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Juego de Dioses

en Zoofilia

ACTEÓN DE TEBAS

Las campañas militares estivales habían cesado y dado paso al tedio de la corte. Mi tío Polidoro, el rey,  sabía que podía contar conmigo para dirigir los ejércitos de Beocia adondequiera que estos marchasen, pero los salones y recepciones de palacio requerían de estrategias que yo no dominaba. El otoño, con los venados bien cebados para el largo invierno, era la época idónea para que el mejor cazador del reino hiciera honor a su fama.

Desde hacía cuatro días se había divisado un hermosísimo ejemplar de ciervo en la ribera norte del Onquestos. Aquel enorme ejemplar de venado terminaría en el espetón de mi lumbre, como que mi nombre era Acteón.

A pesar de ser el mejor cazador del reino, la presa se me había escapado en los días precedentes. Dirce bromeaba amenazándome con negarme sus favores si no le traía la pieza prometida. Fue ella misma quien me acercó el zurrón aquella fría mañana, despidiéndome con varios de sus cálidos besos, los cuales no lograron caldear mi cuerpo pero sí mi espíritu.

–Para que sepas lo que te aguarda si triunfas en la cacería –dijo tras separar sus labios de los míos, posando con delicadeza su mano sobre mi entrepierna.

–Lo traeré aunque deba abatirlo con mis propias manos –fanfarroneé deleitándome con el dulce sabor de la boca de mi esposa. Dirce no solo era la más aguerrida de las mujeres sino también la más ardiente.

–Por la cuenta que te trae, no te atreverás a volver sin él –respondió Dirce mostrando la más traviesa de sus sonrisas.

La amenaza de una espartana había que tomársela en serio. Por nada del mundo estaría dispuesto a renunciar a una sola de las apasionadas noches con mi sensual esposa. Sabía que si volvía con el ciervo, sus atenciones harían que no me pudiera levantar del lecho en un par de días.

Mi esposa acomodó la capa más abrigada que tenía sobre mis hombros fijándola con mi fíbula preferida, aquella que obtuve en la guerra contra Esparta, aunque aquel metal repujado no fue el mejor botín que obtuve de la batalla. Mientras mis soldados disfrutaban sodomizando oplitas, yo cumplía la amenaza hecha al general enemigo mientras mi lanza lo atravesaba: tomar y violar a su futura viuda. Lo que no me hubiera imaginado, cubierto de sangre hasta  los codos, es que caería rendido ante la belleza y simpatía de la espartana. Ella, por el contrario,  parecía tenerme cierto odio, ignoro por qué.

El general espartano debía haberme advertido del carácter indómito de Dirce. Cuando fui a tomar posesión de mi esposa, esta me recibió a cuchilladas. Mi mano, en un movimiento reflejo, buscó aquella cicatriz que partía en dos mi ceja izquierda. Por Afrodita, sí que mereció la pena aquella herida. Escaso pago para tan gran botín. 

De un salto, subí a la plataforma del carro. Fijé la lanza y coloqué el gran arco a mis pies. Con un seco restallido, la biga comenzó a trotar a buen paso, seguida por los grandes mastines de caza. Dirce me despidió agitando su mano. En aquel instante, nada hacía presagiar lo trascendental de aquel día.

***-***-***

Al norte, una sinuosa línea de niebla delineaba el valle del Onquestos. Debería atravesar el río por el vado si quería encontrar a aquel endemoniado venado.

La boira se había ido disipando a medida que avanzaba en dirección a Orcómeno. Como me temía, en la ribera sur no había trazas de venados, mucho menos de uno enorme y los perros habían estado rastreando conejos y liebres sin haber encontrado nada más interesante. Esperaba que ahora que había cruzado el río, aquel fabuloso ejemplar se dejase ver.

Me encontraba cerca de unas aguas termales que había visitado en alguna ocasión con mi esposa, cuando pareció que los perros detectaban algo entre las densas brumas que rodeaban los estanques. Até la biga a un enebro y, empuñando mi arco, me adentré entre el denso vapor. Los canes, sigilosos, caminaban a mi lado olisqueándolo todo.

Repentinamente, un murmullo llegó a mis oídos procedente de mi izquierda. Con cautela, me acerqué al origen de tan peculiar sonido. Aunque en la batalla no temía a nada ni a nadie, cualquier mortal debía temer a los seres del bosque. Aquel escenario era idóneo para las altivas náyades y no quería encontrarme con una de ellas por nada del mundo.

Lo que vieron mis ojos cuando la bruma se despejó, me dejó sin aliento. Un nutrido grupo de ninfas circundaban el más grande de los manantiales. En sus cálidas aguas, retozaba juguetón el ser más hermoso que se pudiera imaginar.

Aquella visión de imposible belleza, tan solo podía ser una deidad. Cómo narrar los infinitos bucles de su larga cabellera dorada como el mismo sol, la majestuosidad de aquellos pechos firmes que emergían desafiantes de entre las aguas y la marmórea piel que se mostraba impúdica ante mi mirada.

En aquellos instantes, hubiera dado lo que fuera por ser aquella gota de agua que se deslizaba perezosamente por el interior de aquellos tersos muslos. Una revelación me golpeó, aturdiéndome. No se podía tratar de nadie más salvo de la deidad de la caza, aquella que pretendía ser más certera con su arco que yo mismo.

El color que suelen tener las nubes cuando las hiere el sol de frente o la aurora arrebolada, es el que tenía Artemisa al sentirse vista sin ropa.

No podré olvidar jamás el iracundo rostro de la diosa cuando detectó mi presencia. El amplio séquito de náyades se giró amenazante en mi dirección.

–Ahora te está permitido contar que me has visto desnuda, si es que puedes contarlo –dijo Artemisa al tiempo que recogía agua del manantial con su mano, arrojándomela a continuación.

Como si me hubiera golpeado con un mazo en vez de con el cálido líquido, caí derrotado al suelo. Un tremendo dolor se instaló en mi cráneo. Mi cuerpo, presa de horribles convulsiones, se agitó sin control sobre la hierba.

Comencé a gritar y a llorar como si fuera un niño. Aquel horrible dolor que me consumía por dentro aumentaba sin detenerse. Mis articulaciones se estiraron de forma increíble, mis huesos parecieron quebrarse en mil pedazos y mi espalda se curvó en ángulos imposibles. “¿Pereceré aquí y ahora?”, me pregunté con el último hilo de consciencia.

Cuando todo terminó, lo primero que pensé es que aún conservaba la vida. Desde el suelo, observé el semblante enojado de la diosa. Con un enérgico movimiento de su delicada mano, la jauría de perros que me acompañaba comenzó a gruñir ansiosa. Un segundo gesto y los perros se lanzaron contra mí. Aquellas malas bestias no podían atacar a su amo por orden de ninguna deidad por muy casta y cazadora que esta fuera.

