miprimita.com

Bilirrubina IV. Dos amores

en Erotismo y Amor

Recordad que se agradecen tremendamente los comentarios, tanto si son buenos como negativos. Las valoraciones también pero sobre todo los comentarios.

Se recomienda leer la primera,  segunda y tercera parte, claro si te gustaron y tienes intención de leer este cuarto y último capítulo.

CAPÍTULO 4

Recuerdo aquel verano como un comienzo, como el principio, no de una nueva vida, si no como el comienzo de mi vida.

El mar bañando nuestros cuerpos, el sol dorando tu sedosa piel, las miradas, los susurros, las sonrisas traviesas. Pero sobre todo los abrazos, las caricias, los besos apasionados, tiernos, juguetones.

Aquella tarde en casa de tu madre perdimos la virginidad sentimental, pudimos decir y expresar lo que tanta vergüenza nos daba. ¡Me querías! fue música celestial para mis oídos, cuando escuché de tus labios aquellas dos palabras.

Tres meses antes me hubiera satisfecho con una mirada, con un saludo, con un reconocimiento y   ahora tenía tu amor. Un amor condicionado, eso si, pero estaba dispuesto a cualquier condición.

Recuerdas cariño, que cabezota te ponías:

–Cari, deberías perder esos cuatro kilitos que te sobran –me decías mimosa.

–Tienes que mirar a la gente a los ojos, nadie vale más que tú –siempre subiéndome el ánimo, creyendo en mí.

Y sabes lo más gracioso, que aquellas pequeñas exigencias, nunca las hiciste pensando en ti, querías que creciera, que me sintiera satisfecho de mi mismo y lo lograste, costó lo suyo, pero al final tuviste razón. Resultó que dentro de mí había mucho más de lo que yo mismo creía.

Y llegó un gran día en mi vida, espero que en la tuya también, aunque ni lo recordarás.

Estábamos en tercero de carrera. Tú estabas con las prácticas en el hospital, apenas te quedaban cuatro meses para ser toda una enfermera. Yo andaba liado con el puñetero proyecto de fin de carrera, aquel odioso Software de gestión de almacén era lo único que se interponía entre la Ingeniería y yo.

Habíamos terminado todos los exámenes de Enero y las cosas habían ido bastante bien. Me sorprendiste con aquella reserva de la casita rural.

–Cierra los ojos melón –me dijiste con tu media sonrisa.

–¿Vale y ahora que? ¿Me vas a hacer un streptease? –te respondí.

Abrí los ojos y ante mi estaba aquella reserva de la casita de montaña. Una coqueta cabaña de dos dormitorios, comedor-cocina y lo más importante una gran chimenea.

–Vas a ver la nieve, capullín –saltaste sobre mi y me besaste cálidamente—por fin vas a ver la nieve.

Pasamos esa semana previa, rebuscando ropa entre mis armarios, teníamos que ir preparados para cualquier cosa. El gran día llegó y ambos nos montamos en el Renault Laguna que habías logrado que tu madre nos dejara. Tan solo dos noches, pero el maletero iba repleto como si nos fuéramos para dos meses.

–¿Sabremos poner las cadenas si empieza a nevar? –tu cara reflejaba duda mientras aferrabas el volante.

–Hay un manual en la guantera –te dije, trasmitiéndote toda la calma que era capaz.

Durante ese fin de semana me diste el regalo más valioso que un hombre pueda desear. Aquel día, nació un nuevo Mateo, sin inseguridades, sin vergüenzas.

Te había preparado una cena romántica, logré tenerlo todo listo en el tiempo que duraba tu pausada ducha. Pude convencerte, de que lavases tu larga melena, aunque te quejaste, de que se te ahumaría de nuevo con el hogar.

Cuando saliste del baño estabas preciosa. Con la belleza de la sencillez, de un rostro recién lavado, de un cabello húmedo y perfumado. Vestías un bonito Jersey de cuello alto, con tus eternos vaqueros.

–¿Has preparado todo esto, tú?

