su lefa, tan abundantes como siempre, me inundaron toda la cavidad. Salían tan fuerte que temí que, si respiraba, se fuesen por el camino equivocado y me encharcaran los pulmones. Tuve que empezar a tragar cuando empezaba a rebosar. Su sabor seguía sin gustarme, pero lo apreciaba, dado que era lo único que me alimentaba. Dudaba que esa situación pudiera mantenerse mucho tiempo sin caer enfermo. ¡Qué sabía yo entonces!

            Cuando terminó su orgasmo, sacó su verga, totalmente empapada de mis babas y restos de su corrida y se tumbó a mi lado. Al instante estaba de nuevo dormida. Yo no sabía ni qué hora era y no tenía ningún reloj a mano que pudiera mirar. Libre por fin de su control sobre mi cabeza, pude moverme, palparme los labios, enrojecidos, y limpiar con el dorso de la mano todo lo que me había babeado y las lágrimas que me impedían ver con normalidad.

            Fue en ese momento cuando empecé a llorar de verdad, ahora sí, de rabia, pena e impotencia. Me intenté incorporar, pero no pude. El puñetero corsé me lo impedía. Pensé en sentarme, pero eso quizá molestase a Venus y su descanso era fundamental. Finalmente, de lado, dejé que el sueño me venciese. A pesar de haber estado tan despierto, el agotamiento al que me había sometido me condujo de nuevo al mundo de Morfeo, con el sabor del semen aún agarrado en mi garganta.

            En mi siguiente despertar el sol entraba a raudales por las ventanas. Tenía las pestañas pegadas de lágrimas y mis babas se habían secado por mi barbilla y cuello, haciéndome doloroso el movimiento. Venus bostezaba a mi lado.

            —Una buena noche de sueño reparador, ¿verdad Pajarito?

            La miré sin responder. Por un momento pensé gritarle a la cara todo lo que había sufrido, lo utilizado, lo deshumanizado que me sentía, pero reflexioné a tiempo. Un breve destello en sus ojos como carbones y desistí. Me limité a bajar la vista.

            —¡Seguro que sí! —se contestó ella misma—. ¡Vamos, arriba, que te espera otro día lleno de experiencias únicas!

            A duras penas era capaz de bajar de la cama. Sentarme en ella fue extraño y difícil por el corsé que no me dejaba mover mi columna. Al principio, esperé sentir el dilatador anal clavarse en lo más profundo de mí, pero ese no momento no llegó. Me lo había quitado Venus sin mucha ceremonia la noche anterior y no me lo había vuelto a introducir. Me sentía extraño.

            —Ve a ducharte. —dijo, mientras soltaba sin aparente esfuerzo las correas del corsé—. Te quiero bien limpio y perfumado en diez minutos —me ordenó, cumplimentando su frase con una buena palmada en mi trasero, que picó más que dolió.

            —Pero Venus… ¿Cómo me voy a limpiar con el cinturón de castidad? —solo pronunciar el nombre me humillaba.

            —No te preocupes, Pajarito. Está pensado para utilizarse bajo el agua o en casi cualquier circunstancia. Acostúmbrate. No ha de ser molesto en la ducha. Bueno —rio, con una pizca de maldad en la mirada—, no más de lo habitual.

            A la porra mi idea de masturbarme furiosamente bajo el grifo. Otra vez frustrado.

            El cuarto de baño con la grifería de oro macizo era tan ostentoso como absurdo. Desnudo, tan solo con el aparato que encerraba mi rabo, me miré en el espejo. Tenía los ojos hinchados y estaba lleno de diferentes sustancias secas, pero ni un atisbo de vello había asomado por ningún lugar. Ni axilas, ni pubis, ni nada. Lo peor eran los aros que me colgaban de nariz y lo que habían sido mis tetillas. Tan obscenamente gruesos, tan fuera de lugar. No parecía mi rostro ni mi torso.

            Me sentía cansado y aún no había empezado el día propiamente. Afortunadamente, el chorro cálido de agua me calmó en parte, llevándose la suciedad y parte de mi frustración. Aunque seguiría matando por pajearme como antes de conocerla y tener un verdadero orgasmo, claro.