Salí del trance cuando unas mandíbulas se cerraron sobre mi pierna. Sin saber cómo, me encontré corriendo a toda velocidad entre el tupido bosque. Los gruñidos y ladridos se escuchaban cerca de mí. Debía poner tierra de por medio si quería salir vivo de aquella encerrona.

Tras un tiempo que me pareció interminable, los perros comenzaron a aminorar el paso. No sé de dónde saqué fuerzas para correr más veloz y durante más tiempo que los mastines adiestrados.

Sin tiempo para reflexionar, me lancé a las caudalosas aguas de un río que apareció tras una densa arboleda. Solo cuando me encontraba a salvo en la orilla opuesta, me percaté de la realidad que el miedo me había impedido percibir.

Había estado corriendo todo el rato a cuatro patas. ¿Cómo podía haber alcanzado aquella velocidad en una postura tan incómoda? Me acerqué con cautela a la corriente.

En las plácidas aguas, pude ver la maldición de aquella vengativa diosa. Mi rostro era el de un majestuoso ciervo blanco de enorme cornamenta.

Agaché el rostro buscando mis inexistentes manos, convertidas ahora en duros cascos. El pánico atenazó mi corazón. ¿Cómo podría retornar a mi casa?, ¿cómo presentarme así frente a Dirce?, ¿cómo huir de las flechas de los cazadores? Ni siquiera era capaz de llorar con aquellos ojos. Un encontronazo fortuito y mi vida se había ido al traste. Aquellos malditos dioses que nunca nos ayudaban y que se divertían tanto con nuestras disputas, lo habían vuelto a hacer; abusar a su antojo de un mortal.

***-***-***

Las siguientes semanas fueron el periodo más duro que se pueda imaginar. Ni siquiera las interminables campañas militares, me habían agotado tanto.

Durante el día debía estar atento a esconderme o huir al mínimo indicio de que se acercaba un cazador. Cuando comencé a sentir el hambre, hice de tripas corazón y comencé a ramonear las hojas de los árboles más bajos. Desde luego, no sabía como una tierna pata de jabalí cocinada por mi amada Dirce, pero en aquellas circunstancias no tenía ninguna alternativa.

Sin duda alguna, las horas más terribles del día eran cuando caía la noche. El bosque se llenaba de amenazantes sonidos que erizaba mi espeso pelaje. El aullido de las manadas de lobos a las cuales jamás había temido, despertaba el deseo irrefrenable de correr hasta dejar lejos aquellas espesuras.

Las primeras nieves habían caído y con ellas los últimos brotes verdes. Cuando culminé una loma, pude observar a lo lejos, la figura de un carro tirado por una biga. Mi instinto me impelió a huir pero algo me resultaba tremendamente familiar en aquellos caballos y en el auriga que los guiaba.

***-***-***

DIRCE DE ESPARTA

“Por las pelotas de Bóreas”, me dije cuando el primer copo de nieve cayó sobre mi rostro. Tiré de las riendas de la biga y oteé a mi alrededor en busca de algún altozano desde donde poder ver por encima de la densa arboleda.

Aquella fina nieve no iba a frenar a una auténtica espartana. Ni un solo día había dejado de salir en busca de mi estúpido esposo. Cuando le pusiera la mano encima se iba a enterar el muy inconsciente. Aquellos sustos no se le daban a Dirce.

Toda Tebas aseguraba que a aquellas alturas, debía haber muerto en los bosques. Yo estaba completamente segura de que Acteón era perfectamente capaz de sobrevivir en cualquier situación. Pese a mi confianza, rogaba a Perséfone para que retrasara un poco su marcha al inframundo. No mejoraría la cosa un invierno anticipado. La diosa debía permanecer en su morada de la superficie hasta que diera con Acteón.

Divisé, no muy lejos, una loma sobre la cual podría otear los alrededores. “Por el coño virginal de Artemisa”, me dije ante la visión del ciervo más espectacular que hubiera visto nunca. Como salido de la nada, se alzaba majestuoso con su níveo pelaje en la cima de aquel altozano. “¿Será aquel que fue a buscar mi incauto esposo?”, me pregunté mientras aquel enorme venado comenzó a galopar en mi dirección. Mentalmente di gracias a la diosa arquera por proveer tan sencilla caza. Aquel ciervo tenía una planta sensacional pero debía ir corto de entendederas porque no se explicaba que corriera hacia su muerte.

Tensé la cuerda del arco con una de mis flechas, apunté cuidadosamente y disparé. Como si hubiera conocido mis intenciones, aquel animal esquivó el proyectil con un brusco movimiento.

Los ágiles quiebros del venado hacían imposible que le diera alcance. Me jactaba de ser una diestra arquera, mas no era capaz ni de rozar aquel pelaje albino.

No sé durante cuanto tiempo perseguí a aquel tozudo ciervo. De no ser por el interés que despertaba en mí, lo hubiera dejado por imposible pero era una espartana y jamás me rendía. El bosque se hacía cada vez más denso y las trochas eran impracticables para la biga.

Aquel estúpido animal pareció entender mis dificultades y aminoró la marcha. Parecía que las dríades le inspirasen a reírse de mí. A pie recorrí el denso bosquecillo. El muy burlón de tanto en tanto, se giraba mirándome.

Llegué a unos estanques de aguas termales en los que recordaba haber retozado con mi querido Acteón. Aquel mal bicho se giró, encarándome. ¿Pero no me temía el muy tarugo?

Volví a tensar la cuerda del arco y apunté de nuevo al pecho de la bestia. El ciervo hizo un movimiento extraño que desvió mi atención hacia el suelo. Allí, entre los matorrales, había un objeto brillante.

Se apartó varios metros permitiendo que me acercara a lo que fuera que había llamado su atención. ¡Por el rabo violador de Zeus!, era la fíbula de Acteón.

¿Cómo podía saber aquel venado albino que yo buscaba a Acteón?, ¿cómo me había atraído hasta la alhaja?, ¿Qué demonios era aquel ciervo?

Miré fijamente los plácidos ojos de la bestia. No parecía temerme, es más, parecía aguardar alguna reacción por mi parte. En el pasado, alguna rama debía haberle herido encima del ojo izquierdo, pues mostraba una cicatriz muy parecida a la de… ¡Acteón! Sin saber de dónde procedía, una idea se fue concretando en mi mente:

–¿Ac… Acteón?

Atónita, observé cómo el ciervo descendía repetidamente la testuz.

–¡Acteón! –grité corriendo para aferrarme al cuello de aquel animal.

Las lágrimas corrían sin cesar por mis mejillas, mientras sentía entre mis brazos el calor y la musculatura del cuello del venado. Como si quisiera consolarme, mordisqueó delicadamente mi cuello. No cabía la menor duda: aquella bestia era el tarugo de Acteón.

