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El cine X como género cinematográfico

en Textos educativos

Volviendo sobre lo pornográfico, esta vez tomándolo en su sentido tradicional, es interesante constatar hasta qué punto dicho tipo de producción audiovisual se ha mantenido durante décadas al margen de los cánones preestablecidos que rigen el resto de productos, constituyendo no un género aparte, sino otra manera de concebir el cine. La crítica más habitual que se ha venido utilizando contra él ha surgido, y no es sorprendente, de la idea sumamente discutible de que una película pornográfica es comparable a una película convencional, y que por lo tanto debe atenerse a los mismos cánones narrativos y varemos de calidad aplicables a ésta. Las recurridas frases son aburridas o vista unas vistas todas han entretejido, a fuerza de repetirse, una densa cortina de prejuicio y falsa moral que ha marginado el cine pornográfico condenándolo al oscuro calabozo de la incomprensión y el desprecio –sin perjuicio, eso sí, de sus pingües beneficios económicos–. Es decir, una vez el cine pornográfico ha sido tolerado en nuestra sociedad, aun con restricciones, y por lo tanto la censura moral ha sido abolida en gran medida, se ha aplicado sobre él otra censura, más sutil si se quiere, basada en criterios formales.

Sin embargo, el cine X –y a partir de ahora usaré esa sigla para diferenciarlo del auténtico cine pornográfico, que no es otro que el denunciado por el Dogma Final– no sólo no merece semejante oprobio, sino que demuestra de facto la posibilidad real de concebir obras al margen de los cánones preestablecidos –y sin ánimo de alternatividad–. A lo largo de su trayectoria, el cine X ha sabido readaptar sus modos de producción a las exigencias técnicas y ambientales de cada momento, por ejemplo introduciendo la utilización del formato vídeo, cuando semejante atentado contra los cánones aceptados de calidad sólo ha podido realizarse en contadas ocasiones en el cine convencional, y casi siempre necesitando hallar justificación en subterfugios conceptuales o estéticos, cosa que el cine X nunca ha hecho, satisfecho y feliz de poder trabajar en un sistema más económico y adaptable a sus necesidades.

Liberado de las ataduras de la mojigatería intelectual del sistema industrial del gran cine, el cine X se ha movido durante décadas en la más absoluta libertad técnica, moral y estética dentro de los márgenes de sus posibilidades económicas, cosa que nadie más ha hecho de una forma tan sistemática. Con envidiable indolencia, los productores/realizadores X han ignorado de hecho y repetidamente la norma establecida, preocupándose tan sólo de llevar a cabo un producto donde la forma ha de quedar supeditada al contenido; un producto además no dirigido a la crítica ni al gran público, sino a aquel segmento específico de población afín al género X al que en concreto perteneciera.

El cine X es, por lo tanto, un cine radicalmente independiente y emancipador, tanto en el proceso de producción, llevado a cabo al margen de directrices externas, como en su consumo, ya que éste es el primer y hasta ahora único cine interactivo concebido como tal. Y esto es así porque cualquier espectador puede usar el mando a distancia para elegir al azar o voluntariamente los fragmentos de una película convencional que esté viendo en vídeo o DVD, pero en el caso del cine X el uso del mando se da por sobreentendido, ya que el espectador siempre buscará aquellas escenas que sean de su agrado y elegirá el número de veces que necesite verlas. Es un cine a la carta, y esto, por sí sólo, basta para desacreditar de un plumazo la acusación de cine tedioso, sólo aplicable en ciertas ocasiones al cine convencional. Desde luego esto no es aplicable a la exhibición en salas comerciales, pero la exhibición cinematográfica de cine X no deja de ser una forma arcaica remanente en una industria que ha echado felizmente raíces en el fértil terreno de la distribución videográfica, digital y multimedia.

Sin embargo no todo el monte es orégano: el brazo del Sistema es alargado, y cada vez más su siniestra garra aprieta el cuello de ese bastión subversivo que había venido siendo el cine X durante décadas. También él debe ser absorbido, y la mejor forma consiste en inyectarle el bacilo infeccioso de los cánones asumidos por la mayoría alienada. A medida que el cine X intenta emular las formas reconocidas, mediante costosas producciones de refinado aparato técnico, certámenes y festivales multitudinarios que valoran de forma creciente la factura técnica –aplicándole criterios de calidad pertenecientes al otro cine–, en fin, procurando sustituir el talante genuinamente subversivo por el envoltorio políticamente correcto de la industria decente, a medida que esto va aconteciendo, en mayor grado pierde su sentido y más vulnerable se hace al, esta vez ya más legitimado, igualador embudo crítico. Una película X concebida para ser vista en vídeo por un público variado, de un tirón, y sin hacer uso de mando a distancia, es decididamente sospechosa de no ser ya una película X.