            En el interior solo había productos para mujer. Champús y geles y leches corporales. No supe que hacer. Era un detalle menor. En mi anterior vida, cuando era un chico que vivía en una ciudad normal, no sería la primera vez que utilizaba algún producto femenino si no quedaba del mío… pero ahí era un paso más en mi degradación. Mejor dicho, en mi confusión, en la mezcla entre sexos, entre no saber quién era yo… ni siquiera lo que era… y lo mismo con mi mujer.

            —¡Venus! —grité, para hacerme oír por encima del ruido del agua y de la puerta cerrada—. ¡No hay jabón para hombre!

            Silencio. Por fin se abrió la puerta y asomó su cabeza, con su melena negra asalvajada por la noche.

            —¿Y para qué lo quieres? Usa lo que hay. Me gusta que tengas el pelo sedoso y la piel suave. Y las fragancias que tienen, también.

            —Pero, pero… ¡Hay tantos botes! ¡No sé para qué sirven ni la mitad!

            Me miró como si pensase que le podría engañar. De pronto sus ojos rieron y salió.

            —Enseguida vendrá alguien a ayudarte, Pajarito. ¡Ah! —volvió su rostro ya desde la puerta—, no me gusta que grites. Que sea la última vez.

            Sonó mucho más serio que una amenaza, así que, tras tragar saliva le respondí con apenas con susurro:

            —Por supuesto, Venus.

            Me quedé bajo el chorro, absorto, con un bote en la mano, pensando si la había ofendido, si era normal que alguien me tuviese que ayudar o en qué podía consistir esa ayuda. Tanto que incluso mi deseo sexual disminuyó y mi polla dejó de hacer presión dentro del tubo que la aprisionaba y que impedía incluso la menor de las erecciones.

            Después de un tiempo indeterminado, pero que a mí me pareció muy corto, se abrió la puerta y apareció una criatura que ya conocía del día anterior, aquella a la que Kwanza había llamado Coletas.

            Entró caminando con sus característicos pasitos cortos, dado que seguía llevando esa especie de artilugio de tortura que hacía que su empeine estuviera casi totalmente vertical. La diferencia era que en vez de las botas altas de la noche pasada, llevaba un calzado más corto y aparentemente liviano, pero que seguía constriñendo sus pies para que solo se apoyase sobre la punta de sus dedos y sobre el tacón, de la misma longitud que su extremidad.

            Tenía los ojos azul muy claro y su cabello, rubio casi blanco, largo y sedoso, recogido en sus dos coletas habituales, una a cada lado de la cabeza, lo que le daba un aspecto más infantil del que le correspondía, ya que pasaba claramente de la veintena. Ni caminando de puntillas, como lo hacía, era más alta que yo, así que debía ser realmente bajita.

            No llevaba la habitual blusa blanca. En su lugar, una tira de tela de unos cuatro dedos de anchura ocultaba sus inexistentes pechos. Su sexo, fuera el que fuera, estaba tapado por una tradicional braga ancha que por detrás solo llevaba las costuras, dejando el pequeño y duro culo al aire. En medio, como el día anterior, una trenza más gruesa que mi brazo. Su dilatador anal era claramente visible y del mismo tamaño. A esa chica… o chico se la podía follar un elefante y no lo notaría demasiado ninguno de los dos.

            —Me han dicho que venga a ayudarte con la ducha —dijo, en una voz tan bajita que solo parecía un susurro. Me fui imposible discriminar si pertenecía a un varón o a una mujer.

            Sonreí, intentando aparentar la seguridad del conquistador que nunca había tenido ni podía aparentar desnudo en la ducha, con un bote en la mano y un cinturón de castidad demostrando que ni de mi propia sexualidad podía disponer.

            —Venus me ha dicho que mandaría a alguien. Quiere que utilice todas estas cosas y yo… bueno, no sé ni por dónde empezar.

            Coletas emitió un esbozo de sonrisa, quizá por mi comentario y no para burlarse de mí, pero inmediatamente la borró de su rostro y bajó la vista al suelo: estaba claro que la habían aleccionado, quizá a base de mucho miedo, para que no reaccionase de ninguna manera ante la amabilidad de terceros.