–¡Estúpido descerebrado!, ¡he estado a punto de atravesarte con mi flecha! –le increpaba mientras le golpeaba en el pecho con todas las fuerzas que la desesperación me había dado.

Cegada por las lágrimas, que no sabía si eran de felicidad o de rabia, sentí una rasposa humedad en mi cuello. El venado había agachado el hocico comenzando a lamerme el cuello como acostumbraba a hacer mi esposo cuando se ponía cariñoso.

–¿Crees que con un par de carantoñas te voy a perdonar? –dije al tiempo que asestaba un golpe con todas mis fuerzas en el morro de Acteón. Él retrocedió bruscamente alzando la testa.

–Perdóname, cariño. Me he excedido. Lo debes haber pasado fatal y yo tan solo pienso en mi sufrimiento –alargué la mano y acaricié la aterciopelada cabeza–. Buscaremos a Quirón y él sabrá cómo arreglar esto. El centauro es poderoso y no abandonará a un discípulo suyo.

En muestra de gratitud, el ciervo lamió con fruición mi mano. Profundas emociones se agolpaban en mi corazón. ¡Lo había encontrado!, ¡sabía que no había muerto! Junto a las emociones, miles de preguntas inquietaban mi mente. ¿Cómo llevármelo a casa?, ¿podría su mentor devolverle la forma humana?

El peso de la alegría junto al millar de incertidumbres, me derribaron, cayendo sobre mis propias rodillas. El venado dobló sus cuatro patas y se tendió a mi lado. Volví a aferrarme a aquel cuello reconfortada por el espeso pelaje. Permanecí inmóvil durante algunos minutos. Tan solo sentía mi propio corazón latir aceleradamente, escuchando aquella profunda respiración, la cual terminó relajándome por completo.

Los pensamientos se sucedían atropelladamente en mi cabeza. Tan pronto quería llorar la pena de lo que le habían hecho a Acteón, como deseaba reír alborozada por su hallazgo. Quería golpearle y patearle por haberme hecho sufrir y deseaba comérmelo a besos.

Una idea absurda se abrió paso entre las demás. ¡Era la primera vez que tocaba a un ciervo vivo! Realmente era agradable sentir aquella suave pelambre contra mi mejilla. Acaricié el morro del animal con todo el cariño del que fui capaz. Aquella enorme lengua volvió a emerger para lamer mis dedos. Era encantador sentir aquella humedad en mi mano. Acerqué mi boca al aterciopelado hocico y deposité un casto beso entre los ollares.

La lengua serpenteó por mi cuello, ascendiendo hacia mi mentón. Sentí aquel calorcillo circundar las comisuras de mis labios y, sin saber cómo, abrí la boca franqueando el paso al intrépido apéndice. Un intenso sabor a hojas marchitas invadió mi paladar.

Acteón siempre había besado de una forma muy apasionada, aunque nada que ver con aquella lengua que zigzagueaba localizando los puntos más sensibles de mi boca. Era imposible no sucumbir a aquel desenfreno. No tardé en corresponder al beso lamiendo y succionando intensamente aquella lengua que prácticamente me llenaba por completo. Mis manos se aferraban de las quijadas sellando boca contra morro.

La cordura retornó a mi ser, provocando que me separara bruscamente del ciervo blanco en el que se había convertido mi esposo. “Me he estado besando con un venado”, reflexioné mirando la tristeza de aquellos grandes ojos. La mirada que me devolvieron hizo que olvidase por completo que se trataba de una bestia. Era Acteón. Debajo de esa impresionante cornamenta, tras aquellos ojos incisivos, estaba mi marido. Volví a abrazarme al cuello del ciervo buscando el consuelo que debería haber proporcionado yo. Apelé a Hera para que me diera las fuerzas que me faltaban. Encontrar a Acteón había sido el primer paso pero no el único.

Poco a poco, el agotamiento y el llanto me vencieron e hicieron que dormitase sobre el cálido cuerpo del venado.

Cuando desperté, me encontré completamente cubierta por el inmenso cuerpo peludo. Se había acomodado de manera que su vientre quedaba a escasos centímetros de mí. La nevada parecía haber cesado y el calor que se sentía bajo el ciervo, era muy agradable. Acaricié el pecho y la tripa de Acteón. En aquella zona, la suavidad era increíble. Un ahogado bramido me confirmó que las caricias también eran bien recibidas por el venado.

–Por el falo de Dionisio, serás… –mis manos habían descendido hasta el bajo vientre del animal encontrando algo de dimensiones descomunales.

El ciervo movió delicadamente sus caderas acercando aquella cosa hacia mis manos. Acteón había tenido una virilidad gruesa y larga como hombre, mas como cérvido, era poseedor de la verga más grandiosa que hubiera visto nunca. Con el movimiento del cuerpo, aquella cosa se fue acercando cada vez más hasta que estuvo al alcance de mis manos.

Había pasado unas semanas de horrible angustia, había encontrado a mi esposo convertido en ciervo por quién sabe Zeus, había estado a punto de atravesarle el pecho con una flecha y ahora, masajeaba lentamente su majestuosa verga. Todo aquello resultaba delirante pero no iba a ser yo quien le diera cordura. Aquel acerado miembro palpitaba bajo las palmas de mis manos impeliéndome a no soltarlo por nada del mundo. Por si fuera poco, los bramidos habían ido en aumento y por un momento, creí escuchar la voz de mi esposo pidiéndome que continuara. Bueno, bien pensado, Acteón también bramaba cuando jugaba con su virilidad.

A medida que intentaba abarcar aquella cosa entre mis manos, un cosquilleo se inició en mi bajo vientre. Todo aquello era una pesadilla pero en aquel momento, con la excitación invadiendo todo mi cuerpo, no deseaba despertar de ella.

Empujé al ciervo para que se tumbase de costado con el fin de poderme mover con libertad. Cuando pude observar con claridad aquello que había estado masajeando, la impresión me dejó sin aliento. Había estado manoseando tan solo la mitad de aquella monstruosa cosa. Recorrí con la yema de mis dedos toda la longitud del miembro hasta llegar a los aterciopelados testículos. Nunca al limpiar criadillas me había embargado la emoción que sentía en aquel instante, palpando aquellas hinchadas bolsas.

Entré en un estado de semiinconsciencia en el que tan solo era capaz de acariciar mecánicamente el falo y los testículos alternativamente. A pesar del frío reinante, mis manos ardían al contacto de la virilidad del venado. Estaba extasiada con las marcadas venas, con las palpitaciones que hacían vibrar toda aquella masa de carne y sobre todo, con el translúcido fluido que emanaba de la punta cada cierto tiempo. Algo más palpitaba allí y no era la verga. Mi intimidad pedía a gritos las atenciones que hasta el momento no se le habían dado.