Te sonreí e hice una amplia reverencia, invitándote a la mesa. No fue gran cosa, pero estaba preparado todo con muchísimo cariño. Unas hamburguesas completas, con su Bacon, su huevo frito, etc. Una gran fuente de patatas fritas y como colofón un bote de guacamole con sus nachos. Todo ello regado con un vino tinto, que si bien no era espectacular ayudaría a que entrásemos en calor.

–Wow, has traído guacamole, cariño, te has acordado, eres un amor –me pegaste un morreo que hizo que instantáneamente algo se despertase entre mis piernas.

El vino de la cena, el fuego de la chimenea, tus ojos brillantes reflejando las llamas del hogar y tu sonrisa satisfecha, crearon el mejor escenario que se pudiera desear.

Miraba embelesado como se movían tus labios al masticar la hamburguesa, como tu sonrisa, se burlaba de mi ingenuidad de manera silenciosa, como descendía tu largo pelo por detrás de tu espalda.

–No me comes nada –fingiste indignación, por que conocías el motivo de mi inapetencia.

–Con tu mera presencia me alimento –puse mi mejor imitación de voz de seductor.

Ver como salía el vino por tu nariz, hizo que yo también comenzara a reírme a carcajadas. Nos contagiamos las risas y terminamos con dolor abdominal de tanto reírnos.

–Entonces… si con mi presencia te alimentas… no querrás tomar el postre… –ese tono insinuante no presagiaba nada bueno.

–¿Que me ofreces de postre?

Por respuesta te levantaste de tu silla y te sentaste a horcajadas sobre mis rodillas. Sentí tu cálido aliento a milímetros de mi boca, tu pícara mirada clavándose en mí, tus brazos rodeando mi cuello.

–¿Quieres que yo sea tu postre? –pusiste tono de mujer fatal, como si la que me iba a devorar fueras tú.

Haciendo acopio de fuerza física, logré alzarte en vilo, sin parecer demasiado ridículo tambaleándome.

–Menos mal que estás en los huesos.

Mis manos se aferraban firmemente a tu trasero, tus brazos rodeaban mi cuello con determinación, tu boca se pegó a la mía, sellando el momento con un beso de amor.

El camino hasta la alfombra que se extendía delante del hogar, fue un suplicio, cuatro pasos, solo cuatro, pero que se hicieron interminables. A cada momento tenía la sensación de que caeríamos rodando por el suelo y aquella demostración de seducción romántica, acabaría como la actuación de los payasos.

No se que cambió aquella noche, si el tener todo un fin de semana para los dos, si el fuego de la chimenea, si la confianza que ya teníamos tras tres años, pero el caso es que todo fue diferente.

Logré tumbarte de espaldas sobre la alfombra sin que nos rompiéramos la crisma. No quedó todo lo romántico que me hubiera gustado, pero tus tenues risitas, compensaron con creces la falta de delicadeza.

Te tenía a mi merced, a mi entera disposición, esa noche serías mía por completo. Se había terminado la reciprocidad, el dar y recibir, esa noche quería darte todo lo que tenía dentro de mí.

El fuego del hogar, a un metro escaso de nuestros cuerpos, coloreaba con cálidos matices, la mitad de tu rostro.

Recorrí tu frente, con tenues y ligeros besos, sin dejar ni un milímetro de fina piel por saborear. Posé mis labios sobre tus laxos párpados, peiné tus pestañas con mi lengua.

Inhalé el perfume de tu cabello, mordí tus delicadas orejas. Saboreé con mi lengua, la plata de tus pendientes y el oro de tu piel.

Tu cerrada boca se abrió anhelante al roce de mi lengua. Tus dientes dentellearon al aire en ausencia de su presa. Tracé caminos de cálida humedad por tu rostro, por tu mandíbula, por tu mentón.

Debía alcanzar mi meta, aquel punto débil que me abriría tus puertas de par en par. Logré quitarte el grueso jersey, para acceder sin restricciones a tu largo y fino cuello.

Besé, chupé, mordí y saboreé cada hendidura, cada colina y cada valle, de tu preciosa piel.

Por primera vez mis labios se movían sin premura, con la lentitud de un caracol, reptando por tu piel. Retornando una y otra vez, a aquellas zonas donde demostrabas mayor sensibilidad.

