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Mis Vacaciones en el Campo (3)

en Grandes Series

MIS VACACIONES EN EL CAMPO – 3

Ya estaba en cuatro patas sobre la cama, con mis manos apoyadas una sobre cada almohada, con Ariel, detrás de mí, sobándome los cachetes del culo, con su pija más dura que nunca, cuando me entraron ganas de mear. Se lo dije a Ariel.

-¿No será una excusa para zafar de que te desvirgue el culito? -preguntó, sonriendo.

-¿Cómo se te ocurre? -respondí, siguiéndole la corriente y diciendo la más pura verdad-. La idea me tiene muy caliente, pero sólo quiero ir a mear. No me voy a escapar… podés creerme.

-¿Te importa si voy con vos?

-Si querés ver cómo meo, vení… No hay problema.

-Se me ocurrió una idea mejor -respondió, entre enigmático y lujurioso.

Una vez en el baño (de paso, levantamos mi toalla y su pantalón), me pidió que, en lugar de sentarme en el inodoro, lo hiciera al borde de la bañera, con las piernas adentro. Algo que me sorprendió pero que no tardé en entender, fue que él se ubicó recostado en el fondo de la bañera, con las piernas colgando hacia fuera, una a cada lado de mis caderas.

-Meá cuando quieras: quiero que me mojes con tu lluvia caliente y, además, me va a gustar ver cómo sale de tu conchita.

Me costó un poco, sabiendo que Ariel estaría ahí y que lo mojaría; pero eso era exactamente lo que él quería. No dejaba de incitarme con un seseo continuo que salía de entre sus dientes y, finalmente, logró su objetivo… y el mío. Como tenía muchas ganas, fue un meo largo, cosa que aproveché para subir de a poco la conchita y mojarlo desde las bolas hasta el cuello. Se lamentó de que no tuviera más para, así, tragar un poco. De cualquier forma, tuvo dos consuelos: primero, que, según mi tío le había comentado, no me iría tan pronto y, por lo tanto, no faltaría oportunidad para repetir esa experiencia; y segundo (y mucho más inmediato), que me la lamería, en lugar de usar los viejos sistemas del bidé y del papel higiénico. Enseguida, no dudé en admitir que éste era mucho más placentero. Él obtuvo el líquido que tan preciado le resultaba… al menos, unas gotas, y yo una calentura -por si hiciera falta- como para no arrepentirme de lo que habíamos planeado para mi culito.

Dentro de mi cuarto, volví a ponerme en cuatro patas sobre la cama y, ahí sí, no hubo perdón. Me tocó la concha con el dedo: quería ver si estaba lubricada… y lo estaba. Metió el dedo, lo sacó empapado con mis jugos y empezó a mojar el agujero de mi ano. Luego, se chupó el dedo y, lleno de saliva, lo introdujo en el único lugar virgen de mi cuerpo. Sentí gran placer y se lo dije. Me dijo que el próximo dedo estaría mojado por mi saliva. Estuve de acuerdo y me excité muchísimo. En cuanto sacó su índice de mi culito, me lo acercó a la boca y, cerrando los ojos, lo chupé como si se tratara de su pija que ya estaba frotando a lo largo de la raya de mi culo. Su dedo volvió a introducirse en mi agujero, girándolo por dentro. Después, en un último preparativo, me separó las nalgas y me dijo:

-Creo que ya estás lista, muñeca. Esto va a dolerte al principio, pero una vez que te la ponga entera, vas a quererla siempre ahí.

-Dejate de hablar que me estás poniendo nerviosa -contesté ansiosa, casi enojada-. Ya sé que duele y todo lo demás, pero también leí que el placer hace que te olvides de todo -agregué, más tranquila.

Sentí su duro y grueso pedazo de carne a la entrada de mi agujerito. Me resultaba imposible imaginar cómo ese tremendo aparato entraría en un orificio tan pequeño. Pero luego reflexioné: "Si otras chicas pueden, ¿cómo yo no?".

