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Viviendo de la muerte

en Hetero: General

-¿Nunca te sientes… miserable? Quiero decir… por ganar dinero con el dolor de los demás… - Parecía como si la pregunta se la hiciese a sí mismo más que a mí. Sus grandes ojos grises me miraban casi suplicantes, y admití:

-Sí. A veces. Sobre todo en noches como ésta.

-Mi madre solía decir, "de algo hay que comer".

-Y tenía razón.

-Sí… pero a veces, tengo la impresión de que nos devoremos unos a otros… como bestias. - Permaneció pensativo unos segundos. Luego sonrió levemente. Una media sonrisa triste, vacilante, que desapareció de su cara con rapidez, pero borró la tristeza de su rostro amable.

Eso fue cuando lo conocí. Creo que en ese momento, empezó a gustarme.

No hacía demasiado calor, tenemos el aire acondicionado puesto muy fuerte, pero el simple sonido de la máquina produce una sensación asfixiante. Sobre todo las primeras veces, después te acostumbras, simplemente. Tampoco te afecta el olor. Las primeras veces que llegas, te parece que huele a tostadas y se te despierta el apetito, y cuando caes en la cuenta de qué produce ese olor, sientes náuseas, pero al cabo de unos cuantos días, se te pasa. Es normal, te adaptas. A nadie le gusta pensar en ello, pero alguien tiene que hacer este trabajo. Me llamo Violeta, y trabajo en una funeraria que regenta mi tío. No es el trabajo más divertido del mundo, pero tengo un buen sueldo, un buen horario, buenas condiciones… Cuando comencé, trabajaba sobre todo en la trastienda, sin ver a nadie. Era mucho más cómodo, podía llevar puestos los cascos, cantar y no tenía que soportar a ningún familiar… pero cuando fui cogiendo experiencia, mi tío decidió que trabajase en las capillas. Eso significa que tenía que ver a los familiares, hablar y tratar con ellos… luego soy yo también quien, después de soportar el responso, se lleva el féretro a la sala del crematorio y procede a la incineración.

Allí puedo relajarme un poco, porque ya no se permite el paso a los familiares a esa sala. Mientras todos esperan fuera, llorando y diciendo lo mucho que le querían (o, lo que es bastante más usual, empezando a repartir los bienes y comenzando las primeras discusiones sobre quién se queda con la cubertería de plata y quién con la colección de sobres de cerillas), yo puedo sentarme tranquilamente y jugar a algún videojuego o leer, o escuchar un poco de música, mientras el mueble y su contenido se tuestan. A pesar de la altísima temperatura del horno, puede tardar casi una hora en desaparecer por completo. Luego, se meten las cenizas en una urna y se dan a la familia poniendo cara de respeto, aunque en realidad te importen un bledo. Odio a la gente. No soporto la hipocresía de los ritos funerarios, todo el mundo llorando, cuando en realidad, la mayor parte de los presentes estaban deseando que palmara porque su enfermedad le estorbaba o porque querían heredar cuanto antes. Todos fingiendo sentirse muy tristes, y esa misma tarde se irán al restaurante o al cine, para "aliviarse la tristeza"… pasando semanas y meses de luto, encerrados en sus casas y vestidos como fantasmas, para presumir de su tristeza. Es cierto que éste negocio, como tantos otros, se basa en la vanidad y la presunción, pero presumir de tener más dinero que tu vecino, puedo llegar a entenderlo… presumir porque tus sentimientos son más profundos, o tu tristeza más honda, ya no.

