miprimita.com

Mis Vacaciones en el Campo (1)

en Grandes Series

MIS VACACIONES EN EL CAMPO – 1

Había terminado mi escuela primaria. Casi todas mis compañeras irían a las montañas a celebrar tan magno acontecimiento. Yo, en cambio, me quedaría en la Capital Federal y, con suerte, en alguna localidad de los suburbios.

Mamá era divorciada desde mis cinco años y trabajaba como secretaria de un importador de productos industriales… o algo así. Lo cierto es que, con su sueldo, no había podido poner dinero para el viaje de fin de curso: prefería invertirlo en la casa o en libros para mi inminente secundario. La otra que no acompañaría a las chicas era Liliana, quien pasaría dos meses en Punta del Este, con sus padres.

Liliana era una excelente amiga mía, con quien había compartido el florecimiento anticipado de nuestros cuerpos. Si bien aún teníamos piernas, manos y caras de niñas, nuestros pechos habían comenzado a crecer de manera increíble, desde los diez años, aproximadamente. Ahora, tres años después, solíamos afirmar, con inocultado orgullo, que más de una chica de dieciocho, bien desarrollada, querría tener tetas del tamaño de las nuestras. En cuanto a nuestros pubis, ya tenían algunos vellos: a mí se me notaban menos, por ser rubia; pero Liliana, de cabello castaño oscuro, parecía tener una mata, cubriéndole toda la concha… O, por lo menos, gran parte de ella.

En fin: volviendo al relato que me ocupa en esta ocasión, diré que ya estaba resignada a quedarme sola, intentando rescatar de mi pasado alguna amiga, vecina o prima -pese a saber que ninguna de ellas me haría divertir como Liliana-, cuando llamó mi tío Esteban (hermano de mi mamá), para invitarnos a ambas a pasar unas vacaciones en su estancia, al sur de la provincia de Buenos Aires. Ella no podría, pues debía trabajar: recién en marzo tendría quince días libres; pero, para entonces, yo debería regresar a la Capital Federal, para comenzar mi nueva etapa de colegiala. De todas maneras, Mamá creyó injusto privarme de esta oportunidad.

-Mirá, Esteban: lo único que se me ocurre es ir este fin de semana con Carola, dejarla ahí con vos, para que tome un poco de aire puro, tome sol, se bañe en tu piscina, ande a caballo y esas cosas… Yo, por mi parte, regresaría siete días después, para busCarola.

-¡¿Tan poco tiempo la dejarás?! -reaccionó, sonriendo-. Por lo que sé, se ha portado muy bien este año. No tiene ninguna asignatura pendiente y, como médico que soy, te digo que tu hija necesitará todas sus energías para afrontar las responsabilidades del secundario, el cual conviene que comience con la mente despejada y verdaderamente descansada. Por otra parte, Laura, vos sabés que quiero a Carola como si fuera mía… Mucho más que una simple sobrina. Dejala todo el tiempo que quiera quedarse; se divertirá mucho. Y, si llegara a aburrirse, yo mismo me encargaría de llevarla de regreso a tu casa.

Mamá no pudo negarse a tan amable ofrecimiento de su hermano y, ese mismo fin de semana, partimos rumbo al campo. La idea era pasar Año Nuevo juntos los tres (mi madre, Esteban y yo), que, ese año, fue domingo, y sin pérdida de tiempo, ella volvería a casa, dejándome con mi querido tío.

Al rededor de las once de la mañana, a la media hora de nuestro arribo, Mamá le pidió que, en su calidad de médico pediatra, me revisara.

-No es normal que, a los doce años, tenga los pechos de una mujer diez años mayor -explicó, preocupada.

-No es común -corrigió, suave y tranquilizador-, pero eso no significa que Carola sea un fenómeno. Te sorprendería saber cuántas chicas de su edad, y algo menores también, pasan por mi consultorio con el mismo "problema", por denominarlo de alguna manera. No entraré en tecnicismos que te complicarían la vida, pero te diré que se trata de la glándula del desarrollo que, a veces, hace este tipo de "travesuras"… especialmente, en las niñas. De todas maneras, como todos los años, la revisaré. Esta vez, sólo para que te quedes tranquila; ¿de acuerdo?

-De acuerdo; pero no dejes de revisarla, ¡por favor…! -rogó, por fin.

Esa tarde, me había ido a la piscina, con la malla enteriza que fue mi regalo de Navidad. No era nada provocativa, a pesar de mi gusto, pero mis tetas se notaban irremediablemente y, no obstante el escaso escote, parecían reventar el corpiño del traje de baño, sobresaliendo un poco en su parte superior.

Allí y así, tomando sol sobre una reposera, luego de una rápida zambullida, me encontró Esteban, también en traje de baño. Me saludó de manera casual.

-Tu madre insiste en que te revise, como cada año: está muy preocupada por el tamaño de tus tetas -me dijo, mirándolas, casi con lujuria; luego de un momento, exclamó-: ¡son espectaculares, Carola! Bueno, vamos: quitate la malla -ordenó, cariñoso, volviendo al tono de siempre.