Retiré tu camiseta interior, con la alegría de ver, que debajo de ella tan solo me esperaba tu piel. Tus perfectos pechos, me aguardaban, sin más trabas, sin impedimentos.

Pero había tiempo, todo el tiempo del mundo para hacerte sufrir. Con un gran esfuerzo, logré desviar mi mirada de aquellos pezones incitadores. Ascendí de nuevo hasta tu cuello para continuar el camino por donde lo había dejado.

Besé tus clavículas, tus angulosos hombros, tu esternón. Bajé con mi lengua y mis besos por el amplio valle de tus senos. Acaricié con mis mejillas la tersura y calidez de ambos montes. No se me ocurría mejor lugar para reposar mi cabeza, que al contacto de aquellos maravillosos pechos. Pero debía continuar con mi recorrido.

Ascendí por la ladera de la colina, lentamente, pausadamente, haciendo que anhelaras cada segundo hasta llegar a la cima. El olor a jabón de ducha, la calidez del fuego en tu piel, la suavidad, la tersura. Invitaban a prolongar el ascenso hasta la cúspide.

Llegaron los labios y la boca a una rugosa aureola, ansiosa agarraste mi cabeza para llevarla con ansiedad hasta la punta de tu pezón, en el que descargué toda mi furia contenida. No hubieron besos, ni suaves lametones. Los tirones, lametazos, succiones, se repetían con ansiedad, con energía. Mordía delicadamente tus pezones mientras estiraba de ellos.   

Era la primera vez que me mostraba así de apasionado, pero es que me volviste loco. Tus jadeos y gemidos, me incitaban a proseguir con aquel delirio de pasión, de lujuria.

Mientras continuaba maltratando tu pezón con la boca, mi mano buscó donde asirse y donde mejor que a tu otra colina. Tu pecho y mi mano, parecían haber estado creado el uno para el otro, encajaban a la perfección, nada faltaba, nada sobraba.

Amasé y succioné, pellizqué y mordí, acaricié y besé, pero nada me saciaba. Necesitaba darte más, tocarte más, todo aquello era poco para ti, para mí. Mi cuerpo pedía más de ti, de aquella piel, de aquel olor, de aquel sabor. Quería gritar de frustración, por no tener más manos para tocarte, más bocas para saborearte, más oídos para escucharte gemir.

Rodeé tu cintura con mis brazos, introduciendo con fuerza tu pecho en mi boca. Te apreté para estar más cerca de ti. Necesitaba tu pecho entero en mi boca, tu cuerpo contra el mío.

–Eh, salvaje, que me vas a arrancar la teta.

–¡Ains, es que no me puedo aguantar! Estás tan buena… te comería enterita….

–Pues yo también quiero tomar postre –anunciaste con una sonrisilla.

–No, no, no, tú te esperas, que yo no he terminado con mi postre –y me abalancé sobre tu ombligo.

Rodeé lentamente aquella depresión con mi lengua. Lo penetré con lentos y cálidos lametones, mientras mis manos se afanaban por convertir la tarea de desabrocharte los tejanos, en algo sensual y delicado.

–¿Me vas a bajar los pantalones sin quitarme las botas?

–Ups, que fallo, eso me pasa por no hacerme un planning.

Descendí hasta tus gruesas botas. Sin contemplaciones te las desanudé con violencia, las retiré con ansiedad, toda la ropa del mundo sobraba, te necesitaba desnuda, como tu madre te trajo al mundo.

Por fin pude retirar las dos botas. Los calcetines fueron pan comido y a estos siguieron los vaqueros. Tus braguitas se habían deslizado graciosamente, hasta quedar a mitad de tus caderas. Con mis manos ayudé a que pudieran hacer compañía a los pantalones, tirados sobre la alfombra.

Me senté sobre mis talones, satisfecho como el que termina una escultura, un cuadro. Tan solo te había desnudado pero te admiraba como si te hubiera creado yo. Tus larguísimas piernas, flacas para muchos, pero estilizadas y delicadas para mí. Tus exiguas caderas, entre las que se ocultaba el más precioso tesoro. Tus delineadas costillas, tus pechos ideales para mis manos. Pero sobre todo tu rostro, aquel rostro arrebolado por la excitación, por el deseo. Aquellos ojos cerrados, ciegos ante mi siguiente actuación, aquellos labios entreabiertos y aquellas mejillas ruborizadas.