Vivimos en un pueblo no muy grande, a las afueras de la ciudad, aunque ya en zona de montaña. A veinticinco minutos del centro, como dicen los agentes inmobiliarios que venden casas de la zona, aunque sea mentira, y aquí, todavía hay quienes gustan de presumir de cosas como el luto y el boato funerario. Mi tío hace mucha publicidad y por eso, mucha gente de la ciudad elige ser tratada con nosotros, por aquello del velatorio en una montaña, "en un precioso lugar cerca del Cielo, silencioso y dado a la reflexión y el recogimiento", dice el folleto, mostrando las imágenes de las vidrieras y las coronas de flores… como si por estar aquí, los familiares fueran a querer más al difunto o a no pasarse la noche del velatorio contando chistes y anécdotas, pero en fin. Parte de esa publicidad, ahora la reparto también yo. Entre las empresas de pompas fúnebres, nos llaman "los buitres", porque somos los comerciales… vamos a las salas de urgencias de los hospitales, a las alas de enfermos terminales, y allí, con mucha diplomacia y mucho tacto, intentamos sonsacar dinero a las familias, convenciéndolas de que organicen el sepelio con nosotros.

También a eso te acostumbras. La primera vez que lo intenté, me pareció que se me caía la cara de vergüenza, pero pasado un tiempo, te acostumbras… es como todo, vender, vender y vender. También los bancos, si llegas con una herencia, te darán el pésame y te dirán enseguida que inviertas aquí o allí o que contrates un plan de pensiones. Yo me acerco al doliente de turno, y actúo. Si veo que está llorando, le ofrezco un pañuelo y me siento a su lado con cara de circunstancias. "Debe estar usted pasándolo muy mal… ¿era alguien muy querido, verdad…? Para usted debe de ser muy doloroso, por eso, nos gustaría quitarle al menos una preocupación en éste momento de dolor… somos la funeraria Nuevo Comienzo, y puede contar con nosotros para confiarnos a su ser querido, para darle el trato que merece, con el mayor cariño y respeto hacia él, y con la mayor comodidad para sus familiares…. Llámenos, y despreocúpese. Le dejo aquí el catálogo, y si tiene cualquier duda, llámeme al número de mi tarjeta. Todas las facilidades. Le acompaño en el sentimiento".

La mayoría están tan afectados en ése momento, o tan deseosos de que quien sea palme, que no se dan mucha cuenta de que estás allí y de lo que estás haciendo. Para cuando reaccionan, ya sólo queda el catálogo junto a ellos, y aunque sólo sea por pasar el rato, le echan un vistazo, y muchos, llaman, y… compran. Hay ataúdes para prácticamente todos los gustos y todos los bolsillos. Incluso pueden comprar un ataúd muy sencillito de madera de pino, el más barato de todos, pero alquilar un lujoso ataúd de roble, forrado de seda, para lucir al cadáver durante el responso, luego se incinera con el féretro barato. Así, si la familia pone dinero y encarga a alguien que se ocupe de los detalles, ese alguien se queda con el dinero de todos, se gasta una mínima parte, pero todos creen que se ha gastado todo lo que le han dado y más aún, al ver un ataúd tan bonito, que es de lo que se trata, de aparentar e impresionar… y luego tienen la cara de decirme miserable a mí por vender.

Otros, hacen eso. Insultar. Son los menos, pero algunos hay. Esa noche, me tocó una familia de exaltados que me llamaron de todo cuando me dirigí a ellos. No es nada raro, a veces sucede, y conservando la sangre fría, logro llevarles a mi terreno… pero a ellos, no. Debía haberse muerto alguien que sí les importaba de verdad, porque no cedieron y me tiraron el catálogo a la cabeza cuando se lo ofrecí.

-¡Por favor, basta…! – dijo él.

-¡Que se largue ese buitre, asquerosa! – me gritó uno de ellos, escupiendo al suelo. El tipo flaco se interponía entre ellos y yo, y extendió las manos.

-Por favor… esto es un hospital… ya se va.

No sabía quién era. Le había visto un par de veces en el hospital, pero no vestía como nosotros, los comerciales. No iba de negro riguroso como nosotros, llevaba una camisa de cuadros rojos y negros y unos vaqueros, y una bolsa negra. Era alto y delgado, flaco, y parecía delicado, revestido de una especie de inseguridad o timidez, que le daba un aire adolescente a pesar de las canas que revoloteaban en su cabello negro. Tenía los ojos grandes y grises, y había cierta simpatía en ellos cuando me miraron.

