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Tribal: El ritual.

en Amor filial

El día había resultado excelente para Mossa. Primero había salvado una de sus cabras del joven guepardo. Luego este había muerto alcanzado por su certero lanzazo y lo mejor de todo, Mika había aceptado la hermosa piel del felino regalándole luego su trasero.

Tras encerrar en el pequeño vallado a todo su rebaño, Mossa se dirigió al interior de su cabaña. Las caras serias de su madre y su hermana contrastaban con la felicidad que sentía el guerrero.

-¿La vaca? –preguntó el joven.

Un asentimiento de ambas mujeres confirmó las sospechas de Mossa.

—¿Cuánto? –continuó el interrogatorio el guerrero.

—Medio cubo –respondió la madre al borde del llanto.

La única vaca de que disponían, llevaba una semana sin querer dar leche. No debían estar comulgando correctamente con la madre tierra o con los dioses del ganado; si no, no se habría secado una vaca tan productiva.

El guerrero se acercó a un rincón de la choza con el fin de almacenar el cuerpo del guepardo. “El regalo de Mika y mi oportunidad de conquistarla”, pensó el muchacho. Madre e hija se afanaron en avivar el pequeño fuego que ardía en el centro de la única estancia de la cabaña. Se movieron con presteza, organizando pequeños quemadores de hierbas aromáticas, cuencos repletos de leche y utensilios varios que tan solo conocían las mujeres kusai.

El trabajo se multiplicaba para Mossa. De un lado, había que rogar por la producción lechera de la vaca; de otro, pediría porque esta se quedase preñada en uno de los muchos encuentros que le habían proporcionado con el toro del poblado.

Las dos mujeres se arrodillaron delante de los cuencos repletos de leche fermentada, aguardando la decisión del hombre de la casa. El padre de Mossa había muerto años atrás por una de aquellas extrañas enfermedades que había traído la modernidad. El cabello se desprendió de su cabeza, los dientes amarillearon y ennegrecieron y su cuerpo se consumió hasta quedar en los huesos.

Mossa, aflojando el nudo de su taparrabos, se deshizo de este y de cuantos utensilios de caza colgaban de la prenda. Se arrodilló y tomó entre sus manos el tazón de leche que había delante de su hermana, bebiéndolo hasta el fondo de un largo trago.

Era una joven esbelta y risueña, aunque ahora su rostro mostraba la preocupación por la sequía de la vaca. Los juveniles pechos se bambolearon cuando la hermana se inclinó acercando su boca al mustio falo de Mossa. El joven nunca había descuidado sus obligaciones con los dioses, pero la hija del jefe había sido muy ardiente y en aquellos momentos dudaba si podría complacer a la madre tierra.

Miha, la hermana del guerrero, introdujo la fláccida carne entre sus labios, degustando el sabor a hombre que destilaba la menguada lanza de su hermano.

Se esmeró en proporcionar un tratamiento de primera al mustio pene. Acariciaba los muslos y los vellosos testículos del cabeza de familia, buscando la reanimación de la vara. Sintió entre sus labios cómo el miembro crecía, invadiendo toda su boca.

La jovencita sabía hacer buen uso de su pequeña lengua. Lamía con lentas pasadas toda la superficie del tallo, utilizando sus carnosos labios para presionar y succionar el grueso glande. Las manos de la chiquilla no debían romper el contacto con la tierra apisonada de la cabaña; era la forma de estar en comunicación directa con la Madre. La boca era todo lo que necesitaba Miha para ordeñar la esencia del hombre de la casa.

Mientras tanto, Riha, la madre de los dos muchachos, ofrecía tazones de leche fermentada al guerrero con el fin de incrementar la fuerza del jugo de su virilidad.

Mossa bebía, uno tras otro, los cuencos de la embriagante sustancia, deleitándose con el trabajo oral que su hermana administraba a su dura herramienta. Se había esforzado mucho por satisfacer a la hija del jefe, pero su hermana desde bien joven conocía perfectamente cuáles eran sus puntos débiles.

Miha, movía rítmicamente la cabeza de delante a atrás, mostrando el brillante y negro falo o escondiéndolo en lo más profundo de su boca. En estas idas y venidas de la verga la muchacha aprovechaba para succionar el sensible glande, con lo que elevaba la excitación de su hermano a cotas inimaginables. Con cada vaivén del menudo cuerpo, los lozanos pechos de la muchacha se agitaban estimulando la libido del guerrero.