            —El champú se usa como el que seguro has usado toda la vida… —empezó a explicar con sus susurros.

            Ahí siguió una larga retahíla de aplicaciones, tiempos de espera, aclarados, etc, que yo intentaba memorizar lo mejor posible. Parecía toda una experta en ese tipo de sustancias. Quizá hubiera sido esteticista en su vida anterior o todo se lo habían enseñado en la isla. Preguntárselo no estaría de más.

            —¿Habías trabajado antes de venir aquí en belleza femenina… o masculina?

            Se interrumpió un momento. Me miró. Abrió la boca para responder, pero al final se limitó a negar con la cabeza.

            —No importa lo que hayamos sido antes, Pajarito —me explicó—. Lo que importa es lo que somos ahora, ¿vale? A mí se me da bien esto y por eso lo hago. Ahora déjame que te enseñe cómo lavarte el cabello. Lo tienes corto, pero sin duda crecerá. A nuestra ama suelen gustarle las melenas, como la mía.

            —Es cierto que tienes un pelo muy bonito —sonrió brevemente por la galantería y a continuación se puso roja. Tanto que no fue solo la casa, sino incluso el pecho el que enrojeció.

            —Pues es natural —me explicó—. A ella no le gustan los tintes, así que me dio este color para siempre, como puedes ver en mis cejas.

            Eran finas, pero indudablemente rubias. Nada que llamase la atención.

            —¿Dártelo? ¡Explica eso! No se puede cambiar cómo es el cabello de cada uno.

            —Claro —comentó, pasando sus dedos por mis brazos, lo que me causó un escalofrío de placer— y tampoco se puede eliminar con una crema todo el vello corporal de manera definitiva, ¿verdad? —tuve que rendirme ante la obviedad—. Mira, lo que ocurre aquí, su… tecnología o como quieras llamarla, es muy avanzada a la de tu país… o a la del mío. Yo no soy quién para contarte esas cosas. Ya te las dirán cuando lo consideren oportuno. Ahora, atento…

            Empezó su masaje en mi cuero cabelludo. Lo que había sentido al pasar sus dedos por mis brazo no tenía nada que ver con lo que ocurrió en mi cabeza. Las sensaciones estallaron, incluso me flaquearon las piernas y un hilillo de baba amenazó con escurrirse por mis labios, tal era la intensidad de lo que sentía. Sin embargo, no era sexual. Mi pene permanecía encerrado y tranquilo, al mismo tiempo que el placer que me aguijoneaba.

            —No… no sabía que se podía sentir eso cuando te acarician la cabeza —balbuceé.

            Oí algo parecido a una risita suave, como todo lo que tenía que ver con Coletas, detrás de mí.

            —¡Hay tantas cosas que no sabes!

            Durante un tiempo de espera para el aclarado, con mi cabeza llena de algún mejunje extraño, recuperado de la impresión de las caricias higiénicas, decidí romper el silencio e intentar saciar mi curiosidad.

            —Tus pies… Eso que llevas… —no sabía cómo preguntarlo sin ser descortés.

            —Son mis botas, ¿te gustan? —parecía entusiasmada. Apoyó una de ellas en la repisa de la bañera, para que pudiera admirar sus bien torneadas y firmas piernas y la forma vertical del pie—. Me dicen que pronto podré prescindir del tacón y andar solo con las puntas de los pies, ¿no es maravilloso? La verdad es que me encanta cómo me queda y me hace caminar de manera muy sensual, ¿no crees?

            A mí más que sensual me daba miedo. Miedo de que alguien decidiera ponerme algo así a mí.

            —Pero… ¿no es incómodo? —inquirí, con legítima curiosidad.

            —Bueno… —pensó, tocándose la barbilla un momento de manera indudablemente femenina—, al principio era un suplicio y, aunque bajar escaleras es fácil, subirlas es y será siempre muy complicado para mí, pero eso es lo de menos. Más incómodo es mi coletita anal y ya no la cambiaba por nada. ¿Te gusta?