Como si me hubiera leído el pensamiento, el ciervo se revolvió y quedó recostado sobre sus cuatro patas mirándome fijamente. Acto seguido, inclinó la testa hasta buscar con su hocico los bajos de mi túnica. Poseída por Afrodita, no tardé en recostarme abriendo mis piernas por completo a modo de ofrenda. Podía sentir el calor de aquella lengua lamiendo mis muslos por encima de las polainas, acercándose rápidamente al centro de mi fuego. .

Cuando sentí la humedad alcanzar la piel libre, creí morir de gusto. Mis ingles eran objeto de las más ansiosas atenciones. Cuando la lengua se adentró en mi femineidad, cualquier hebra de cordura se rompió y me dejé llevar a los mundos dionisiacos.

Las lentas pasadas cubrían completamente mi entrepierna desde el agujero posterior hasta el minúsculo apéndice que, pulsante, focalizaba toda mi excitación. Aquella lengua no se contentó con lamer. Buscó y encontró la entrada a mis entrañas. Frotaba las paredes de mi coño con una intensidad que me llevaba hasta el delirio. Mis muslos se cerraron como tenazas y mi pelvis se arqueó para que me llenase por completo. De repente, se retiró de manera brusca golpeando secamente mi henchido garbancito con su punta. Cuando lo hizo, un relámpago se expandió desde aquel punto hasta cubrir todo mi cuerpo.

Una nueva penetración de aquella vigorosa lengua y un millar de escalofríos recorrieron mi espalda. Me aferré con todas mis fuerzas a la base de aquella magnífica cornamenta, al tiempo que gritaba como una loca arrasada por el mayor orgasmo que hubiera disfrutado jamás.

A pesar de la intensa nevada y de los copos que se amontonaban en mi cabello, todo mi cuerpo transpiraba preso de las últimas convulsiones de aquella increíble corrida.

En mi cabeza se arremolinaban ideas contrapuestas: el temor por el futuro de mi querido Acteón, el odio hacia cualquier divinidad que le hubiera hecho aquello y las exigencias de mi cuerpo por seguir disfrutando como hasta el momento.

Ni por un instante se me cruzó el más mínimo rechazo hacia yacer con un venado. Era Acteón, el hombre que me amaba. Daba igual la forma que tomase.

Acaricié agradecida la testuz del ciervo. Me había regalado el mejor orgasmo de mi vida y quería que lo supiera. No todo era horrible.

–Vaya, eso no lo sabías hacer antes –dije en voz alta cuando le vi mover graciosamente las orejas ante mis caricias. Por toda respuesta, volvió a sacar su larguísima lengua lamiendo amorosamente mis dedos–. Ahora me toca a mí corresponderte. Espero que no te hayas desahogado por ahí con cualquier cervatilla.

Empujé suavemente su lomo para que se tumbase de nuevo. Recostado, era completamente accesible su magnífico falo. Mis manos se posaron sobre su aterciopelada tripa iniciando un sutil masaje mientras mis ojos no se podían separar de la majestuosa polla del venado.

Lo que más deseaba en aquel instante era satisfacer a Acteón pero, cuanto más observaba aquel miembro, más convencida estaba de que aquello no cabría en mis entrañas. Arrodillada como estaba, me incliné hasta tener el glande a escasos centímetros de mi cara. Reposé mi mejilla contra la esponjosa carne, inhalando el aroma a macho que desprendía. El calor del líquido preseminal se extendió enseguida por mi rostro, cubriéndolo de un intenso olor a excitación.

Mi lengua no era comparable a la de aquella bestia mas, no por ello, dejaría de aplicarme concienzudamente. Posé mis manos sobre aquella estaca intentando inútilmente sujetarla. Cubrí todo el glande de intensos besos alternando con lentas lamidas. Los bramidos me indicaban claramente la satisfacción de mi esposo.

Intenté introducirme todo el glande en la boca mas fue imposible. Aquella cabezota era enorme. Cuando mi lengua saboreó los líquidos que destilaba, un fuego se extendió por todo mi cuerpo. Quería tener todo aquello dentro de mí. Lo volví a intentar, esta vez con más decisión y finalmente todo el capullo entró de golpe dentro de mí. Apenas podía mover la lengua con aquella masa de carne en mi boca pero todo me daba igual, me sentía eufórica. Con muchísimo cuidado de no morder, comencé lentas succiones acompañadas de lametones con el escaso recorrido que me permitía mi lengua.

Enardecida como estaba, aferré el tallo de aquella monstruosidad con decisión. En las palmas de mis manos podía sentir no tan solo la tersura y tibieza de la piel sino la palpitación de las venas al hincharse con aquel caudal de energía animal.

Mi boca cada vez se sentía más ansiosa. Lo quería todo dentro de ella aunque fuera físicamente imposible. El mero hecho de tener aquella polla en mi boca me estaba llevando al paroxismo una vez más. Succionaba, lamía y chupaba desesperadamente. Un intenso deseo de morder aquella carne y quedármela para mí, me hizo temer por la integridad del venado. Estaba desatada y tenía miedo de no saberme controlar.

Mis manos comenzaron una caricia frenética a lo largo de todo aquel mástil. Mi boca chupaba desesperada mientras la saliva comenzaba a desbordarla cayendo en hilos por la comisura de mis labios. Estaba completamente embrutecida y me encantaba.

La dureza de la verga se incrementó si aquello era posible. Se acercaba el momento y me preparé para ello. Un repentino brinco, que casi hizo que se me escapase de entre las manos, y el primer chorro llenó mi boca. No me quedó más opción; debía tragar todo lo que pudiera si no quería ahogarme con la leche del ciervo.

El sabor intenso, casi desagradable, no fue ningún problema. Era de Acteón y todo lo suyo me encantaba. Como pude, fui tragando las exorbitantes cantidades de semen que saturaban mi boca. Sentí el cálido y viscoso líquido deslizarse perezosamente barbilla abajo. Me daba igual, todo me daba igual. Había encontrado a Acteón y eso era lo único que importaba.

***-***-***

Ya se escondía el sol por poniente cuando desperté por segunda vez. La temperatura debía haber descendido mucho pero el macizo cuerpo del ciervo blanco continuaba abrigándome maravillosamente.

Con la cabeza más despejada y el cuerpo completamente relajado, comencé a pensar en nuestras opciones. Buscar venganza estaba descartado, no sabía qué deidad había sido y aunque lo supiera no tendría armas con las que combatir. Volver a Tebas se antojaba otra idea absurda. ¿Qué haría con Acteón?, ¿acomodarle en las cuadras? Todas nuestras opciones pasaban por Quirón. Solo el centauro sería capaz de ayudarnos. Seguro que por el amor que procesaba a su alumno intercedería por él fuese cual fuese la impiedad que hubiera cometido.