Tomé tus pies entre mis manos, aquellos trozos de hielo, que me sobresaltaron con su simple contacto.

Llevé tus heladas extremidades bajo mi jersey y mi camiseta. Posé delicadamente las plantas de tus pies sobre mi tripa, joder con la ternura, muy bonito gesto por mi parte, pero casi me da algo al contacto con aquellos témpanos.

Abriste los ojos y me miraste pícaramente, jugueteaste con los dedos de tus pies sobre mi vientre, haciéndome cosquillas.

–Deberías traer una mantita o el edredón de la cama.

Corrí hasta el dormitorio para desvestir la cama de su cobertura. Puestos en situación de desvestir aproveché para desnudarme por completo. Mi Erecta herramienta sobresalía entre los pliegues del edredón que llevaba a modo de capa sobre los hombros. Ocultando mi erección entre el nórdico de plumas corrí hacia el salón.

–Pues ya no me hace falta ir al Museo del prado, ha venido a verme la maja de Goya –sujetabas tu cabeza en una de tus manos, mientras la otra reposaba lánguidamente sobre tu cadera. De costado observabas el bailoteo de las llamas sobre los tocones de encina.

–Pues esta maja desnuda, querría estar vestida con esa capa que te gastas –te recostaste de espaldas abriendo ligeramente las piernas, incitando a que me acomodara entre ellas.

Me había prometido a mi mismo que aquella noche sería especial, que le haría el amor a mi chica como en la vida, lento, tierno, dedicándome en exclusiva a tus necesidades. En aquel instante en el que vi. Tu brillante entrepierna iluminada por las anaranjadas llamas, se me olvidaron todas mis intenciones iniciales.

Me quité las gafas, dejándolas sobre la mesa. Me arrodillé entre las extendidas piernas, del ser más precioso del mundo. Cubrí mi cabeza con el edredón subiendo el borde hasta taparte los hombros.

Allí dentro no se veía un carajo. En ese momento mi ceguera momentánea no era el mayor de mis problemas. Ardía en deseos por tener aquella joya entre mis labios. Palpando con delicadeza los muslos más bonitos de la tierra, ascendí acariciándote, masajeándote, amasándote.

No me entretuve ni siquiera en besar aquella tersa piel, mi lengua y mis labios anhelaban el sabor de tu femineidad. Mis inquietos dedos, rozaron el recortado vello de tus ingles, mi objetivo estaba cada vez más cerca. Aferré delicadamente tus labios mayores con las yemas de mis dedos y los abrí aún más de lo que ya estaban y hasta ahí llegó toda mi paciencia.

Hundí con violencia mi rostro entre tus humedades. Con más pasión que técnica, con más ímpetu que delicadeza, con más actitud que aptitud, comencé a lamer todo cuanto se ponía al alcance de mi lengua.

Cual ciego mi lengua tanteaba las cálidas carnes en busca del pequeño botón de placer. Saboreaba la carne trémula de tus cavidades, inhalaba el aroma a pasión y lujuria.

Cada gemido que alcanzaba a escuchar era fuego para mi inflamado corazón. Cada estremecimiento de tus caderas, pedía a gritos que clavara más mi cara entre tus muslos.

Sentí en mi lengua y en mis labios, el estremecimiento de tu vulva, la calidez de tu gruta, la humedad de tus entrañas.

Mi lengua haciendo un alarde de rigidez, penetró lentamente tu interior. Mientras uno de mis torpes dedos torturaba tu clítoris, mi endurecida lengua entraba más y más dentro de ti.

–¡Come Teo, cómetelo todo cariñín, hazme gritar como una perra! –aquellas exclamaciones fueron como un detonador. Comencé a mover la lengua con energía inusitada. Penetraba tu vagina con saña, con intensidad pellizcaba tu clítoris, el cual insistía en huir de mi tenaza. Cuando estuve seguro de la inminencia del orgasmo, te introduje dos dedos de golpe en tu húmeda caverna, frotando con brío las paredes de tu vagina.