-Gracias. – susurré. El tipo sonrió ligeramente, y casi me sentí obligada a invitarle a algo. A fin de cuentas, había sacado la cara por mí delante de aquélla turba furiosa. Aceptó, y hablamos en la cafetería del tanatorio del hospital. - ¿A qué te dedicas? – pregunté – No eres un comercial, pero te he visto por aquí varias veces… ¿tienes a alguien enfermo?

-No… a nadie. – tenía una voz curiosamente profunda y bella, parecía la de un actor radiofónico, pero no pegaba nada con su aspecto de inseguridad.

-¿Qué haces entonces?

-Algo… parecido a lo tuyo. – Le miré inquisitiva, pero no dijo más y desvió la vista hacia su café. Fuese lo que fuese, le ponía nervioso y no le gustaba hablar de ello. Pensé que quizá llevaba poco en el negocio y por eso aún no se había adaptado, era normal, y no insistí, pero entonces me hizo esa pregunta: -¿Nunca te sientes… miserable? Quiero decir… por ganar dinero con el dolor de los demás…

Cuando admití que sí, pareció sentirse aliviado. "Este tipo lleva dos días haciendo… lo que sea que haga", pensé, al ver su expresión, "O eso, o es que está pasando por una etapa rara". No hay funerario que no sienta a veces un poco de remordimiento por lo que hace, por aprovecharse del sufrimiento de los demás para sacarles dinero… cuanto más les ha afectado la muerte del que sea, más aturdidos están, y son presa más fácil para llegar con tu catálogo y pescarles tú antes de que lo haga otro. O añadir pequeños extras, como flores de un determinado tipo, cintas de seda en las coronas, banda de música, una urna más grande o más ornamentada, dorada en pan de oro, o bañada en oro… o hasta de oro, que las hay, aunque de momento, yo sólo he visto venderse una.

-El caso es que comprar, van a comprar, sea contigo o con otro, nadie va a coger un cadáver y va a tirarlo por ahí, así que, ¿qué tiene de malo que te paguen el servicio a ti en lugar de a otro, si al fin y al cabo, lo van a acabar haciendo? Mi tío dice siempre que el nuestro, es el único oficio seguro que hay en el mundo. – Dije, y otra vez me dedicó su media sonrisita temblorosa. - ¿Cómo te llamas?

-Ramón. – contestó. En el mundo, hay cosas que yo no detesto. El nombre de Ramón, no está entre ellas, aunque tampoco es que el mío me guste demasiado, como le confesé. - ¿Porqué no…? Violeta es un nombre bonito.

-Es muy pomposo. Y fúnebre. No me importa que sea fúnebre, pero no soporto su presunción.

-Mi madre se llamaba Esmeralda… eso sí que es pomposo.

-¿Querías mucho a tu madre, verdad? – era la segunda vez que la nombraba en menos de tres minutos, y admitió que sí.

-Cuando era pequeño, sólo éramos ella y yo. Me tuvo siendo ya algo mayor, y murió cuando yo tenía doce años. –un ligero temblor sacudió sus hombros. – Bebió lejía a escondidas. – silbé hacia adentro, sorprendida.

-¿La encontraste tú? Quiero decir, cuando se… suicidó.

-Sí. Yo le llevaba el desayuno, como todos los días, y ella estaba tumbada en la cama, con los ojos cerrados. Creí que estaba dormida… pero entonces, vi la botella de lejía tirada en el suelo. La llamé, pero no contestó. Dejé caer la bandeja y quise zarandearla, pero no me atreví. No fui capaz de tocarla… estaba más guapa que nunca, te lo aseguro. Nunca había parecido tan tranquila, tan sosegada. Hasta sonreía… mi madre era muy autoritaria, y no solía sonreír, pero entonces lo estaba haciendo… no quise tocarla por temor a molestarla… salí de allí silenciosamente, como si la fuera a despertar, bajé la escalera hasta el vestíbulo, donde tenemos el teléfono, y llamé al médico. Y sin que me temblase la voz, le dije que mi madre se había matado. Ya… ya no me acuerdo de si lloré o no.

