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Un masaje en vacaciones

en MicroRelatos

Aprendimos mucho durante aquellas vacaciones. Mi esposa estaba radiante, así lo indicaban las babas del recepcionista que empezaron a chorrear de su boca nada más ver a mi mujer entrar al vestíbulo del hotel. Era un mes de julio espléndido.

Aquel mierda de tío, al recepcionista me refiero, que si no recuerdo mal se llamaba Gerardo, se pajeaba seguro tras el mostrador de recepción cuando veía a mi mujer entrar o salir de la habitación. Si hubiese sido un macho más atractivo quizá hubiese tenido otro tipo de posibilidades con ella, porque aquellas vacaciones las inició Felicia siendo una santa y las concluyó convertida en una zorra.

Pedimos a don Gerardo el teléfono de una masajista –nos queríamos dar ese lujo bajo la luz del sol-. Él amablemente nos dio el de una tal Marisa Lanoisse, la mejor supuestamente de la ciudad y al dictarnos el número el muy cabrón me miró con sorna, como diciendo marica, ¿es que no sabes hacerle un masaje tú mismo al pedazo de hembra que tienes por mujer? Pero no cabe duda a día de hoy que mereció la pena conocer a la señorita Lanoisse porque ella me enseñó a tocar a mi mujer, porque ella nos enseñó que las caricias pueden ser recíprocas, porque ella participó en nuestro amor y porque nos enseñó, y eso es lo importante, cuales son las dimensiones del amor y que en sexo no debemos imponernos límites a nosotros mismos.

Para agradecerle a don Gerardo el que nos hubiese facilitado el teléfono de la masajista, mi mujer se despidió de él internándose tras el mostrador, inclinándose para ocultarse de otros clientes y propinándole una mamada a aquel hombre que probablemente hubiese querido llevársela a una habitación –y esas hubiesen sido sus otras posibilidades-.