Pero las cuestiones prácticas se anteponían a cualquier plan. Por confortable que fuese el cuerpo del venado necesitaba un refugio, una cueva en la que guarecerme y encender fuego. Repté hasta salir de debajo del animal, me acomodé la túnica y oteé a mi alrededor.

Al sur, el Onquestos quedaba lejos. Al este, nada de nada. La biga habría ido a pacer por ahí y no tenía la más mínima intención de ponerme a buscarla. Al oeste, los últimos rayos de sol se colaban entre la espesa arboleda dorando las marchitas hojas de aquel duro otoño. Había unos pequeños montes hacia allí. Ramas secas para hacer fuego habría en cantidad más que suficiente.

Tomé la decisión: más adelante buscaríamos al centauro pero lo primero era lo primero. Palmeé cariñosamente el lomo del ciervo. Este no se alzó como yo esperaba, tan solo giró la testa mirándome fijamente.

–No estarás pensando en retozar de nuevo, bestia lujuriosa, ¿no?

Un sordo bramido fue toda su respuesta. Se alzó y comenzó una alocada carrera a mi alrededor.

“Dios mío, tiene la inteligencia de un venado”, pensé en aquel momento mas estaba equivocada. Tras un par de vueltas en círculo se dejó caer a mi lado moviendo las caderas.

–Pero, ¿qué coño quieres? ¡Cansino! –entonces se hizo la luz en mi cabeza–. ¿Quieres que te monte?

La cabezota ascendió y descendió en rápida sucesión. Vaya, no era tan tonto como pensaba. La idea no me atraía demasiado. Montar a lomos de asnos o caballos era de campesinos. No había nada mejor para desplazarse que las flexibles tablas de una buena biga. Además, no había montado jamás a horcajadas y el lomo del ciervo quedaba altísimo.

Finalmente, me decidí. Había dos o tres horas a buen paso hasta los montes del oeste y varios días hasta Tesalia. A lomos de Acteón, aquella larga caminata se podría hacer mucho más liviana. Además, una espartana no temía a nada ni a nadie. Alcé la pierna. Acomodándome sobre el amplio dorso, me aferré con todas mis fuerzas de aquel poderoso cuello y todo comenzó a moverse.

Primero, enderezó los cuartos traseros haciendo que casi cayera; luego, los delanteros recuperando mi precario equilibrio. La sensación había sido vertiginosa aunque para nada desagradable. Acteón comenzó a andar a paso lento, permitiéndome acomodar el vaivén de mis caderas a los movimientos de su grupa. El temor inicial no tardó en convertirse en una extraña sensación de poder. Sí, de poder. Allí arriba y con la enérgica musculatura del animal entre mis muslos, me sentí poderosa.

Aquella sensación nueva para mí, dio paso a una de profunda excitación cuando el ciervo comenzó a trotar. Mi mente se escondió en lo más recóndito de mi cerebro y las sensaciones físicas se apoderaron de mi ser. La brisa helada en mi rostro y el paso firme del animal, me hicieron flotar. Un tenue cosquilleo se inició en la boca de mi estómago, cosquilleo que se extendió a todo mi cuerpo cuando Acteón decidió iniciar un galope frenético. Por las alas de Niké, aquello era lo más excitante del mundo, no se podía comparar a botar sobre las tablas de la biga. La emoción me henchía amenazando con desbordarse como un torrente de lágrimas. Tuve que morderme los labios para contener aquel caudal de emociones y concentrarme en el camino recorrido. Debía mantenerme serena para afrontar los duros días que nos aguardaban hasta llegar al monte Pelión, morada del centauro.

***-***-***

QUIRÓN DE TESALIA

–¡Digo la verdad, padre. Artemisa tiene celos de la maestría que Acteón demuestra en la caza! –gritó mi querida hija bailando y saltando alrededor de la pareja recién llegada. Estaba orgulloso de que Ocírroe hubiera heredado el cuerpo humano de su madre, mas hubiera preferido que heredara mi inteligencia y no la de aquella.

–¡Le meteré mi lanza por su virginal coño! –manifestó Dirce aferrando su lanza con fuerza.

Hacía pocas horas de mi retorno a casa. Nunca hubiera esperado encontrarme en el umbral de mi cueva a la mujer de Acteón tumbada junto a un magnífico ejemplar de ciervo blanco. Ocírroe se había empeñado en ir a visitar a su madre y, como chiquilla consentida, había tenido que cumplir sus deseos. El don que mi hija manifestaba junto a las explicaciones de la espartana, nos había ayudado a descubrir la verdad.

  Ocírroe había tomado la testuz del que parecía ser mi tutelado entre sus delicadas manos tras lo cual, había comenzado a saltar y correr anunciando su descubrimiento. Ahora proclamaba a voz en grito los presuntos motivos de la diosa para condenar al intrépido de Acteón.

–Calma, Dirce. No nos precipitemos. Es importante que sepamos más de la cuestión. Cariño, ¿has podido averiguar algo más? –pregunté a Ocírroe con tono conciliador.

–Bueno, padre, también puedo ver un estanque y el virginal cuerpo de Artemisa completamente desnudo junto a sus ninfas. Ya te dije que la cazadora se traía algo con sus compañeras de aventuras.

–Algún día esa inquieta lengua te traerá problemas, chiquilla –el descaro de mi hija no se detenía ante las blasfemias y las mofas a los dioses.

–Digo la verdad, padre. ¡Artemisa se bañaba desnuda junto a sus náyades! Este desgraciado la vio desnuda y la diosa no se lo perdonó.

Dirce resopló, manifestando lo mucho que le costaba aguantar a mi inquieta hija. Acteón la observaba con la mirada limpia y plácida de su especie.

–¿Qué haremos, maestro? –preguntó la espartana tras mirarme suplicante.

–El hechizo es poderoso y temo que tan solo la intervención de Artemisa pueda devolver a Acteón a su forma humana –respondí con toda la cautela de la que fui capaz.

–¿Podría quedarse así por siempre? –Dirce se tuvo que morder el labio para aguantar la profunda emoción que le embargaba.

–No hay hechizo que el afecto no pueda superar. Tu amor por Acteón es fuerte, pues te ha traído hasta mí sin que repudies su forma cérvida.

Posé mi manaza sobre el hombro de la joven y esta, sin contenerse más, comenzó un silencioso llanto. Se alejó de mí refugiándose en el cuello del venado al cual se abrazó desconsolada.

–¿Le meterás tu lanza por el chochete a Artemisa? –preguntó mi inoportuna hija.

–Desvirgaré a esa mala zorra con un palmo de bronce –respondió Dirce tras sorberse las lágrimas.