"Delicado por fuera, fuerte por dentro", pensé. Me estaba cayendo mucho mejor de lo que yo misma suponía

-¿Quién te cuidó a partir de entonces?

-Un tutor… del estado. Venía a casa todas las semanas y vigilaba que todo estuviera bien, que yo tuviera la nevera llena y llevase al día los estudios. Al principio, me compraba él la comida y me tomaba las lecciones. Luego se fue dando cuenta que no era preciso y me dejó comprar a mí y sólo de vez en cuando me preguntaba algo y se limitaba a firmarme las notas. Luego venía sólo una o dos veces por mes, si bien yo tenía su teléfono y podía llamarle cuando quisiera… pero nunca lo hice. Desde pequeño me las he apañado muy bien solo. Antes de… antes de morir mi madre, tuve que cuidar de ella durante más de un año, porque no estaba… no estaba del todo bien.

-¿Qué le pasaba?

-Pues… depresión nerviosa. Su… su amante, había muerto poco antes, y ella no se recobró nunca. A veces no se levantaba de la cama durante días enteros, y yo tenía que comprarle pañales y cambiárselos, porque no quería ni salir para ir al baño. A veces tenía que darle la comida a cucharadas, porque se negaba a comer. Solía estar enfadada y me gritaba con frecuencia, pero no me importaba… no me importaba, yo lo hacía con cariño – me miró con cierta ansiedad – yo sabía que no era ella la que me gritaba, ni la que me lanzaba cosas, era su enfermedad, ella me quería mucho… yo lo era todo para ella. A veces me decía que era un asesino, que la estaba matando poco a poco, que la estaba envenenando para librarme de ella, pero en el fondo sabía que no era verdad, y cuando se le pasaba, me llamaba y me apretaba contra ella… una vez tuve que separarme de ella empujándola, porque no me estaba dejando respirar, pero yo sé que era su deseo de recibir cariño. – me miraba como si esperase mi veredicto.

-Creo que fuiste un buen hijo. – Omití decir que, puestas así las cosas, a lo mejor yo sí que le hubiera echado lejía en la sopa, pero es muy fácil hablar de matar a una madre para alguien que nunca ha tenido padres. Los míos se mataron en un accidente de coche siendo yo muy pequeña y no me acuerdo de ellos. Para mí son sólo una cara en las fotos y nunca pude aprender a quererlos. El amor entre padres e hijos debe ser un sentimiento muy especial, muy fuerte, y admití que me daba un poco de envidia el que él hubiera podido vivirlo con tanta intensidad y entrega. Ramón me sonrió casi con agradecimiento. Parecía que mis palabras le produjeran alivio… Y así fue las siguientes veces que nos encontramos, en los días sucesivos. A veces no coincidíamos, pero cuando nos veíamos en el hospital, era casi obligatorio que tomásemos algo juntos en la cafetería.

Descubrí que mi estómago hacía giros y daba temblores cuando le veía, o a veces sólo con pensar en verle… era algo que nunca me había pasado. Siempre he sido muy introvertida, muy dada al cinismo y jamás he sentido amor por nadie más que por mí misma. En una ocasión me acosté con un chico puramente por ver qué era el sexo, no por nada más. Debo admitir que la experiencia fue dolorosa físicamente y decepcionante psíquicamente. Desde entonces, me había acostado con algún que otro tío buscando únicamente algún tipo de placer que jamás había sentido. Sólo masturbándome experimentaba placer, si bien eso llamado "orgasmo", no parecía haberse escrito para mí. Era tan frustrante acariciarse durante horas y acabar amarada en sudor sin sentir nada, que ya ni me masturbaba… pero ahora, le veía, y mi sexo se humedecía, algo que no me había sucedido jamás.