            Acompañó sus palabras dándose la vuelta y enseñándome sus nalgas partidas desde bien cerca. No me cabía duda que lo que tenía esa chica detrás era algo inhumano. Tan de cerca, apostaría que una cabeza cabría también dentro de su ojete. Naturalmente, el pelo que salía de su dilatador era rubio. En vez de trenzado lo llevaba liso, en una coleta que hacía juego, a otra escala, con las que tenía en la cabeza.

            —El pelo es mío —rió, orgullosa también de ello—. Tres veces me creció y tres veces me lo raparon para hacer las coletas para mis juguetitos anales. ¡Es algo tan personal!

            Yo no entendía su entusiasmo, como no entendía casi nada de esa criatura ni, ya puestos, de la isla.

            Durante mi lenta y costosa ducha (acabada con agua fría porque “tonifica la piel”), el agua la había salpicado mucho aunque no se había metido en ningún momento conmigo en la bañera y la tira blanca que tapaba sus pezones se transparentaba totalmente. Se podía ver debajo dos tetillas sin desarrollar, como si fueran masculinas, aunque de color deliciosamente rosado. Finalmente, hice la pregunta que no me atrevía a hacer.

            —Coletas… ¿eres… eres un hombre o una mujer?

            Rió, pero mirando al suelo, de nuevo roja desde las nalgas hasta la frente.

            —¿Tú qué crees, tonto? —dijo al final, con más confianza pero sin llegar a levantar la vista.

            —Yo… yo… —¿qué podía responder? ¿Cómo no ofenderla sin me equivocaba? Pero todo… su actitud, su sensualidad, sus gestos… incluso su altura o el tamaño de sus manos eran decididamente femeninos. A cambio, como Yuan, no tenía pecho alguno… en cuanto a lo que hubiera entre sus piernas… me resultaba imposible de saber. No abultaba como lo hacía mi cinturón de castidad, pero tampoco podría saberlo—. Creo que eres una mujer —me decidí, al final.

            —¡Pues una mujer para ti, entonces! —respondió, sin aclararme en ningún momento si había acertado o no.

            Después de envolverme en dos toallas (una para la cabeza y otra para el cuerpo, por supuesto anudada a la manera femenina, sobre mis aún dolorosas argollas pezoniles), salimos a la habitación, que estaba vacía. Mi estómago rugía de hambre, pero en mi interior me había propuesto no volver a pedirle a Venus su orina para saciarme. Ese nivel de degradación ya había terminado.

            —Ahora tienes el pelo corto, pero cuando crezca necesitarás la toalla para envolvértelo, así que mejor vete acostumbrando ahora —me explicó una Coletas que había sacado el corsé que yo casi ni recordaba y que me oscureció el ánimo.

            —¡Venga! —dijo al verme decaído—. Si con él estás más guapa… Te queda una cintura preciosa.

            —Pero es que yo no quiero estar “guapa” —le solté.

            Reaccionó como si le hubiera dado un mazazo en mitad de la frente. Su rostro reflejó de repente un pánico irracional. Me agarró con fuerza el antebrazo.

            —¡No digas eso! —Por una vez me miró a la cara con sus bellos ojos azul celeste antes de darse cuenta y volver a fijarse en mis tobillos— ¡Has de estar guapa o como quieran que estés! ¡No te imaginas lo que puede pasar!

            —Pero Coletas —le sonreía para tratar de calmarla, sorprendido por su reacción—, yo soy un hombre.

            —Eso no importa. No importa nunca más. No tienes sexo definido. Ninguna de nosotras lo tenemos. Cuanto lo antes lo asimiles, mejor. Un día serás “guapa” y otro “guapo”. O no. Eso ya te lo dirán. Nosotras somos “personas”, simplemente. Nuestra sexualidad se reduce a dar placer si nos lo piden. Ya está. ¡Métetelo en tu dura cabezota y vamos a ponerte esto!

            Sabía que no tenía sentido luchar contra ello. Si rechazaba a Coletas, que sin duda era más débil que yo, vendría Kwanza o vete a saber quién y lo haría por la fuerza, así que dejé que me lo pusiera y me lo ciñera. Sorprendentemente, fue capaz de apretarlo incluso más que la negra el día anterior.