***-***-****

Tras dos semanas de intenso trabajo, ninguno de mis intentos por retornar a Acteón a su forma humana había dado los frutos esperados. Tan solo quedaba la opción menos deseada por mí: salir a los bosques en busca de la irascible Artemisa.

Si algo calmaba mi inquietud era ver la disposición de Dirce hacia el ciervo. Parecía más unida a Acteón de lo que lo había estado nunca. Incluso juraría haber escuchado ruidos sospechosos tras la lona de su gruta. Pero, ¿quién era yo para juzgar las relaciones entre humanos y animales?

Una fría madrugada, antes de que los moradores de mi cueva despertasen, me colgué mi morral de medicinas al hombro y me marché sigilosamente. Era fundamental para el éxito de mi misión que Dirce no supiera nada. A pesar de la alegría que manifestaba, estaba completamente seguro de que sus ansias de venganza no habían disminuido lo más mínimo.

Busqué por todas partes algún rastro de la presencia de la cazadora mas era sigilosa y esquiva como pocos. No fue hasta el atardecer del tercer día que me topé por casualidad con una de sus ninfas en un estanque de agua helada. Aretusa deseaba bañarse en la charca mas no tenía el poder suficiente para caldear sus aguas.

–¿Me dirás dónde se encuentra tu señora si accedo a descongelar el agua y calentarla hasta que esté de tu agrado?

–¿Buscáis algún mal para la diosa? –preguntó con expectación en su mirada.

–Sabido es que tu señora lo es de todas las bestias del bosque y de público conocimiento es mi interés y protección por ellas. Debo tratar cuestiones referentes a los animales con la diosa doncella.

Aretusa estuvo meditando un tiempo sobre el asunto pero el ansia por darse un baño venció a su reticencia inicial.

A medio día a galope, encontré los lagos termales que Aretusa me había mencionado. La bruma reinante en aquel bosquecillo era densa y no permitía ver mucho más allá del largo de mi brazo.

Tras una hora recorriendo los diferentes estanques, por fin, unas risas femeninas me alertaron de la posible ubicación de Artemisa. Mi naturaleza, caballerosa y honesta, hizo que en un principio no considerara la opción de espiar tras las densas nubes de vaho. Finalmente opté por investigar sin ser visto. Debía mostrarme prudente con la vengativa diosa, era una mujer impulsiva y no me iba a encontrar desprevenido.

Ante mí se encontraba una charca pequeña en la que retozaban lujuriosas Artemisa y Casio. Ambas, la diosa y la ninfa, tan solo tenían su piel húmeda como única vestimenta. Sus manos inquietas se acariciaban impúdicamente como si no hubiera un mañana.

Casio, tumbada de espaldas, asía con fuerza los glúteos de la diosa que yacía encima de ella. Sus dedos, ansiosos, investigaban el profundo valle que separaba las divinas nalgas empujando las caderas contra su pelvis.

Los sexos rezumantes de humedad se frotaban el uno contra el otro, provocando profundos gemidos en ambas mujeres.  

Artemisa, por su parte, había tomado cada uno de los turgentes pechos de la ninfa entre sus manos aferrándose de estos. Sus bocas se unían en lascivos y sonoros besos.

Casio logró voltear a su señora consiguiendo la posición dominante. Girando sobre sí misma, se acercó gateando hasta tomar entre sus manos los gráciles pies de la diosa. Abrió su boca ansiosa y comenzó a besar cada uno de los dedos de Artemisa. Con sus manos se ayudaba para ampliar el espacio entre dedo y dedo lamiendo con fruición la sensible piel.

La cazadora movió su pierna libre colocándola encima de su ninfa. Con la rodilla completamente flexionada, lograba masajear el prieto culo de Casio con la planta de su pie mientras propiciaba que los sexos se volvieran a frotar lujuriosamente.

Los dedos de los pies de Artemisa estaban muy ocupados. Los de un pie eran devorados por la ansiosa boca de la náyade la cual succionaba el dedo gordo como si de una polla se tratara mientras, el de la otra extremidad, se adentraba en el profundo desfiladero del culo de Casio masajeando con ligeras presiones el esfínter de la ninfa.

Buscando que aquel osado pie investigase mejor sus más profundas intimidades, la asistente de la diosa alzó su trasero apoyándose sobre las rodillas. Los deseos de la náyade fueron satisfechos por el dedo gordo, el cual no tardó en penetrar la encharcada gruta que se le ofrecía completamente expuesta.

Artemisa follaba aquel coño con una energía impensable. Su pierna hacía que con cada impulso todo el cuerpo de Casio fuera zarandeado. Por su parte, la joven lamía todos los rincones del otro divino pie con un rostro del  más profundo éxtasis. 

La virginal diosa cesó en su penetración tirando de las caderas de Casio hasta llevarlas a la altura de su rostro. Sin pausa, comenzó a lamer y chupar toda la vulva que antes había penetrado salvajemente. La ninfa, sin posibilidades de lamer los pies de la diosa, incrustó la cabeza entre los marmóreos muslos comenzando a libar los divinos fluidos.

La ninfa, completamente descontrolada, comenzó a mover violentamente el trasero golpeando con este el rostro de la diosa, la cual hacía verdaderos esfuerzos por continuar con su lengua dentro de la vagina de aquella.

Casio se incorporó presa de la excitación. Su cuerpo brillaba por el sudor y su cabello caía desordenado sobre su rostro. La cara de la diosa, antes golpeada por las nalgas, fue ahora aplastada bajo ellas. La ninfa comenzó un movimiento alocado de sus caderas las cuales rotaban sobre la ansiosa boca sin dejar que esta tomase aire. La lengua y los labios lamían y besaban cuanto se ponía a su alcance, tanto daba la cálida y húmeda vulva, el endurecido clítoris o el prieto ano de la náyade.

Por su parte, Casio frotaba de manera desenfrenada el coño de su señora, la cual se abrió más aún de forma obscena. Presa de alguna locura transitoria, la joven cesó en los toqueteos a la divina humedad y comenzó a asestar fuertes palmadas sobre la expuesta vulva.

 La cazadora, en un movimiento instintivo, amagó cerrar las piernas pero poco después, las abría todo lo que le era posible. Un profuso fluido manaba de su vagina manifestando inequívocamente el placer que dominaba su cuerpo. Casio, con la mandíbula desencajada, comenzó a gruñir como una bestia. Sin duda alguna, había llegado al paroxismo de su lujuria. Tras una eternidad gimiendo y aullando, se dejó caer sobre el cuerpo de su diosa apoyando la mejilla contra el pubis. Artemisa, por fin liberada de la presión del culo de su seguidora, pudo relamerse los fluidos que empapaban sus labios y su mentón.

