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Las cinco amigas (10)

en Transexuales

*************Décima parte*************

En mi vida anterior, ir a la peluquería era un trámite que tenía que cumplir cada dos meses más o menos. Entraba en el local de Luis, un señor mayor y calvo (como casi todos los peluqueros, curiosa paradoja) y le preguntaba si tenía un rato para cogerme. Me sentaba en la una butaca que parecía tener cien años y a los veinte minutos salía con la cantidad de pelo imprescindible para peinarme. Y eso era todo. Mi conocimiento de lo que representaba para una mujer, para mí misma, era poco más que una idea difusa sobre secadores donde se metía la cabeza dentro y señoras que hablaban mucho durante mucho tiempo.

Así que, cuando entré en el salón de belleza, no sabía qué era lo que me iba a encontrar, aunque sospechaba que no iba a ser algo precisamente rápido. Al parecer, ser mujer consiste, principalmente, en perder mucho, mucho tiempo en buscar la belleza.

El local olía a laca con un leve toque de champú. Era un sitio cerrado, sin ventanas. En una pared tenía dos secadores de pie y, entre ellos, una mesita con un montón de revistas del corazón amontonadas. Enfrente había una sola silla, regulable en altura pero mucho más sencilla que los armatostes que estaba acostumbrado a ver. Justo al lado estaba una pila para lavar el pelo, con su rebaje para el cuello y todo, que tenía adosado algo parecido a una hamaca para tomar el sol en vez del tradicional asiento. Un enorme espejo y una repisa llena de productos de belleza, tantos que no podía ni siquiera abarcar de un vistazo, completaban el mobiliario. Y en el centro, como parte del mismo, una sonriente muchacha que a duras penas tendría la mayoría de edad.

Mediría en torno a ciento sesenta centímetros, con zapato plano (creo que es la primera vez que veía eso en las instalaciones). Era muy delgada y practicamente sin curvas. Algo más de pecho que yo (lo que se aplica al noventa y cinco por ciento de las mujeres) y practicamente sin caderas que reseñar. Tenía el pelo corto, en un complicado estilo que pretendía simular desorden, con un lado del flequillo más corto que el otro, que le caía por delante del ojo izquierdo. Lo tenía teñido en negro con mechas moradas. Mascaba chicle continuamente con una boca de labios finísimos, casi imperceptibles. Vestía un breve top que dejaba el ombligo al aire, decorado con un piercing en forma de media luna y un pantalón vaquero de cadera baja, que dejaba más que adivinar el tanga que cubría su sexo.

—¡Hola! —saludó cuando entramos, con un deje en la voz bastante afectado.

—Espera aquí —me dijo Isabel, tras contestar con un gesto a la chica—. Enseguida vuelvo.

Desapareció por una puerta situada justo a la izquierda de la entrada y que yo no había visto hasta ese momento. Unos momentos más tarde volvió junto a una mujer que rondaría los cincuenta. Me miró de pies a cabeza con una mezcla de asco e indiferencia. A continuación le dijo algo a la muchacha y volvió a desaparecer. No me dirigió ni una sola palabra. Ni siquiera conocí su voz.

—No te lo tomes a mal —me dijo Isabel, a la que al parecer le divertía la cara de enfado que se me había puesto— Es la jefa de la peluquería y es un poquito desagradable a veces. Pero ahora te quedas con Deborah que es una chica excelente. Volveré a buscarte cuando acabéis.

La aludida sonrió de nuevo y bajó la vista un momento, con timidez.

—Ven, ven por aquí —me dijo, con ese amaneramiento tan característico—,  que tenemos mucho que hacer.

Me condujo hasta el lavadero, y me invitó a tumbarme, dejando mi cabeza dentro de la pila, en la cual se desparramaron mis cabellos.

—Eres nueva aquí, ¿verdad? —hablaba, fuera de mi alcance visual, mientras abría botes y preparaba instrumentos que yo no lograba adivinar—. Se nota por tu pelo —continuó, sin dejarme intervenir—. En la vida has estado en una "esteticiene", ¿a que no?... Bufff bufff... Que desastre —decia, cogiéndome mechones y dejándolos caer—. Pero tengo que decirte que tienes suerte: Tienes uno de los pelos más bonitos que he visto. Fuerte, liso y abundante, sin ser grueso como esos... ¿cómo te diría? Sí... como de los negros, ¿sabes? Con ese pelo apenas se puede hacer nada...