Mossa no podía probar el pequeño culo de su hermana so pena de destierro, pero si lo movía igual de bien que su boca, seguro que haría feliz a muchos mozos de la aldea. El guerrero bebía uno tras otro todos los cuencos que su madre le alcanzaba. El mareo comenzaba a hacer efecto en su ánimo, aunque aquello era un pago necesario si se quería comulgar con la Madre.

La joven Miha, sentía en sus labios toda la vida que la naturaleza había insuflado en el cuerpo de su poderoso hermano. El duro miembro palpitaba en el interior de su boca, recordándole la fuerza de la comunión con la vida. Hacía tan solo cuatro lluvias que había atravesado el río, lavando su sangre en este. El cruce de la orilla de la infancia a la orilla de la plena madurez. Aquella noche, ya como mujer adulta, comulgó con el duro miembro de todos los guerreros de la aldea; más de cinco manos de duros hombres con penes enormes y palpitantes. Desde aquella noche, tan solo había probado la esencia de su hermano cada vez que había que solicitar los favores de la Madre. Era un momento muy especial para la joven, la cual se sentía partícipe del devenir de su familia, agasajando a los dioses por los dones recibidos.

Recorría con sus húmedos labios la longitud de la tersa y dura lanza. Quería mucho a la Madre tierra y era un privilegio poderla servir en aquellas ocasiones. Con toda su alma deseaba que su pequeña boca se llenase de la esencia de la vida. La escasa producción de su querida vaca era insuficiente para las necesidades de los tres. Su devoción era plena; agradaría a la que todo lo puede trayendo abundancia a su familia.

Mossa comenzaba a verlo todo doble. En la postura en que estaba no confiaba en la firmeza de sus rodillas. Su enhiesta verga era devorada con maestría por su joven hermanita, mientras los vapores de la leche fermentada subían con rapidez a su cabeza.

La chiquilla logró introducirse la totalidad de la masculina herramienta. Era algo para lo que no tenía demasiada destreza aún, por lo que en ocasiones le producía arcadas. Sintió en su labio inferior la palpitación del conducto por el que saldría la esencia. Con presteza, extrajo la mayor parte de la gruesa verga, dejando tan solo la violácea cabeza dentro de su delicada boca.

El primer trallazo de espeso semen fue acomodado con rapidez por la ágil lengua. Los restantes lechazos se fueron acumulando sucesivamente en el carrillo derecho e izquierdo. La joven Miha temía no ser lo suficientemente eficaz para aquel trabajo. Si tragaba algo de la vital esencia, la Madre podría enojarse negando los dones solicitados. Era complicado mantener toda aquella cantidad de densa y cálida leche dentro de la boca sin que esta se escapase garganta abajo o bien se derramase por las comisuras de los labios. No era mayor de edad desde hacía mucho tiempo y su falta de destreza en aquellos menesteres la hacía sentirse insegura.

Por fin, la palpitante verga cesó en sus bombeos y Miha pudo extraerla de su boca, con cuidado de no derramar la vital sustancia allí acumulada.

La madre colocó un cuenco bajo la barbilla de la lozana Miha. Ella, con suma delicadeza, vertió el contenido de su boca en el recipiente escupiendo hasta la última gota de la leche de la vida.

Mossa estaba derrengado y medio borracho. Su fidelidad a las tradiciones y la reverencia hacia aquel acto, eran lo único que le mantenía derecho sobre sus rodillas.

Riha se marchó, con el cuenco repleto del semen de su hijo, hacia un pequeño altar donde depositó el contenedor, flanqueado por cuatro llameantes lámparas de grasa.

La joven Miha se sentía exultante por haber realizado su parte del ritual con la profesionalidad exigida a toda una mujer. No había nada pecaminoso en saborear los restos de leche que habían quedado adheridos a las paredes de su boca. Con disimulo, repasó el interior de los mofletillos, en busca de aquella cálida viscosidad, paladeando los pocos restos que allí quedaban.

El apuesto guerrero intentaba recuperar las energías para la segunda ofrenda. Se había rogado por la producción lechera de la vaca, quedaba por tanto pedir por su preñez. Todo su cuerpo era presa de la más profunda laxitud. Sus fuertes brazos colgaban inertes a los costados y sus piernas temblaban, incapaces de sostener el peso de su atlético cuerpo.