Naturalmente, me puse de pie y, como todos los años, obedecí, no porque le tuviera miedo, sino porque me atraía y estaba convencida de que él sentía exactamente lo mismo por mí. Mi certeza se basaba en el recuerdo del año anterior, cuando sus espléndidas manos masculinas me palpaban (¿o acariciaban?) los pechos -algo más pequeños, desde luego-, el estómago, deteniéndose brevemente en el ombligo, haciéndome cosquillas alrededor de él y metiendo su meñique dentro; luego, había continuado hacia abajo, hasta hacer otra "escala" en mi conchita, por entonces, sin ningún vello; recordé algo que suspiró en ese momento, para sí mismo: "¡Cómo me gustaría que siempre la tuvieras así…!". Separaba mis labios vaginales, me acariciaba la vulva y el clítoris. Aquella evocación me estremeció, a punto tal que sentí mis acalorados líquidos empapando las paredes de mi vagina. Si cayó alguna gota, no lo supe, pues el cemento donde estaba parada, circunando la piscina, hervía (casi tanto como yo), de modo que se habría secado inmediatamente.

-Bien, Caro: estás muy bien. A esta edad, no podrías estar mejor -añadió, con una evidente segunda intención, sin tocarme aún-. Por lo menos, por lo que puedo ver…

-¿No vas a revisarme, Tío? -pregunté, con inocente sensualidad, intentando provocarlo.

-Sí: por supuesto. ¿Hay algo en especial que te duela o te moleste?

-No -respondí, acariciándome de forma "casual" los pezones, color cobrizo, mientras se erguían ante él-: no me duele nada. Sólo que éstos no se paran parejos; ¿qué te parece?

-Me parece que deberías pellizcarlos más seguido y probar qué sucede cuando alguien te los chupa.

-Bueno: puedo pellizcármelos, como ves -aseguré, cumpliendo con mi palabra y proporcionándoles suaves tironcitos, uno por vez, terminando con el derecho-. Pero, ¿cómo haría para chupármelos?

-Dentro de unos meses, podrás: no te aflijas. Pero, por el momento, yo podría ayudarte; si estás de acuerdo, por supuesto…

Caliente por lo que eso significaba y acarrearía, asentí. Tomó mi teta izquierda con ambas manos y comenzó a sobarla; luego, se la metió en la boca y comenzó a chupar y chupar. ¡Dios santo, qué placer…! Mi tío y yo gemíamos al unísono. Luego, en un corto descanso entre uno y otro seno, adivinando mi pensamiento, me dijo:

-No te preocupes: tu madre acaba de acostarse y dormirá unas tres horas.

Al meterse mi otro pecho en la boca, lo sentí mordiéndome el pezón y lamiendo la areola. Si antes dije que hervía, ahora estaba en llamas. No pude más y alargué las manos hasta su pija, hecha un tronco bajo la tela de su traje de baño. La izquierda se negó a abrirse y con la derecha le desabroché la malla y le bajé el cierre de la bragueta. Luego, sí: mi mano rebelde soltó su verga, para volver a agarrarlo, cuando su pantaloncito cayó.

Sin más experiencia que lo que había visto en alguna película porno, empecé a hacerle la paja. Esteban no esperaba esta reacción de mi parte, por lo que su excitación se multiplicó quién saber por cuánto.

-¡Sos una yegua puta! -exclamó, casi en éxtasis.

-Lo sé, pero me encanta que me lo digan.

Enseguida, me acuclillé frente a él y me metí su pija en la boca, mientras seguía masturbándolo; también quería sentirlo dentro de mi concha y de mi culo, pero me di cuenta de que debería esperar para eso. Por el momento, me dediqué a disfrutar del inédito sabor de su verga que chupaba, mientras mi lengua jugaba con su glande. Después, me dijo que era su turno: me recostó sobre la reposera, abrió mis piernas y, con una mano, acariciaba su miembro, lleno de mi saliva. Esa vista me excitó aún más, si cabe. Con la otra, frotaba mi concha, hasta que me metió el dedo corazón. Su lengua llegó hasta mi clítoris, empapando los pelitos. Tras unos minutos, yo ya me había corrido unas cuantas veces en el transcurso de su "revisión médica", y me dijo que era hora de que perdiera mi virginidad y cambiamos de posición. Esta vez, él se recostó sobre la reposera y yo monté su pija, subiendo y bajando, al compás que marcaban sus brazos, pues me tenía firme de la cintura. Pronto, el ritmo se hizo frenético e intuí que el tío Esteban estaba a punto de estallar dentro de mí; pero no: a sugerencia suya, desmonté y me preparé para recibir la explosión. Volví a meterme su poronga en la boca y sólo unos instantes después, sentí que su líquido cremoso me inundaba, hasta la garganta. Con todo placer, tragué, sin dejar que se me derramara una sola gota. ¡Qué delicia…!

Luego, nos vestimos: tampoco era cuestión de abusar de nuestra suerte.