"¿Qué me está pasando…?" me preguntaba sin cesar. No era ninguna adolescente, iba ya camino de los treinta, y sin embargo, me sentía como si tuviera quince años… temerosa, llena de dudas, ignorante de todo… Y a Ramón parecía pasarle algo parecido. Con frecuencia, se me quedaba mirando con sus grandes ojos grises y titubeaba, como si quisiera decirme algo y no supiera qué. Antes nos sentábamos el uno frente al otro, y ahora lo hacíamos juntos, y cada día nos arrimábamos más. Sabía qué iba a suceder, pero me daba miedo que pasara. Ramón se había convertido en mi amigo, alguien que me escuchaba y a quien contaba todos mis tedios, mis desprecios, mis innumerables odios… nadie mejor que él sabía lo mucho que me asqueaba la humanidad, los convencionalismos sociales, la hipocresía, la falsa modestia, la mentira… pero le interesaba saber todo eso. Le gustaba escucharme, y lo hacía, como yo le escuchaba a él cuando me contaba cosas de su madre, de su mejor amigo, un hombre llamado Antonio al que quería como a un hermano, y de la familia del mismo… Temía que si el sexo se interponía entre nosotros, lo podía estropear todo. Una parte de mí quería que sucediera, mentiría si no admitiese que le deseaba… pero me daba mucho miedo.

-¿Porqué se molesta la gente en cuidarse y privarse de cosas buenas…? – le pregunté aquélla tarde – Si de todas maneras… vamos a morir igual, ¿por qué la gente se quita de tomarse un buen filete por salud, y en su lugar se toma un plato de verduras que no le gustan…? Al día siguiente se te puede caer una teja en la cabeza y matarte, y lo único que te habrás llevado, es privarte de un placer para, supuestamente, obtener una vida más larga, que no has conseguido… No lo entiendo. No entiendo cómo la gente se arriesga a tener hijos, sabiendo que en cualquier momento, se pueden morir. No entiendo a la gente que se priva de hacer cosas arriesgadas por miedo, cuando saben a ciencia cierta que por mucho que se cuiden, se van a morir… no se puede evitar. Nadie puede escapar. ¿Qué importancia tiene… nada?

-Supongo que lo que cuenta… es intentar pasarlo bien, lo mejor que se pueda. Y si es posible, dejar alguna huella. Que alguien te recuerde.

-¿Y para qué sirve que nadie te recuerde?

-Entonces – medio sonrió – sólo cuenta pasarlo bien. Eso, es lo único que uno se lleva… - como distraídamente, dejó caer su mano sobre la mía, encima de la mesa. Desvió la mirada con timidez, y yo no supe si quería reír o llorar.

-¿Qué me estás proponiendo…? – susurré. Odio tener miedo, pero admito que lo tuve.

-Sólo… sólo que no te prives de algo que puede gustarte… que nos puede gustar a los dos. – Mis rodillas temblaron y no supe cómo sentirme… pero fuimos a su casa. Tenía una casita de dos plantas con desván, casi en las afueras del pueblo, rodeada de un pequeño jardín. Entramos, y subimos por la escalera hasta el desván, donde tenía una cama, no de matrimonio, pero sí más ancha que para una sola persona. El desván estaba lleno de fotos, y en una de las ventanas, había un telescopio, y varias cámaras de fotos, además de una bandeja con los restos de un sándwich, quizá de ese mismo día.

-¿Eres fotógrafo…? – pregunté. Reconozco que quería desviar la atención, no quería mirar la cama.

-Este es mi refugio. – dijo, eludiendo mi pregunta. Se quitó la chaqueta y la dejó en un perchero, junto a la silla que había frente al telescopio. – Yo vivo en la casa, pero el desván, es mi hogar. Aquí es donde realmente me siento cómodo. Se sentó en la silla y me miró. Cuando he estado con tíos, nunca me he sentido violenta, pero en ese momento, sí. Me di cuenta que, quizá por primera vez, me importaba la opinión que tuviera de mí la persona que estaba conmigo.

-Dime la verdad… ¿yo te gusto? – quise saber.