            —Cincuenta y tres centímetros —juzgó, tras pasarme una cinta de costurera—. ¡No está mal! Ya verás como cuando llegues a cuarenta y cuatro estás tan orgulloso como yo.

            Había elegido el masculino para dirigirse a mí y se lo agradecí.

            —Ahora, tu blusa blanca y ya estarás lista para las labores del día.

            Justo en ese momento se abrió la puerta y entró Venus. Acababa de devorar una manzana y dejó el corazón despreocupadamente encima de una cómoda.

            —Pajarito, veo que ya estás más o menos limpio. ¿No tiene ganas de desayunar?

            “Por favor”, pensé, “delante de ella, no”. Parecía ser la más accesible, casi una especie de amiga sumisa. No quería que me humillase con ella de testigo.

            De todas formas, no esperó mi respuesta. Se puso enfrente de mí, con los brazos en jarras y solo ordenó:

            —Cómemela. Ya.

            Como no podía agacharme, me limité a arrodillarme, un poco más atrás que de costumbre, para poder inclinar mi torso en bloque hacia delante. Si no, mi boca quedaría a la altura de su ombligo y no podría chupársela en condiciones.

            —No —dijo cuando acerqué mis manos hacia su pantalón de latex, rojo yo de vergüenza en vez de la rubia—, Coletas, no te vayas. Ven aquí.

            La chica obedeció, silenciosa y sumisa. Al contrario que yo, que me perdía en los ojos de Venus, ella jamás osaría establecer ese contacto.

            —Sácamela tú y pónsela en la boca a Pajarito —ordenó.

            —Sí, señora —murmuró con su voz habitual, tan bajita.

            Un momento más tarde, su rabo, gigantesco, tan grande que a duras penas cabía, estaba dentro de mi cavidad oral. No necesitaba más para saber que debía empezar a chupar. Me encontraba avergonzado como siempre, con un toque adicional por la presencia de la chica, que me acariciaba y me sujetaba de la nuca, con suavidad, mientras la dura verga de mi esposa me follaba, todavía despacio, todavía marcando yo el ritmo. Al mismo tiempo, deseaba su eyaculación, a pesar de que el sabor no me gustaba, a pesar de que no era placer sexual lo que le quería dar… tan solo por una sensación primigenia: hambre.

            —Las manos a la espalda, Pajarito —me ordenó—. Aún no te has ganado usarlas hoy para darme placer.

            Con una mano agarré la otra, de rodillas, descalzo, con mi espalda recta por el corsé y moviendo, como podía, mi cabeza para chupar su glande plano, adelante y atrás una y otra vez.

            —¡No tenemos todo el día! —farfulló, después de no demasiado tiempo—. Con la de veces que me la has de lamer, no podemos perder media hora cada vez. ¡Coletas! ¡Enséñale lo que hay que hacer!

            Las manos suaves de la chica de las botas de ballet me sujetaron los dos lados de la cabeza, de una manera muy parecida a como Venus solía hacer y empezó a moverme bruscamente adelante y atrás. Era como cuando mi mujer me follaba el cráneo, solo que era otra la que lo movía, de nuevo haciendo gala de una fuerza que no esperaba en tan delicado cuerpo.

            —¿Cuánto quiere penetrarle, señora? —cuestionó la rubia, haciendo que mis ojos se abrieran de terror. Mi cabeza era movida tan rápido que era difícil incluso mantener la concentración.

            —Hasta que toque la campanilla. Sin más. Todavía no más, ¿verdad, Pajarito?

            Con ganas le habría dicho que no, que eso jamás podría pasar a mi garganta, que me asfixiaba… que ya que me golpease la campanilla, como por la noche, me hacía saltar las lágrimas… pero no podía decir nada: estaba con toda la boca ocupada por un rabo gigante.

            —Así… aprieta bien los labios, esposo mío —¿había burla en esas dos últimas palabras?—. Quiero sentir bien el placer. Sí… joder, sí…

            Su capullo golpeaba en mi campanilla, provocándome arcadas, aunque menos que la noche pasada. Probablemente porque no tenía nada en el estómago.