De a poco, la pija de Ariel fue metiéndose en mi culito. Habrían entrado unos cinco centímetros y ya me sentía en las nubes. Pero todavía faltaba bastante más de la mitad. Comenzó a bombear suavemente y, con cada embestida, me la clavaba más profundo. De pronto, lo inevitable: me sentí partida en dos, con un dolor mucho más intenso que el de ese mismo día, cuando mi tío Esteban me penetró la conchita. Pero Ariel se detuvo, ante mis gritos ahogados por la almohada. Me dijo que no se movería hasta que mi agujero se amoldara a su gran mole de carne. Mientras tanto, acariciaba mis tetas y mi clítoris, con ambas manos, pellizcándolos para que me olvidara del dolor. Luego, continuó con el bombeo a un ritmo muy lento. Yo ya estaba gozando, y se lo dije. Sólo respondió un excitado: "Tocate la conchita, Carito", y aceleró sus embestidas. Me tomó de las caderas con una mano, y con la otra, volvió a tocar mis enormes tetas, como ordeñándome. Cuando ya no pudo más, estiró mi pezón de turno hacia abajo, en obvio éxtasis de excitación, y terminó dentro de mi culo. Ambos caímos exhaustos sobre la cama; luego, agarré su pija y la limpié con la boca. Después, nos besamos; quería compartir parte de su leche con él. Lo comprendió y me lamió los labios y la lengua.

-¿Adónde aprendiste a coger así? -pregunté, asombrada-. ¡Sos un maestro!

-En casa, con mi hermana; y antes de eso, con una de sus amiguitas. Mariana es once años menor que yo. Cuando ella tenía siete años, nuestros padres murieron en un accidente. Yo trabajaba y teníamos una mujer, gorda y fea -aclaró, con una sonrisa cansada-, que hacía las tareas de la casa. Nada tenía porqué cambiar y, de hecho, nada cambió... Es decir, al principio. Yo ocupé el dormitorio de mis padres y Mariana se mudó al mío. El suyo quedó como salón de juegos, para cuando sus amiguitas venían a casa; pusimos su cama en su nuevo dormitorio y mi cama quedó para que las chicas pudieran quedarse a dormir, sin necesidad de poner un colchón en el piso. Unos tres meses después, vino a jugar con mi hermana una chica nueva en el barrio, que tenía la misma edad de Mariana. Sólo que ella era un poco más… ¿Cómo explicarte? Más precoz... sí, ésa es la palabra: precoz. Se llamaba Ayelén y tenía una carita angelical. Era algo más alta que Mariana y era muy educadita; lo que quiero decir es que, cuando estaba con gente adulta, se portaba como una verdadera señorita. Una noche, habiéndose quedado a dormir, nos encontramos en la puerta del baño: ella salía y yo entraba; estaba cubierta con una toalla y yo, desnudo, aunque cubría las "partes prohibidas" de mi cuerpo con ropa sucia.

"Perdón", me dijo, "no te vi". Nada más lógico: yo venía de un pasillo oscuro y era yo quien debía haberla visto, ya que la luz del baño estaba encendida. "No es nada", le respondí y, mirando hacia abajo sus pies descalzos, le pregunté: "¿te pisé?". "No, para nada; además", agregó, con una sonrisa compradora, "ni vos sos gallo ni yo gallina para que me pises". Su respuesta me desubicó; de alguna manera, estaba fuera de lugar. Pero no le presté demasiada atención y me encerré en el baño para ducharme, mientras ella regresaba al cuarto de Mariana. A poco de dejar la ropa en el piso, me di cuenta de que mi verga estaba inexplicablemente semierecta. "Está bien", pensé, "las chiquitas descalzas me excitan, pero sin morbo. ¿Cómo se me puede poner dura por un simple encuentro con Ayelén? No", reflexioné por fin: "debe de haber sido por el roce con la ropa". Al día siguiente, sábado, las chicas vinieron a proponerme algo insólito. "Ariel: ¿no querés jugar con nosotras al gallito ciego?", preguntó Mariana. "¡¿A qué?!", reaccioné, asombrado y furioso. "Hermanita, vení", le ordené, tomándola, bruscamente del brazo, alejándola unos metros de Ayelén. Ya más tranquilo, le dije: "Mirá, Mariana: yo te quiero mucho y, por eso, dejo que vengan tus amigas a casa o que vos vayas a casa de ellas: quiero que juegues con chicas de tu edad. Si yo juego con ustedes, todos vamos a aburrirnos, ¿entendés?". "¿Por qué no probás?", me preguntó Ayelén, con su habitual dulzura. "Después de todo, fue idea mía… A lo mejor, no te resulta tan aburrido como pensás"…