–¡Dios, dios, dios, dios, que meee…. Coooooo…. Rrooooooo….! ¡Dios!

Tus caderas comenzaron a moverse compulsivamente, bailaban arrítmicamente a derecha e izquierda. Tus muslos se cerraron como una fuerte tenaza sobre mi cabeza, mientras se frotaban enérgicamente contra mis maltratadas orejas.

Había sido espectacular, La tranquilidad de no tener a tu madre a punto de llegar a tu casa, de que mis padres y mi hermana nos sorprendieran en la mía. La calidez de la alfombra y el fuego de la chimenea. Era la vez que más estaba disfrutando del sexo, sin duda alguna.

Seguía manteniendo la intención de ser suave, pausado, delicado, pero mi entrepierna bullía de excitación, necesitaba entrar dentro de ti, de manera imperiosa. Ascendí hasta asomar la cabeza por el borde del edredón, tumbándome a tu lado y abrazándote con fuerza.

–Wow, estás hecho un fiera. ¿Es que te habías quedado con hambre?

–Nop, pero a nadie le amarga un dulce y te advierto que aún tengo ganas de más –mientras decía esto me aferré a tu cuello, el cual chupeteé, imprimiéndote la marca de mi pasión. Tracé con mi lengua senderos de saliva hacia tu oreja. Mordisqueé el tierno lóbulo, saboreándolo entre mis dientes.

Lamí el interior de tu oreja, mientras mi aliento cálido te hacía ronronear como una gata mimosa.

–¿Sabes lo que voy a hacer ahora? Te voy a follar, te voy a hacer el amor hasta que no pueda más, hasta que grites pidiendo clemencia. Me tienes burrote perdido.

Mientras lamía tu oreja, al tiempo que te susurraba lindezas, descendí con mi mano hasta tu sexo. Al principio el contacto te estremeció, parecía estar hipersensibilizado, me tendría que trabajar a mi amiguita de abajo, si quería que me abriera de nuevo sus puertas.

Con suma delicadeza, no fuera a ser que te hiciera daño, empapé mis dedos en la entrada a tu vagina, con los restos de fluido que allí quedaban. Extendí el más dulce de los lubricantes por toda tu vulva. Mis dedos apenas rozaban tu fina y sensible intimidad.

Mi boca se volvía loca, en tu oreja, en tus párpados, en tu nariz, dios te quería comer entera. Mi mano poco a poco lograba que tu intimidad se volviese receptiva de nuevo. Tu boca ansiosa buscó la mía. Nos enfrentamos en un beso desesperado, ansioso, brutal. Nuestras bocas se abrían intentando devorar al enemigo, mordíamos, lamíamos, tironeábamos, la batalla estaba perdida con antelación, puesto que ninguno lograría extinguir el fuego del otro, más bien nos inflamábamos mutuamente.

Mi rabo descansaba en posición de firme sobre tu cadera. Tu mano sobre mi hombro, tironeaba intentando que me colocara sobre ti. Apoyado sobre mis codos logré ocupar la posición que deseabas. Nuestros irritados labios no se habían separado ni una sola vez, para dar la más mínima indicación verbal. Nuestros cuerpos se entendían, nuestras necesidades se buscaban, nuestros deseos se satisfacían, nuestros fuegos se encontraban. 

Tus largas piernas se atenazaron por encima de mis caderas, fusionándonos en un abrazo esencial y primitivo. Tus talones mudos golpeaban mis glúteos, solicitando acciones inmediatas. Tus brazos enlazaban mi cuello, estrechando la frontera de nuestras bocas.

Lo intenté una primera vez, una segunda vez y a la tercera sentí como mi glande rozaba la entrada a tu interior. Tus piernas incrementaron la tenaza sobre mis caderas, impulsándome hacia delante. Si hubiera querido torturarte con una extremada lentitud, si hubiera querido ser sutil, delicado, insinuante, posiblemente no lo hubiera logrado. En ese momento ni quería ni podía. Mi masculinidad entró de golpe en el hogar más cálido y confortable que se pueda imaginar.