La madre prendió cuatro platillos repletos de hierbas aromáticas. Los colocó marcando las cuatro esquinas de un cuadrilátero imaginario sobre el que se tendió de espaldas en el suelo. Con habilidad, desanudó el shuka que ceñía su cuerpo desde las axilas hasta las rodillas, abriéndolo  hacia los costados y mostrando las opulentas curvas de una mujer madura pero en plenitud física.

Mossa, observó con mirada vidriosa, el negro y rizado triángulo que se mostraba entre las poderosas piernas de su progenitora. Los dos hermanos se alzaron al unísono. La pequeña Miha se arrodilló tras la cabeza de su madre, haciendo con sus jóvenes muslos de almohada para ella. Mossa, se sentó a horcajadas sobre el vientre de su madre, incrustando sus genitales entre las opulentas tetas.

La joven hija tomó los grandes pechos de su madre con sus manos y masajeó con ellos los testículos y la menguada verga de su hermano. Mossa no pudo reprimir el malestar de su intestino por la gran cantidad de leche fermentada que había ingerido. Una ventosidad escapó de su trasero haciendo que el orgulloso guerrero se envarara.

Miha escupía sobre el fláccido miembro de su hermano para favorecer el deslizamiento de este con las grandes tetas de su madre. Era misión suya que alcanzara la dureza y longitud necesarias para la comunión. Poco a poco, Riha fue notando cómo algo entre sus dúctiles pechos ganaba consistencia. La joven aceleró el movimiento de las tetas maternas en busca de la excitación del miembro masculino. La mujer adulta debía comportarse como receptora de los bienes de la Madre; por este motivo, no podía forzar nada que no hicieran los demás. Tan solo debía aguardar y ser custodia de la vida que la naturaleza requería para la preñez de su vaca.

Mossa, extenuado, observaba una nueva erección de su falo. Parecía increíble que tuviera fuerzas para reaccionar de nuevo. Comenzó a sudar con profusión, tan solo con imaginar el sobreesfuerzo que le esperaba en cuanto su verga tuviera la consistencia adecuada. Ajena al cansancio de su propietario, la lanza del guerrero aumentaba de tamaño ininterrumpidamente. La violácea cabeza asomaba grande y brillante de humedad entre los opulentos senos maternos.

Miha, facilitando la preparación previa, se agachó más, aplastando su estómago contra la cabeza de su madre. Apresó uno de los grandes y oscuros pezones entre sus labios, comenzando una cadenciosa succión que enardecía por igual a la chica y a la mujer madura. Humedecía con su lengua toda la superficie de la areola, haciendo especial hincapié en la cúspide del montículo. Cuando hubo dedicado suficientes atenciones a uno de los pezones, cambió a saborear la punta de la herramienta de su hermano. Esta asomaba por el estrecho canal que separaba mínimamente los oprimidos pechos. Miha repasaba con la lengua todo el glande, deteniéndose en la corona del circuncidado prepucio. La lanza de Mossa había ganado consistencia hasta mostrarse en toda su plenitud.

El guerrero se retiró hacia atrás, liberando su duro falo del abrazo de los senos maternos. Con delicadeza, se arrodilló entre las extendidas piernas de su progenitora. Con la mano izquierda, abrió los femeninos pétalos, mostrando la empapada vulva; Con la mano derecha, asió su dura vara y la dirigió a la boca de la cálida caverna. El glande se acopló a la entrada de la vagina, penetrando en esta con facilidad. La húmeda sima se abrió, acogiendo al hombre en sus entrañas con la naturalidad de la costumbre. Los centímetros hasta la cerviz de la mujer, se recorrieron lentamente por parte del miembro masculino. El roce de las cálidas paredes sobre el despejado glande provocó estremecimientos en el joven guerrero.

La muchacha irguió su delgado torso, dedicándose únicamente a acariciar con las yemas de sus dedos los enhiestos pezones maternos de los cuales había lactado en su infancia.

Las caderas de Mossa se retiraron permitiendo que el falo saliera casi en su totalidad del cálido abrigo de la vagina. El retorno a la lubricada cueva fue igualmente lento y placentero.

La mujer suspiraba contenidamente a cada embestida de su poderoso hijo. La negra lanza percutía sin cesar en las cálidas intimidades de la exuberante hembra. Mossa estaba al borde de la extenuación, pero aún así sabía de su deber para con los dioses y nada haría que incumpliera su obligación.