—Bueno, tanto como suerte —interrumpí—... Así es como alguien ha decidido que sea yo. Aunque, de todas formas, es el mismo pelo que tenía antes de venir aquí.

—...Lo que sea. De todas formas, es la última vez que lo vas a ver así... Despídete de él, si quieres.

Mi corazón se aceleró. ¿Qué me iba a pasar? ¿Me iba a dejar calva?

—¿Por qué dices eso? —le pregunté, tratando de controlar el miedo en mi voz.

Esta Deborah (vaya con el nombrecito... no habrá bromas ni nada al respecto. ¿Quién los elige? A mi nadie me dio oportunidad de ser algo distinto a "Laura") era la primera persona desde mi despertar que no parecía superior a mí. No era algo palpable, algo demostrable... Era más bien una impresión totalmente subjetiva. Pero estaba ahí.

—Tranquila, mujer —¿tanto se notaban todas mis emociones hasta intentando disimularlas?—. Lo digo porque a partir de ahora tu pelo será negro y rizado con bucles grandes... Para siempre. Es lo que han decidido para ti, y así ha de ser.

Eso era lo esperado, así que volví a relajarme. Además, esa melena alborotada y sin ningún estilo no es que me gustase demasiado tampoco. Seguro que con el cambio mejoraba.

—Claro —continuó— que eso va a llevarte trabajo —"vaya sorpresa", pensé—. Tinte una vez al mes para teñir las raíces, y muchas peleas con el cepillo y el acondicionador, ya lo verás. Pero tienes suerte de pasar de castaña a morena. Al revés, o a rubia, sería mucho, mucho peor. Esas raíces negras son tan horribles en una chica de pelo clarito...

Por fin, entre una perorata interminable, oí el agua empezar a caer y, un momento más tarde, un chorro caliente caía sobre mi pelo, volviéndolo a humedecer después de todo el esfuerzo que me había llevado secarlo hacía unas horas. Pero lo bueno, lo verdaderamente bueno empezó cuando Deborah aplicó la primera capa de champú sobre mi cuero cabelludo y empezó a extenderlo con un masaje. La explosión de sensaciones sobrepasó todo lo que yo esperaba. Sus dedos me trasmitían oleadas de placer que, desde mi cabeza bajaban en forma de escalofríos que me recorrían la columna y se repartían desde los riñones hacia los brazos y piernas. Mis pezones se pusieron duros como piedras. Tanto que hasta se marcaron en el pijama, que no me quedaba precisamente ajustado en esa zona. Jamás en mi vida como hombre había sentido algo parecido. Naturalmente, me gustaban los masajes capilares, pero mis sensaciones nunca se acercaron a lo que estaba sintiendo en ese momento. Controlé cuidadosamente mi respiración, que quería tender al jadeo. Hubiera sido imposible que hablase en ese momento. Me descubrí mordiéndome el labio inferior. No pude dejar de hacerlo. La cría no me atraía en absoluto y, de hecho, su parloteo sin fin y su amaneramiento me resultaban un tanto cargantes; sin embargo, el masaje estaba logrando despertar de nuevo el deseo sexual en mí. Naturalmente, nada en mi entrepierna creció ni se movió un ápice. Sólo mi corazón acelerado y ese hormigueo por todo el cuerpo...

No sé si dió cuenta, pero Deborah dejó de hablar y se centró en su tarea. El lavado también incluía toda la melena y en ella, naturalmente, no tenía sensibilidad alguna. Repitió la operación dos veces. Cuando acabó, yo estaba roja como un tomate, tanto por la sensación como por la vergüenza de que lo descubriera. Si lo hizo, no hizo ninguna mención al respecto.

De ahí me llevó al funcional sillón en el que empezó a cortarme el pelo. En realidad, poco. Me explicó que, al rizarlo parecería más corto. Principalmente se dedicó a recortar sobre todo el flequillo, para dejarme la frente despejada. Al resto tan sólo le dio forma.

Luego volvimos a la pila, donde empezó a aplicarme un producto que olía terriblemente mal, como a amoniaco. Un olor penetrante que entraba por las fosas nasales y persistía. Aquello ya no tenía nada de erotizante y sí de pesado. Procuraba no retorcerme en la hamaca de incomodidad.

—No te muevas —me dijo—. Tengo que dejarte aquí un rato. Luego vengo, cuando el tinte se haya secado.