–Mierda el condón –un instante de lucidez me recordó que no me había puesto goma.

–¿Que condón? Déjate de condones y hazme el amor.

–¿Pero Alex, estás loca?

–Loca por ti enanito, ya no te vas a tener que poner condón.

–Pero… si no puedes tomar… anticonceptivos…

–Melón, hay más métodos que los orales y además no me afectan lo más mínimo al hígado y ahora fóllame de una puta vez.

Aquellos improperios me exacerbaron, lo cierto es que dentro de ti se estaba de maravilla y ni siquiera necesitaba la cálida fricción de tu vagina, para alcanzar la gloria.

Te volví a besar, prolongando aquel momento de quietud de nuestras caderas. Sentía tu palpitar en mi miembro, tu humedad, la temperatura de tu interior. Analizaba las sensaciones que llegaban hasta mi verga, por primera vez en contacto directo con tu gruta del placer.

  –¿Qué tal se siente?

–Mejor, mucho mejor, más calentita –no me era fácil expresarme con aquel subidón.

Apoyándome sobre codos y rodillas comencé una lenta y cadenciosa danza con mis caderas.

Mientras besaba tus orejas, tus labios, tu cuello, mi virilidad martilleaba rítmicamente en tu interior. Cada roce, cada palpitación, me llevaba al paraíso y viendo como apretaban tus muslos, imagino que a ti también te estaba gustando.

Debajo del edredón, nuestros cuerpos ardían, comenzábamos a sudar de pasión. Podía sentir cada milímetro de tus muslos, de tus pantorrillas, de tus talones, pegándose a mi propia piel, en un increíble abrazo.  

–¡Dios cariño, como te quiero! ¡Te estaría follando toda la vida!

–¡Siii…. Fóllame, soy toda tuya… mueve el culo… capullo… 

Tu boca se aferró con violencia a la mía, tus brazos atenazaron mi cuello y todo tu cuerpo se crispó presa de la tensión. Un gemido gutural, emergió de lo más profundo de tu Garganta, para ir a morir en mi propia boca.

Pude sentir en cada fibra de mi cuerpo, como tu orgasmo se abría paso en tu interior. Como se aplastaban tus delicados pechos, como tu pelvis se fundía contra mí, como tu cuerpo convulsionaba presa de espasmos incontrolables.

No es que hubiera aguantado mucho más, pero sentir aquella explosión entre mis brazos, ver aquella mirada perdida, detonó en el mejor orgasmo que había tenido en mi vida. Cada explosión de mi pene, me sacudía de los pies a la cabeza. Las oleadas de mi esencia, traían consigo descargas eléctricas a lo largo del tallo prolongándose hasta mis ingles y mis testículos.

Tu entrepierna, palpitaba como si tuviera vida propia. Se mezclaron nuestros jugos, nuestras humedades, nuestro calor.

Aún dentro de ti, giré lentamente para no aplastarte. En un par de movimientos poco románticos, logré tenerte tumbada sobre mi pecho.

Derrengada sobre mi hombro, respirabas entrecortadamente. Las yemas de tus dedos recorrían mi rostro, delineaban mi nariz, acariciaban mis mejillas, casi me metes un dedo en el ojo.

–Ha… ha sido… una pasada….

Esas palabras eran música celestial para mis oídos. Con movimientos lentos y suaves, acariciaba tu espalda, desde tu culo hasta tu nuca.

No hiciste el más mínimo movimiento para sacarte mi miembro y yo voluntariamente no me iba a salir de tu interior, por menguada que estuviera la cosa.

Estuvimos así, minutos, tal vez horas o días. Aquel peso sobre mi pecho me resultaba maravilloso, el tacto de tu transpirada espalda, el olor de tu pelo, tu aliento en mi cuello. 

No se cuando, ni cómo, tus caderas comenzaron a realizar movimientos circulares. Alertado por el súbito cambio de actitud, me percaté de que tenía de nuevo mi entrepierna dura como una piedra. Por lo visto tu sensible intimidad lo había percibido antes incluso que yo.