En esos momentos, Ariel se vio forzado a callarse, porque oímos la puerta de entrada y las voces de Mamá y de Esteban, regresando de la fiesta. Por desgracia, tuve que apagar la luz para que a Mamá ni se le ocurriera entrar en mi dormitorio, pese a que esto era poco probable si respetaba la promesa que me había hecho esa misma tarde. Lamenté quedar en la oscuridad, porque la pija de Ariel había vuelto a crecer y quería pasármela por las mejillas, como si fuera un osito de peluche, frotándola contra mi cara. Tal vez, luego la llevaría a mis tetas para que las recorriera y jugara con mis pezones. Lo que era seguro era que terminaría en mi boca, para tomar la leche tibia que me haría dormir hasta la mañana siguiente… si Ariel me lo permitía. Pero así, con la luz apagada, todo eso perdía su encanto: no podía ver ese enorme pedazo de carne ni la cara de placer de mi compañero de juegos que, para mejor, me había estado contando un cuento, mientras me masajeaba el clítoris y la vulva con sus suaves dedos. ¿Qué podía ser más inocente que eso? Pero, a fin de no arruinar la continuidad de estos jueguitos con mi amigo y con mi tío (sin olvidar el cuento), debía sacrificar algo.

A la mañana siguiente, me levanté relativamente temprano: alrededor de las diez. Me vestí con lo mínimo indispensable -un vestido suelto que me llegaba a diez centímetros de la rodilla y un par de sandalias- y salí al jardín, donde debajo de un árbol, encontré a mi tío, con dos tazas de té servidas y una silla momentáneamente vacía.

-¿Cómo estás, Carola? ¿O a lo mejor, preferís que te llame Carito? -me preguntó, guiñándome un ojo, con una sonrisa de complicidad. Antes de que pudiera responder, mientras me agachaba para darle un inocente beso en la mejilla, me dio unas suaves palmadas en las nalgas, sobre el vestido, y volvió a interrogarme-. ¿Duele?

-Buenos días, Esteban -respondí, sencillamente, temiendo que mi madre apareciera en cualquier momento y, bajando el volumen de la voz, agregué-: después te cuento; pero, por lo visto, ya sabés bastante de mi "cabalgata".

-¿De qué cabalgata están hablando? -intervino Mamá, a unos pocos metros de nosotros, completamente ignorante (¡esperaba!) de lo que había sucedido con mi tío y con Ariel el día anterior.

-Nada, Laura -dijo Esteban, con cara de increíble inocencia; su actitud me animó a poner cara de "yo no fui"-… Sólo me comentaba que ayer, cuando nosotros no estábamos, se encontró con Ariel quien le ofreció salir a montar a caballo y que tu hija había aceptado. Esta mañana, me encontré con Ariel y me dijo lo mismo… como ves, hermanita, nada grave.

-Sí, por supuesto: no hacía falta tanta explicación -respondió mi madre, muy tranquila, sentándose en su lugar, a la izquierda de mi tío, y yo tomaba asiento frente a ella, aunque más cerca de Esteban-. Ese muchacho Ariel es el que me presentaste ayer, ¿verdad? Se ve que es todo un caballero. Me gusta… ya no se encuentran jóvenes educados como él.

-Es verdad, Laurita… es verdad -ratificó mi tío, mientras, con mucho disimulo, acariciaba mis muslos y metía la mano por debajo de mi falda, subiendo hacia mi entrepierna para acariciar por primera vez mi conchita afeitada… el sueño de su vida.

Lo que sucedió luego y más, muchísimo más, se los contaré muy pronto.