-Sí. – contestó sin vacilar. – Eres la primera mujer, desde que perdí a mi madre, que habla tanto rato seguido conmigo. Me gustas, porque no me has considerado un bicho raro… a lo mejor es porque tú misma te sientes un bicho raro. – me tendió la mano y fui hacia él, y estreché la suya. – Me gustas, porque no te has asustado con la historia de mi madre. Quizá porque tú tienes una historia un poco parecida. Me gustas… porque me parece que tú también estás muy sola. Porque me da la impresión que tú también sientes que no encajas. Porque tú también estás harta de dar miedo a la gente por culpa de tu oficio y no encontrar un compañero que sepa ver que no has nacido siendo comercial de funeraria, pero algo tienes que hacer para vivir. Y también me gustas porque hueles muy bien… - sonrió, y le abracé la cara contra mi pecho, y en medio de un suspiro, me apretó de la cintura contra él, aspirando hondo – hueles a colonia sencilla, a colonia de baño, nada sofisticado… y debajo de la colonia, hueles a pan recién hecho.

Me reí. Una parte de mí me recordó que si tenía ese olor, quizá fuera por trabajar en el crematorio, por eso olía a tostado, pero mi mente lo desterró y antes de darme mucha cuenta de lo que hacía, me estaba quitando la chaqueta negra. En contacto con la blusa gris que llevaba debajo, sentía mucho más la cara de Amón (acababa de rebautizarlo), sus manos en mi cintura parecían quemarme, y reptaban por mi falda, palpando, bajando hasta mis nalgas, y las apretaron. Dejé escapar un gemido y noté con un extraño sentimiento que mi sexo se inundaba.

"¿Esto es… alegría?" pensé, confusa. Siempre he estado sola, siempre me ha costado relacionarme, jamás he tenido amigos, y no soy una persona muy dada a la risa… la alegría no es algo que yo conozca con tanta precisión como para reconocerlo a la primera, y me pilló de sorpresa… pero lo era, ahora lo sé bien, y me dejé llevar por ella. Amón se levantó de la silla sin soltarme de las nalgas, era un poco más alto que yo, me puse de puntillas y le besé, ligeramente, con los labios entreabiertos. Me devolvió el beso, jugueteando con sus labios, humedeciéndolos, frotándolos… lo abracé y apreté contra mí, y a pesar de que estaba contenta, sentí ganas de llorar. Casi en brazos, me llevó hasta la cama y nos sentamos en ella, besándonos. Sus manos, grandes, de dedos finos, acariciaron mis brazos y se dirigieron a mis pechos, lentamente. Creí derretirme de gusto cuando hizo cosquillas en mis pechos, y le apreté las manos, invitándole a exprimírmelos, lo que hizo enseguida, tumbándome en la cama, abrazándome por completo, de los hombros y el culo.

-¿Puedo preguntarte una cosa…? – me susurró, acariciando mis caderas - ¿Es tu… primera vez?

-No, no te preocupes por nada… he tenido ya varias.

-Para mí, es la tercera. – sonrió, y bajó la cremallera lateral de mi falda, haciéndome dar un respingo dulcísimo cuando su mano tocó mis muslos y tiró suavemente de la prenda para deshacerse de ella. Puede que sólo fuese la tercera, pero desde luego, había aprendido bien. Mis manos se afanaban en sacarle la camisa de cuadros de los pantalones, y cuando toqué su cintura, se estremeció entre mis brazos, entre cosquillas y placer. Su boca se pegó a la mía y nuestras lenguas parecieron bailar mientras cada uno desabrochaba la camisa del otro. Los gemidos se escapaban de mi pecho solos y me parecía que mi cabeza daba vueltas. Cuando por fin nos encontramos desnudos, el uno en los brazos del otro, sentí una dulce sensación de vergüenza, una especie de timidez asombrosamente agradable y cómplice… Amón se dejó caer sobre mí, y nos abrazamos con fuerza el uno al otro. Una maravillosa sensación de alivio me embriagó al sentir su peso sobre mí. Era como tener algo que había deseado toda mi vida sin saber exactamente de qué se trataba… ni siquiera ahora que lo tenía, podía darle un nombre concreto, pero había algo que sí podía hacer: agarrarlo con fuerza e impedir que se escapara.