Afortunadamente siempre seguirá existiendo, porque es intrínseco a la naturaleza de este cine, un producto X sordo al reclamo de las sirenas de la cretinez, y también un espectador X más interesado por la satisfacción de su morbo personal que por la calidad técnica del producto. O en cualquier caso, interesado por unos criterios de calidad que no son los habituales –respecto al guión, iluminación, etc.–, sino otros específicamente aplicables al cine X, que siempre quedarán recluidos en los infranqueables dominios del gusto personal.

Hay un punto donde queda patente el fuerte vínculo entre la crítica moral y la crítica formal, y es el debate alrededor de la figura del actor de películas X. En general se niega al intérprete X el merecimiento de llamarse como tal, reduciendo el papel de la actriz X poco más o menos que a una suerte de prostituta –un juicio claramente moralista y muy sexista además, pues no acostumbra a aplicarse en iguales términos a los intérpretes masculinos–.

Parece ser que consentir de buen grado la aceptación de los actores X dentro del número de los actores en general, degradaría la condición de éstos, relativizando el valor de su trabajo. Muchos actores de cine y teatro convencional, por no decir la inmensa mayoría, suscriben esta última apreciación, y la justifican negando categóricamente que el trabajo que llevan a cabo los actores X sea interpretar.

La naturaleza y los límites de la llamada interpretación están fijados, una vez más, por cánones tácitamente establecidos, pero no muy concretos a juzgar por la carencia de términos clarificadores que se da a la hora de definir el término. Vagamente se supone que un actor interpreta cuando establece con el espectador, de forma unívoca y unidireccional, una transmisión de tipo emotivo reconocible por éste. El actor transmite sentimientos y emociones, a veces incluso ideas cognoscibles, a partir de unas pautas escritas o acordadas de antemano. El simple traqueteo mecánico del actor X no entra pues dentro de esta definición. Hasta aquí las explicaciones que nos ofrece la versión oficial del arte dramático.

Pero inmediatamente, y sin poner mucho esfuerzo por nuestra parte, vemos cómo esta visión de las cosas está aquejada de una grave miopía. En primer lugar, tendríamos que entrar a valorar si un actor de teatro incapaz en un cierto momento de transmitir una determinada emoción, tiene un mal día, es un mal actor o simplemente no es un actor, ya que el presupuesto más importante de su función no se ha dado. Lo mismo opinaríamos de un bombero tontamente incapaz de dirigir el agua de su manguera hacia el edifico en llamas. También deberíamos considerar si, dado este caso de incapacidad de transmitir lo pautado, no recibirá el público acaso otra información emotiva más estimulante, o no, pero otra emoción en cualquier caso, y perfectamente válida pues el espectador no es necesariamente conocedor de lo pautado. Esto es así porque perteneciendo ambos, emisor y receptor, al nutrido grupo de la especie humana, y por lo tanto intercambiadores de flujo empático, difícilmente podrán sustraerse a la recepción de un cierto tipo de emoción cuando se hallen delante no ya de un actor, sino de cualquier congére.

Un ejemplo ilustrativo lo encontramos en la asombrosa popularidad que a menudo alcanzan entre el público actores tenidos como malos por los entendidos en la materia. El gran público no acostumbra a preocuparse por las nimiedades técnicas, y si se llevara a cabo una encuesta multitudinaria acerca de quiénes son los máximos merecedores del título de actor, o de buen actor, probablemente los defensores de la ortodoxia interpretativa se llevarían una desagradable sorpresa. La popularidad de un actor se debe a menudo más a su carisma y atractivo físico que a su técnica y talento interpretativos, y por muy lamentable que esto sea, nada puede hacerse en contra.

En último lugar, deberíamos preguntarnos si el intérprete de una escena X no está transmitiendo ninguna emoción, por superficial y epidérmica que ésta sea. La profundidad conceptual de lo transmitido es una cuestión de grado —y muy discutible en sí, como todo lo profundo— y estaría fuera de lugar exigir la transmisión de ideas y sentires abismales a un actor X, así como tampoco se le exige al actor de una película de tiros. Por supuesto, no estoy ni mucho menos pretendiendo desmerecer las virtudes interpretativas del actor inteligente y con talento, capaz de transmitir una amplia variedad de registros mediante sutiles matices de voz y de gesto. Una gran interpretación es un trabajo admirable, y para conseguirla se necesita mucho talento y un gran esfuerzo intelectual y a menudo físico, y la satisfacción que siente el espectador capaz de apreciarla es perfectamente equiparable a la del melómano ante un virtuoso de la música. Pero que haya existido Thomas Mann no significa que el autor de novelas del oeste de consumo rápido no sea un escritor, y la actividad de este último no degrada la condición de aquél. Y aún más: es muy necio pensar que un escritor de noveluchas del oeste está incapacitado de por vida para obsequiarnos algún día con una obra, o muchas, de gran calado intelectual, ¿o es que acaso es imposible?… ¿cuántos autores considerados de género menor en su tiempo habitan ahora el Parnaso de los músicos o de los poetas inmortales?...