Estuvimos un rato así, yo prácticamente inmóvil, tu rotando lentamente tus caderas. El cansancio, el calor del hogar, tus lentos movimientos, me sumieron en una especie de trance onírico. Estaba como flotando en un sueño que no quería que acabara nunca. Era otro tipo de sexo, pero tan placentero o más como el salvaje. No habían movimientos impulsivos, ni golpeo de caderas unas contra otras, ni jadeos, ni ansiedades, pero era precioso.

De repente te quedaste muy quieta, tensando ligeramente tu cuerpo. Exhalaste un tenue suspiro y permaneciste inmóvil durante unos segundos. No se si fue el tercer orgasmo de la noche, o un amago o que. En mi consciencia sabía que lo importante era pasarlo bien, la calidad por encima de la cantidad, pero en lo más profundo de mi ego, si era importante, arrancarte cuantos más orgasmos mejor.

En instantes volviste a tu movimiento circular de caderas, pero esta vez con más energía. Apoyaste las palmas de tus manos en mi pecho y te incorporaste, permitiéndome admirar aquellos preciosos ojos, que hoy eran más verdes que azules. Mis manos descendieron presurosas, hasta agarrar con cada una de ellas un carnoso glúteo.

A medida que tus caderas rotaban con más brío, mis manos atenazaban con mayor pasión los mofletes de tu culo. Mi mirada se clavaba en el movimiento hipnótico de tus pequeñas tetas.

Cada poco tiempo te inclinabas a depositar un beso sobre mis labios, en esos momentos sentía tus erectos pezones rozar contra mi pecho. Aquello era demasiado para mí, no pude reprimir mis ansias de agarrar y magrear aquellos preciosos pechitos.

Abandoné tu trasero y llevé mis manos a tus senos, los masajeé, aplasté, martiricé, en mi pasión desbocada, ni siquiera admitía la posibilidad de que te estuviera haciendo daño. Pellizqué tus pezones, estiré de ellos con saña, alcé mi espalda para mordisquearlos. Tus gemidos, me incitaban a continuar con aquel maltrato divino.

Tus manos aferraban las mías, incrementando la presión sobre tus tetas, tu cara desencajada me ponía a mil. Tu entreabierta boca, tus ojos desenfocados, las aletas de tu nariz dilatadas, eras la viva imagen del placer.

–Ahora te voy a follar yo a ti –me dijiste con voz sensual.

Entonces comenzaste con un ligero trote, apenas despegando tu pubis de mi pelvis. Apoyaste de nuevo tus manos sobre mi pecho, mientras que las mías retornaban a tu trasero. Comenzaste en ese momento un desenfrenado galope.

Tus caderas botaban con un ritmo infernal, nuestras gargantas jadeaban faltas de oxígeno, nuestros cuerpos transpiraban, de pura lujuria.

Mi polla entraba y salía de tu interior con una facilidad pasmosa, como si hubiera estado hecha para aquello. Tu clítoris golpeaba contra mi pubis. Tu coño era la cosa más bonita del mundo, cálido, vibrante, parecía querer estrujar mi miembro, para quedárselo por siempre en su interior.

Tu cabeza hacia atrás mirando sin ver el techo del salón, tus uñas clavándose profundamente en mi pecho, tu vagina apretando con inusitada fuerza mi polla y en cuestión de segundos mi semilla derramándose en tu interior. Fue sentir mi semen en tu interior y un segundo espasmo consecutivo recorrió tu cuerpo, un alarido brotó de lo más profundo de tu garganta.

–¡Dios!

Caíste sobre mi pecho, besándonos, con cariño, con dedicación. Tus manos acariciaban mi cara, mis manos recorrían tu espalda, colocando bien el edredón para guarecernos del frío, aunque juraría que la temperatura de la estancia había subido varios grados.

–¿Sabes una cosa? Te quiero muchísimo –Ante aquella declaración no tardé en poner cara de tonto—ja, ja, ja, pero no pongas esa cara de empanao.

–Yo… a ti… más… –balbuceé agotado.

–¿A sí? Eso que te lo crees tú. Si me quisieras tanto como dices, me harías el amor otra vez –tu risa victoriosa me contagió, ambos sabíamos que habías ganado—Teo, Teo… si siempre gano yo, no se ni por que lo sigues intentando. Yo te quiero más y punto.