Amón me besaba y nuestras lenguas danzaban, mientras su mano apretaba alternativamente mis pechos, pellizcando los pezones, arrancándome grititos de gusto a cada suave apretón. Esa misma mano empezó a bajar por mi vientre y cuando acarició los rizos castaños de mi monte de Venus, me hizo temblar de gusto de pies a cabeza, ¡yo nunca me había sentido así! Dios mío, era maravilloso… las cosquillas me hacían fundirme todo el cuerpo, me ponían de gallina la piel, y yo había perdido el control por completo, sólo quería que siguiera… sus dedos continuaron bajando, acariciando los labios de mi vulva, empapándose en mi humedad. Amón gemía y su aliento cálido tan cerca de mí me volvía loca.

-Sigue… sigue, sigue… - le pedí, pero vi la súplica en su mirada y supe qué quería. Le tomé de la mano con la que me acariciaba y la llevé a mi boca para besarle los dedos. Me puse de medio lado, cruzando una pierna sobre la otra, y le abracé para atraerle hacia mí. Me sonrió, alegre y lleno de ganas y dirigió hacia mí su erección. Buscó a tientas, y metí mi mano entre mis piernas para guiarle. Le acaricié levemente el miembro, deleitándome en sus gemidos, y le orienté hacia mi agujerito. Cuando notó mi calor, me pareció que se iba a desmayar… tomó la mano con la que le guiaba y me apretó con fuerza, y entonces empezó a penetrarme.

¡Grité de placer! Mis ojos se desorbitaron y mi cuerpo rompió a sudar, en un mar de placer que hasta la fecha, nunca había conocido. Mi cuerpo ya había sido abierto antes, pero ahora… ahora, me gustaba. Ahora sentía que mi carne se abría con gusto, que cada embestida era una maravilla que me hacía descubrir nuevos placeres, un calor y un gozo inenarrables me embriagaban a cada momento… el sudor de mi compañero me caía encima, y me gustaba. Él mismo me miraba con expresión de desamparo, era indudable que no iba a aguantar mucho, y, deseosa de no quedarme con las ganas, metí la mano entre mis piernas y empecé a acariciar mi clítoris.

Amón me miraba, extasiado, sin dejar de bombear, mientras yo intentaba no cerrar los ojos, quería verle y que él me viera, quería que mirase mi cara cuando me llegase el placer supremo, que sentía ya tan cerca… haaah, iba a ser el primer orgasmo de mi vida, ¡no podía imaginar que fuese tan bueno! Las oleadas de gusto me recorrían el cuerpo, como corrientes de chispas que me acalambrasen los músculos de un modo delicioso. Cada caricia en mi clítoris húmedo me producía un gozo imposible, cada empujón de su miembro me acercaba más a la gloria, me parecía que estaba flotando; las chispas que, en juguetonas caricias, recorrían mi piel, se cebaban en mi sexo, en las corvas… una sonrisa tonta de placer se abría en mi cara y yo ni me daba cuenta. Mi compañero aceleraba, incapaz de resistir más tiempo, y también yo lo hice, cosquilleando mi clítoris con verdadero deleite, con locura, a toda velocidad…

Mis caderas dieron un golpe y chillé de sorpresa y placer cuando un gozo maravilloso pareció explotar en mis entrañas y unas oleadas de calor húmedo recorrieron mi cuerpo, los dedos de mis pies se encogieron y mis manos se crisparon, mientras mi coñito daba contracciones de placer, como aturdido de gozo… igual que yo misma. Amón jadeaba como un perrito y enseguida noté algo que salía disparado hacia mi interior. Su semen tórrido se derramaba dentro de mí, mientras él me sonreía y se encogía, las manos apretando las sábanas… hasta que se dejó caer sobre mí. Mis piernas se estiraron y le acogieron entre ellas, y mis brazos pensaron solos y se cerraron en torno a él, mientras jadeábamos, recobrando la respiración y mis párpados pesaban toneladas.

Aún no sabía nada de Amón. Nada en absoluto. Pero lo único que me importaba y sabía a ciencia cierta, es que acababa de encontrar al que iba a ser mi compañero. Pasase lo que pasase, ya nunca más estaríamos solos.

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