            —Lo estás haciendo muy bien. Sigue así. ¡Pero qué bien! —me susurraba en el oído, casi imperceptiblemente, Coletas mientras seguía usando mi cabeza para darle placer al rabo de Venus.

            —Sí que lo hace bien… sí… Me corro, Pajarito, me corro….

            Y, de nuevo los chorros me llenaron. Los devoré tan rápido como los iba emitiendo, con fuerza, con energía. Varios golpeaban la parte posterior de mi garganta antes de ser deglutidos. Procuraba no saborearlo. No me gustaba su acidez, aunque era consciente que, como siempre, se quedaría agarrado a mi garganta y lo seguiría notando horas después.

            Cuando acabó, se dejó caer sobre la cama, con su monstruosa polla empezando a menguar poco a poco.

            —Coletas, ven aquí —ordenó. La chica se puso a su lado—. Pajarito, lo has hecho tan bien que te besaría, pero no voy a comer semen. Eso es cosa tuya, ¿a que sí? Así que esto lo hago pensando en ti…

            Cogió del cuello a la chica y la inclinó sobre su regazo para después depositarle un espectacular beso que me dejó con la boca abierta. Fiel a su costumbre, ella era la que penetraba. Coletas era una mera receptora de su lengua. Sin extraño, no me sentí tan mal como era de esperar porque, durante todo el tiempo que duró, Venus tenía sus ojos como dos carbones encendidos fijos en mí. Yo me limitaba, sin ponerme de pie, a mirarla y desear que fuera mi boca la besada. En lugar de eso, aún saboreaba la lefa de mi amada.

            Por extraño que parezca, en un momento determinado, todo pareció encajar: yo era su marido, por lo que tenía el derecho de comerme su lefa y el beso que depositaba a la joven era, de hecho, el mío. Me sentí, al menos unos minutos, en paz conmigo mismo. Hasta que Venus acabó, me hizo una suave caricia y se fue, no sin antes instruir a Coletas:

            —Acaba de prepararlo y que empiece con sus actividades para hoy.

            Me levanté, con ojos interrogativos. ¿Qué podía faltar?

            —Esta mamada te ha dejado lleno de fluidos —la mayoría eran mis propias babas, que surgían cada vez que tocaba mi campanilla—. Vamos a lavarte y luego ponte tu camisa blanca.

            —Ya estamos listos, ¿no? —le sonreí, tragándome la humillación de todo lo que había pasado y que no solo había sido testigo, sino que había participado mucho más activamente de lo esperable. Ella, por su parte, solo sonreía, con su piel tan blanca y tan imperturbable como cuando había aparecido con su especie de bikini hacía ya un buen rato.

            —¿No se te olvida algo?

            En su mano lucía una trenza con su dilatador anal. No era el del día anterior. En vez de ser como un bolígrafo, éste tenía el grosor de una zanahoria pequeña. Tenía dos pequeñísimas trenzas, largas y de color castaño.

            —Pero… ¡ese es más grande! ¡Me va a doler!

            —¿Doler? ¡No seas tonto! —Al mismo tiempo jugaba con su crin rubia… la que le salía del ano, con lo que me dejó sin palabras.

            Dolió, a pesar de la vaselina y de que Coletas fue delicada, mucho más de lo que cabría esperar en quien tenía un tronco de árbol centenario metido en el ojete.

            —Eso te pasa por dormir sin él. El culito se te vuelve a cerrar y luego te duele cuando hay que volver a abrirlo. Así aprenderás a dormir con el juguetito puesto. ¡Verás como no es tan incómodo!

            —¿Tú duermes con él? —le pregunté, medio en tono burlón, pensando que no sería posible.

            —Claro que sí… pero no porque se me vaya a cerrar… ¡Con el boquete que tengo! Mi culo ya no funciona para retener nada, Pajarito. Está roto. Dado de sí. Si no lo llevase, me cagaría encima.

            Tragué saliva. ¿Ese destino me esperaba?

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