Durante esa media eternidad, reflexioné sobre algunas de las cosas que Deborah me había contado de sí misma. Tenía dieciseis años, aunque creía que antes era algo mayor. Yo también había rejuvenecido... ¡¡diez años!! ¿Nuestra edad aparente... era la real, o mi cuerpo seguía teniendo treinta y cinco? En cualquier caso, su comportamiento era el de una cría que empieza a trabajar. Se despertó siendo Deborah hacía seis meses y ya estaba totalmente adaptada a su nueva vida. Ni siquiera recordaba la antigua. Incluso me había contado que tenía novio. Ella también trabajaba para la Compañía, como Isabel, pero parecían tan distintas... Deborah estaba en el despertar de la adolescencia y era un auténtico caldero de hormonas, mientras que Isabel era siempre perfecta, sensual y elegante... pero sin nada debajo. Sin un fondo de erotismo. Era como una Barbie caminante. Incluso sus medidas no debían distar demasiado de las de la muñeca. No sabía lo cerca de la verdad que estaba.

La chica me había dejado entrever que tenía relaciones sexuales de manera regular y al parecer las disfrutaba. No le había preguntado si su conversión a mujer era completa. Ni siquiera sabía si eso era posible o no. Tampoco le había preguntado si tenía orgasmos. ¡Por Dios, si era una cría que no conocía de nada! Pero juraría que sí. Que se corría como una perra con su novio de veinte años cuando follaban como conejos en celo. Algo que a mí me estaba vedado para siempre.

Cuando la joven volvió, junto a su charla sin fin, me devolvió al sillón de peluquería. Empezó a aplicarme otro líquido maloliente y unos horrorosos rulos, igualitos que los de mi abuela, salvo por su tamaño: estos eran bastante más grandes, por el tamaño de los rizos.

Después, me dejó debajo de uno de los secadores (que ella llamaba "moldeadoras") durante una hora. Más tiempo perdido. Seguramente, no faltaría demasiado para la hora de comer. Desde luego, no me iba a pasar como en en el desayuno. El estómago me estaba matando. Casí sentía que se volvía del revés. Entonces reparé en las revistas. "Pronto", "Lecturas", "Diez minutos" y demás morralla del corazón. Sabía que cuando era hombre no sólo no me gustaban, sino que me disgustaba todo ese mundillo. ¿También habían cambiado eso en mí? Las hojeé con desinterés. Afortunadamente, me parecían tan vomitivas como antaño. Pero al menos iba a tener una referencia temporal. Las revistas tienen una fecha de publicación. Ávidamente, me lancé a comprobarlas una tras otra. Con una profunda desilusión, me di cuenta de que, absolutamente todas, eran anteriores a octubre de dos mil seis. La costumbre de tener números atrasados al parecer es común entre peluquerías de ambos sexos y consultorios médicos. Y en ambos sitios es difícil encontrar algo que sea ameno.

Cuando terminó el plazo, Deborah me quitó los rulos y me peinó cuidadosamente. Yo la miraba a los ojos, unos profundos e ilusionados ojos color azabache. Se la veía orgullosa del resultado, mientras mascaba su sempiterno chicle. Entonces, yo también fui consciente. Me miré en el espejo. Un espejo al que había esquivado siempre que me era posible. Y entonces Dios mío...

Estaba preciosa. Mi pelo caía en cascadas de rizos hasta más allá de los hombros, tan negro que despedía brillos azules. Era luminoso, muy luminoso. Me llevé una mano asombrada y lo ahuequé. Se sentía ligero al tacto y recuperaba su forma. Junto con mi rostro, maquillado, había pasado de ser "una cara normal, tirando a bonita", a una belleza que me dejaba deslumbrada. Noté un puntito de excitación, similar al de la noche, que desterré inmediatamente. ¡Como si pudiera notarse algo si nacía en mí el deseo sexual!

—¿Te gusta? —preguntó la chica, con tono orgulloso, al ver mi gesto de asombro.

—¡Me encanta, Deborah! —respondí, antes de pensar siquiera lo que decía.

—Déjame que te explique los cuidados que debes darle a partir de ahora —¿más trabajo? ¡Menuda cruz estar hermosa!—. Debes cepillarte el pelo antes de lavarlo, además de después, y procura evitar usar el secador, ya que reseca mucho y el brillo está reñido con la sequedad. Utiliza un champú adecuado, y un acondicionador suave. Una vez a la semana, utiliza una mascarilla. ¡Y al mes que viene te veo para retocar las raíces!

—Muchas gracias por todo —le dije—. Eres una peluquera estupenda.

La verdad es que no tenía ni idea de champúes ni mascarillas... Pero algo me decía que no tardaría en aprender.


*************Fin de la décima parte*************

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