Los límites y la esencia del trabajo interpretativo son pues vagos e indefinibles. Con cierto pesar romántico adquirido tras muchos años de disfrutar de interpretaciones admirables –qué más quisiera yo que sólo fueran actores los buenos actores, y periodistas los buenos periodistas–, me veo obligado a afirmar que, un actor es, apreciaciones de calidad y caché aparte, aquel que se dedica profesionalmente a actuar, esto es, aquel que acumula un número tal de interpretaciones que cualquier otra dedicación queda desplazada durante prolongados períodos de tiempo a un segundo término. Resumiendo: la dedicación y no la técnica es la que concede el título. Esta no es una definición excluyente, no pretende aseverar que el actor esporádico no sea actor, simplemente no se afirma ni se desmiente, y en última instancia prefiero admitir que también lo es, ya que prefiero pecar por exceso que por defecto, y creo que toca a los que lo tienen más claro que yo demostrar que no lo es. Pero aquel que se dedica profesionalmente a la actuación, desde luego es un actor, se mire por donde se mire.

Así pues, ante profesionales del cine X como Olivia del Río, Rocco Sifredi, Anita Blonde y otros muchos individuos que han participado en docenas e incluso centenares de películas, con gran éxito de público, un público incapaz honestamente de firmar un documento por el cual negase la existencia de un vínculo empático con ellos, ante individuos así, digo, que ejercen normalmente ante las cámaras un trabajo físico y mental dirigido a suscitar estímulos en el espectador, ¿cómo seguir sosteniendo su condición de no actores? Cualquier crítica adicional que haga referencia a la ausencia de trabajo actoral en un resultado escénico consecuencia de un placer físico real no es más que la censura moralista que intenta relegar a la actriz X al burdel, pues a nadie le importa si la risa de un actor en escena es consecuencia de un gozo real o fingido. Lo único que importa es la capacidad de generar esa risa. Y no es tan importante lo que interprete el actor como lo que interprete el público acerca de lo que está interpretando el actor. El público tiene pues, en esto, la última palabra.

Yendo más allá: ¿depende de una sola escena o de toda una película la clasificación como X de un actor?, es decir, ¿puede un actor convencional interpretar una escena X integrada en la estructura de una película convencional? Si por escena X entendemos la concatenación de uno o más planos que exhiban la práctica de sexo explícito y detallado, vemos que la posibilidad de darse en una película convencional no sólo no es impensable, sino que se ha dado en ocasiones. Es significativo que dichas ocasiones sean escasas, y habría que preguntarse el porqué. La intención de llegar a todos los públicos no es compartida por todas las películas, y sin embargo, incluso en las concebidas para un público adulto, se demuestra una clara indisposición para incluir sexo explícito en ellas. La jerarquía de normas preestablecida por el Sistema impone el precepto compartido por muchos de que el sexo no tratado de forma sutil y sugerida es estéril intelectualmente, poco digno del cine con pretensiones de arte. Se reivindica el erotismo como sublimación de un deseo de ver y se condena ese deseo. Se cree que dos actores que interpreten una escena erótica en una película convencional sí pueden dar, a diferencia de la escena X, ese registro transmisor de emotividad que al que antes hacía referencia.

El sexo por el sexo es, siguiendo esta línea de razonamiento, algo vacío, falto de interés y a la sazón sucio, no digno de ser mostrado en público, si no es dentro de los parámetros marginales de lo X y enfocado hacia un público vicioso, de moral relajada. Curioso juicio nacido de la hegemónica mentalidad social que por otro lado no cesa en insistir en los logros conseguidos por nuestra cultura normalizadora y naturalizadora del sexo. Una muestra más de doble moral que también tiene sus correspondencias en la educación. Los vídeos educativos que se muestran en las escuelas con el afán de proporcionar información sexual a los chavales están, en primer lugar, dirigidos a un segmento de público postpúber, ignorando la sexualidad de los más pequeños y recurriendo al mojigato pretexto de la no conveniencia de impartirles este tipo de educación, por innecesaria, ajena e incomprensible para ellos; y en segundo lugar, ridículamente concebidos en la forma, prefiriendo siempre la representación simbólica y el dibujo animado a la imagen nítida con actores reales, manifiestamente prohibida. Curioso tipo de educación, impensable en otros ámbitos, donde a nadie se le ocurría discutir que es mucho más eficaz, por ejemplo, la enseñanza de los minerales con muestras reales o fotografías que con dibujos o acuarelas de los mismos. Si el sexo no puede mostrarse con una claridad sin tapujos, ¿a qué hablar de él?, ¿acaso ocultar algo es la mejor manera de mostrarlo?, ¿o por ventura la verdadera intención no radica en la educación sexual, sino en la temprana introducción en los encantos del sugerente erotismo? Nótese que no estamos hablando, por cierto, de mostrar dibujos animados a niños de cinco años, sino a inquietos adolescentes, mucho mejor informados de lo que un ñoño responsable de educación es capaz de admitir, seguramente asombrados ante el espectáculo disneyficante que se les muestra y, desde luego, perfectamente merecedores de una educación más clara y con menos subterfugios.