Mi cuerpo, ajeno a la difícil misión que me había llevado allí, llevaba varios minutos dando muestras de excitación. La diosa, relajada como se encontraba tras el intenso orgasmo, reparó en mi figura semioculta tras la bruma. Se alzó mostrando la delicadeza de las líneas de su esbelto cuerpo: Piernas largas y torneadas del más puro alabastro, pechos orgullosos que se alzaban con gracia etérea y un bosquecillo del más puro oro entre sus piernas. Mi falo golpeaba inquieto contra mi estómago, satisfecho por el espectáculo disfrutado hasta aquel instante. Desde luego, en las cuestiones sexuales mi mitad humana se anteponía a mi mitad equina, pues jamás me habían atraído las yeguas y sí mucho las mujeres.

–¿Quién osa perturbar mi descanso y violar mi intimidad? –preguntó mientras con su mano arrojaba agua del manantial sobre mi rostro.

–Venerada Artemisa. Esas tretas de chiquillo no te servirán contra mí –dije a la vez que caminaba más allá de la línea de bruma mostrando mi mitad animal.

–Quirón, bienamado tío. Perdonad mi descortesía. No os había reconocido mas debéis coincidir conmigo en que espiar a una dama no es digno de vos.

–Los lazos que me unen a Zeus son débiles y no se han alimentado cuidadosamente con la amistad y el buen trato. Ahorraos las vinculaciones filiales –la cazadora no podía reprimir la ira en su rostro.

–No es decoroso espiar a una diosa mientras se baña –respondió Artemisa dominando su ira a duras penas-. Tenéis suerte de que yo si respete esos lazos familiares que parecéis haber olvidado.

–No era mi intención deleitarme con la suavidad de vuestras formas. Tampoco la de embelesarme con los juegos amorosos que compartíais con vuestra compañera.

–Vuestra osadía alcanza límites intolerables que mi bondad no está dispuesta a tolerar. ¡Disculpaos o sufriréis mi ira!

–¿Creéis que será tan fácil como contra el pobre Acteón?

–Así que ese es el motivo de vuestra inesperada e inoportuna visita. El gran tutor protegiendo a sus pequeños polluelos o ¿debería decir sus pequeños cervatillos? –se carcajeó la deidad al tiempo que alzaba sus brazos–. Acudid, bestias del bosque a la llamada de vuestra señora.

–Terminaréis mal, Artemisa, si buscáis el enfrentamiento conmigo.

El pequeño prado junto al manantial no tardó en estar repleto de las más variopintas bestias del bosque: osos, ciervos, lobos, zorros, se observaban entre sí  con recelo, sin atreverse a mover ni un solo músculo.

–¡Atacad! –fue la única palabra que necesitó la diosa para que centenares de animales al unísono corrieran en mi dirección.

–¡Deteneos, insensatos! –las bestias se quedaron clavadas en el suelo al retumbar de mi voz– ¿Atacaréis a quien os protege de todo mal?, ¿a quien cura vuestras heridas?, ¡marchaos y trotad en paz por el bosque!, las cuestiones de dioses no os atañen.

Tras unos segundos, los animales corrieron hacia la espesura desapareciendo del claro. Quien también se había marchado era Casio que tal vez tuviera temor a la batalla que se avecinaba.

Artemisa, de reojo, observaba su arco demasiado distante para poderlo agarrar antes de que yo la detuviera. Por mi parte, no utilizaría mi gran arco. No tenía intención de matarla, tan solo quería que deshiciera el conjuro de Acteón. De un salto, me situé entre Artemisa y el arco. Debía asegurarme de que ella no se armase.

–Vaya mi centauro mirón. Debía haber convertido a Acteón en una dulce cervatilla para que no mostráseis tan gran ansiedad –rió la diosa observando mi enorme erección–. Si lo que os excita es mi cuerpo, siento desilusionaros pues no rozareis mi piel ni en vuestros más húmedos sueños. Corred a buscar una potranca con la que aliviaros, ¡pervertido!

Tuve que apretar las mandíbulas con todas mis fuerzas para no soltar alguna imprecación. La cazadora pretendía sacarme de mis casillas y por los titanes que estaba a punto de lograrlo.

–Artemisa, os ruego me disculpéis por haberos observado en tan privadas actitudes –pude pronunciar articulando las palabras con esfuerzo–. Os imploro que deshagáis el hechizo y que olvidemos nuestro enfrentamiento.

–¿Olvidar?, ¿olvidar vuestra descortesía?, ¿olvidar que habéis presenciado lo que ningún mortal o inmortal debe conocer?, ¿olvidar vuestra actitud obscena mostrándome vuestros atributos animales sin el menor reparo? –mientras me respondía iracunda, iba deslizándose con paso grácil en mi dirección.

No lo vi venir. Absorto en la contemplación de las rosadas areolas de aquellos preciosos pechos, la patada en mi sien me pilló desprevenido. El golpe enérgico y preciso hizo que me tambalease. Seguramente si hubiera tenido dos piernas humanas habría dado con mis huesos en el suelo. Por suerte, la musculatura de mi mitad equina soportó bien la embestida manteniéndose firme.

Para cuando se aproximaba el segundo golpe, ya estaba completamente alerta. La diosa había cometido un error común entre los de su clase: pensar que mi gran tamaño y corpulencia me restaban velocidad y agilidad.

El salto de Artemisa, con su pierna tensa y estirada, fue formidable como también lo fue el golpe que se dio contra el suelo cuando aferré su tobillo impulsándola con fuerza.

La cazadora no pareció muy afectada por el golpe porque de un rápido giro de sus caderas logró desasirse de mi tenaza. Corrió hacia el arco que yo había dejado sin vigilancia. Si lograba alcanzarlo, la lucha pasaría a mayores y alguno podría salir mal parado. No podría frenarla antes de que empuñase su arma, por lo que tuve que tomar una decisión en caliente. Giré mi cuerpo un cuarto de vuelta dando mi grupa a la sensual virgen. La coz le pegó de pleno en la espalda. La fuerza habría partido por la mitad a cualquier hembra del reino mas no a la intrépida Artemisa que yacía en el suelo con el rostro enterrado entre la maleza.

Con presteza, me abalancé sobre la espalda de la cazadora reteniéndola con mis brazos y mis patas. Nada más sentir la frescura de aquella piel, una sensación indescriptible recorrió todo mi lomo, erizando mi cola. Un impulso superior a mis fuerzas me impelió a hundir el rostro entre aquellas esculpidas nalgas.

Mi entendimiento se quebró y solo quedó lugar para la lujuria más salvaje. Mi lengua recorrió por completo el surco que dividía el culo de la diosa. Tracé cerrados círculos alrededor y sobre el apretado anillo de su puerta trasera hasta que, finalmente, me hundí en el cálido interior de su virginidad.