Desde que los autobuses de turistas comenzaron a llegar repletos de irrespetuosas visitas, desde que algunos buenos guerreros comenzaron a golpear la dura tierra en busca de alimento, desde que los misioneros habían erigido aquellos templos suyos, la gran Madre había dejado de escuchar sus plegarias.

Estas y otras cosas pensaba Mossa observando las sudorosas tetas de su madre abrazadas por las pequeñas manos de su dulce hermana. Por mucho que intentara concentrarse en cosas ajenas al calor de la gruta femenina, la excitación se incrementaba, haciendo que el clímax se aproximara irremediablemente.

La contención en los jadeos de la madre, contrastaba con el sonoro resuello del embravecido joven que observaba con deleite los pétreos pechos de la bella Miha, al tiempo que se adentraba en las húmedas profundidades maternas.

Las juveniles manos de la muchacha ascendieron acariciando suavemente el rostro sudoroso de su madre. Los pechos de la madura mujer, libres de la sujeción, temblaron y se agitaron como consecuencia de los potentes embates del fogoso joven.

Riha se esforzaba por retardar su orgasmo hasta la llegada de la esencia masculina. Debía aguardar paciente para recibir la cascada de vida en su interior. Mossa sintió cómo una extraña sensación, mezcla de dolor y placer, ascendía por el tallo de su dura verga hasta inflamar todo el tallo. El atlético cuerpo se estremeció con la llegada de la eyaculación. Apoyándose en manos y rodillas, intentó clavar más aún su vibrante rabo en las entrañas de su dispuesta madre. Presionaba con fuerza, sintiendo cómo se deshacía en el interior de la cálida oquedad, inundándola de su tibia leche.

La mujer sintió cómo su gruta era colmada por la virilidad de su hijo, al mismo tiempo que cálidos chorros de denso semen la saciaban, liberando el orgasmo tan celosamente reprimido. Su espalda se arqueó separándose del duro suelo de tierra apisonada, sus piernas se entrelazaron apresando el cuerpo de su hijo en un intenso abrazo. Las mandíbulas se abrieron, permitiendo la salida de un alarido gutural de pleno gozo.

El fuerte guerrero rodó sobre su propio costado devastado por el último orgasmo. Su joven hermana corrió a cumplir con su cometido final: debía impedir por todos los medios que se malgastase ni una sola gota de la preciada sustancia. Arrodillándose entre los prietos muslos de su madre, comenzó a lamer con fruición todo el exterior de la vulva femenina. Repasó primero los rizados vellos, entre los cuales lamió los escasos restos del tibio semen. Descendió hacia las ingles en las cuales saboreó algunos restos de esperma mezclados con el sudor femenino. Incrustó la punta de la ágil lengua entre las nalgas maternas, repasando con esta la zona del perineo y el esfínter. Riha, buscando la comodidad de la que aunque fuera ya una mujer, a sus ojos siempre sería su pequeña niña, alzó las caderas abriéndose las nalgas con sus propias manos. La joven hincó más la cara entre los carnosos glúteos en busca de cualquier resto de la preciada esencia de la vida. Lamió y degustó el culo de la mujer, el exterior de los abultados labios y las ingles, eliminando cualquier posible resto de semen, siempre evitando introducir la lengua dentro de la femineidad de su madre.

Terminada la concienzuda limpieza de la mujer, repitió la tarea con la fláccida verga de su hermano. Lamió cuanto resto blanquecino encontró en su inspección. Retiró la poca piel del circuncidado prepucio, secando la escasa humedad allí encontrada.

Cuando la muchacha estuvo segura de haber rebañado bien los dos cuerpos, se alejó en busca de la vasija con el agua aromatizada de pétalos. Empapando una gamuza, refrescó primero el opulento cuerpo de su madre, evitando con cuidado no acercarse en exceso a la zona de la vagina. Después de cerciorarse de la pulcritud de su progenitora, se dirigió a su hermano, el cual fue objeto de las mismas delicadas atenciones. Terminadas las abluciones, la joven recogió los útiles y se dirigió con paso rápido hacia el corral donde se guardaba el ganado.

Tras vaciar el contenido del cuenco, Miha se acercó a la vaca que rumiaba con su eterna mirada bobalicona. La chiquilla abrazó con fuerza el grueso cuello del bóvido ante la impasibilidad de este.

—Ya verás cómo te pondrás buena y nos darás terneros fuertes y mucha leche fresca.

Continuará.