Mi lengua percutía incansable adentrándose en las ahora secas cavidades. 

–¡Suéltame, caballo maloliente! –Artemisa se revolvía intentando desasirse de mi tenaza mientras me gritaba imprecaciones.

Cuanto más sentía los esfuerzos de la doncella por desembarazarse de mí, mayores eran mis ansias por poseerla. Continué humedeciendo con mi lengua la vulva de la diosa. Debía lubricarla yo, pues de lo contrario, la lastimaría de veras.

Doblando mis cuartos traseros, fui acercándome poco a poco hacia sus caderas. Mi boca ya buscaba su cuello y sus orejas. Inflamado como estaba, no dejé nada de piel por saborear. Mi falo, poderosamente enhiesto, golpeaba ciegamente el prieto trasero en busca de la estrecha puerta.

La cabeza de la verga sintió la delicadeza de los labios mayores y supe que había llegado el momento. De un seco empellón, introduje más de media polla. El alarido de Artemisa tuvo que resonar por todo el bosque. La delicadeza del grito femenino se había trocado en un graznido rasposo como si su garganta no fuera capaz de seguir gritando a ese volumen.

Poseído como estaba, no me detuve; es más, barrené con mayor intensidad. Sentía mi virilidad dolorida por la fricción en tan estrecha cavidad mas eran daños colaterales que no tenían importancia en aquel instante. Una firme barrera me indicó que había llegado al himen de la diosa. Mi acerada virilidad retrocedió para acelerar en un empellón brusco que se llevó por delante el mayor tesoro de Artemisa.

En mi larga vida de inmortal, jamás había sentido un placer como el que recorría mi cuerpo en aquel momento. Artemisa seguía aullando y llorando a partes iguales con su rostro enterrado entre la broza.

Sentí un espasmo recorrerme e impulsé mi falo con todas mis fuerzas. La femineidad se adaptó lentamente, abrazando con energía mi gruesa verga. Exploté como no lo había hecho jamás. Mi grupa se arqueó en un ángulo imposible mientras un grito triunfante salió de mi garganta.

Mi verga temblaba con fuertes espasmos, llenando la vagina de la cazadora con mi cálida esencia.

 –Eso te enseñará a no jugar con Quirón, ¡cazadora vengativa! –observé las prietas nalgas. Entre ellas se podía ver el comienzo de los muslos salpicados de pequeñas manchas carmesí. Un fino reguero de mi semen brotaba del entreabierto coño. 

Artemisa lloraba quedamente sin que pudiera ver su rostro cubierto por su larga cabellera. La legendaria pureza de Artemisa era historia. Al instante, me percaté de que no era la única allí que lloraba.

Giré de costado y pude ver a Casio empuñando su arco de caza. Su hermoso rostro estaba surcado por regueros de lágrimas.

–¡Criminal!  –balbuceó al tiempo que soltaba la cuerda del arco.

–Ese estúpido arco no te servirá de nada contra mí –respondí mientras observaba divertido cómo la flecha se hincaba en mi pecho. Segundos más tarde, me di cuenta del error que había cometido al subestimar a la joven náyade.

El veneno que impregnaba la punta de la flecha comenzó a extenderse rápidamente por todo mi organismo. Viéndome perdido, no tuve más escapatoria que huir hacia el monte Pelión. En mi morada, hallaría algún remedio que pudiera frenar la ponzoña que se extendía por mi cuerpo.

***-***-***

DIRCE DE ESPARTA

El sol se ocultaba perezoso tras las montañas. Había logrado que Ocírroe se marchase a dar una vuelta por el bosque dejándome a solas con mi querido Acteón. Recostada junto a él, acariciaba la suave piel de su cuello mientras mis orejas eran delicadamente lamidas por su hábil lengua.

Un galope nos sorprendió. ¿Podría estar de regreso Quirón? En efecto, así era. Desde lo alto de una peña, pude ver el cuerpo mitad humano y mitad caballo de nuestro sabio tutor.

Toda la sangre de mi cuerpo se retiró, marchándose a algún lugar desconocido, cuando observé el pecho herido del centauro. Un sudor gélido recorrió mi espalda. Aquello solo podía significar una cosa: Acteón no volvería a ser humano.

Quirón llegó junto a nosotros e incluso antes de pronunciar palabra, cayó desplomado al suelo. Corrí a sujetar la cabeza del sanador entre mis manos.

-¡Quirón!, ¡no podéis ser herido!

El tutor de mi esposo, con visibles muestras de esfuerzo, abrió la boca sin pronunciar palabra alguna.

–Lo… lo siento… –fue el último mensaje que nos transmitió.

No podía salir de mi estupor. Quirón el centauro, el hijo de Cronos, el inmortal, yacía a mis pies muerto. Dediqué a mi ciervo la mirada más optimista que pude poner, alejando de mí todos los temores que en ese momento me asediaban.

–Estaremos juntos, querido. No te dejaré –ambos conocíamos la dolorosa verdad: Acteón sería por siempre un venado. Yo también conocía otra verdad: jamás le abandonaría. Le seguía queriendo como el primer día. Además, ahora no tendría que aguantar su cháchara y a decir verdad, en la cama había salido ganando con el cambio.

Un fulgor azulado envolvió el cuerpo del maestro Quirón, pareció descomponerse y transformarse en diminutos puntos luminosos. El ciervo y yo no podíamos tener los ojos más desorbitados ante aquel espectáculo tan sobrenatural.

Las llamativas centellas comenzaron a girar vertiginosamente alrededor del lugar donde había yacido el centauro. Poco a poco, la espiral luminosa fue alzando el vuelo en dirección al oscuro firmamento hasta que se perdió de vista.

Mi venado empujó cariñosamente mi trasero con su hocico. Desde que era un ciervo se había vuelto muy juguetón pero aquel no me parecía el momento idóneo. Tras pegarle cariñosamente en el morro, volvió a insistir. Parecía mirar algo fijamente en la estrellada noche.

Observé allí donde apuntaba la mirada de Acteón, pero no descubrí nada en un primer momento. Llevé mis manos a mi boca reprimiendo un grito de desconcierto. Allí arriba, cerca del águila y de capricornio, siete nuevas estrellas brillaban con fuerza.

–Sagitario –susurré. El gran cazador tutor de los más grandes héroes tenía ahora su lugar entre las estrellas. Ahora sí sería inmortal.

Miré al ciervo y lo abracé con fuerza. En el fondo de mi corazón lo tenía claro, siempre le amaría.

Nota: En cursiva extracto de Las metamorfosis de Ovidio.

Agradecimientos: A Ana del Alba, Machirulo y Vieri32 por haber hecho aportaciones magníficas al borrador inicial, pero sobre todo a Besante por haberme contado el mito de Acteón.