Aquella noche no fue la primera que hicimos el amor, no fue la primera que saboreaba tu femineidad, pero todo pareció novedoso. Algo flotaba en el ambiente, que hizo todo maravilloso. Tal vez el tener una casita para los dos, o el fuego de la chimenea, o tu sonrisa, pero aquella noche fue inolvidable para mí. En aquellos momentos, con tu pecho sobre mi pecho, con tu cara en mi cuello, en ese momento, no me quedaron dudas, por primera vez supe seguro que me querías tanto como yo te quería a ti. Me sentí pleno, amado.

Una figura alta, de amplia falda, se recortaba contra la luz en el vano de la puerta de la iglesia.

Mis manos comenzaron a sudar y mis piernas flaquearon. Tu visión a contraluz, aún sin poder ver tu cara me tenía paralizado.

Comenzó a sonar la música y un nudo se alojó en mi garganta. Tras ocho    años de novios, estaba tan nervioso como el primer día que nos besamos en tu dormitorio.

Fuiste caminando elegantemente erguida, con pasos cortos y estudiados, del brazo de tu madre.

Cuando te envolvió la penumbra del templo, pude por fin ver tu rostro. Elegantemente maquillada, me sonreías de medio lado, con aquella mueca pícara que me enloquecía.

–Hola memo, que gafas más chulis que llevas –tu saludo al pararte a mi lado no pudo ser más de tu estilo.

–Estás… preciosa…

–Una que es mona… Hoy el capítulo 6, Teo va de boda –tu misma reíste tu ocurrencia, siempre sacando a colación la serie de dibujos animados de Teo.

Nos cogimos de las manos a aguantar aquel tostón de ceremonia, si no hubiese sido por nuestros padres… La homilía se estaba haciendo interminable, tu mano se acercó agarrada por la mía hasta situarse encima de mi entrepierna. Te miré aterrorizado, pues de ti me podía esperar cualquier locura. Sin dejar de mirar al párroco, esbozaste esa media sonrisa tuya presagio de tormenta en el horizonte. Tu dedo meñique bien oculto tras nuestras manos, comenzó a acariciar mi paquete por encima de la tela del traje. Creo que en ese momento estaba blanco como la tiza. Tu mueca de traviesa se acentuaba saboreando tu victoria.

Todo terminó, y aquel señor mayor, que no sabía de nosotros más que nuestros nombres, nos autorizó para besarnos.

Tomé tu rostro entre mis manos y te besé tiernamente, deseaba poseerte allí mismo, pero no era cuestión de montar un espectáculo.

Fue un día divertido y acogedor. Tan solo nuestros familiares más directos, algunos compañeros de mi oficina y casi toda la planta de Oncología Infantil, en la que trabajabas.

Estuvimos hablando con todos los invitados, el reducido número de estos invitaba a disfrutar, sin las tensiones y formalidades de una boda más masificada.

Realizamos el brindis nupcial, yo con Cava y tú por supuesto con tu perpetua copa de agua, que ese hígado tuyo teníamos que cuidarlo como oro en paño. Abrimos el baile nupcial y por mi torpeza casi lo terminamos. Me retiré a un lado admirando lo bien que bailabas. No paraste de bailar en toda la noche, te encantaba y alguno de tus compañeros lo hacía verdaderamente bien. Bailaste con el Doctor Trujillo, un señor mayor y muy cariñoso, con Óscar el magnífico, el mago voluntario de payasos hospitalarios y con no se cuantos más.

Yo mientras tomaba copas con los menos bailarines, con tu mejor amiga Lucía, oncóloga en el hospital, con Mirella otra de las enfermeras. Una jovencita preciosa me insistió en que bailara con ella, me estuvo contando que era hija de Óscar y que también ella actuaba como payasa, aunque los trucos de magia se le daban fatal. Cuando terminé con Hada, que era como se llamaba la jovencita, me agarró mi suegra sin dejarme descansar. Insistí a pilar de que la acabaría pisando, que el ritmo no era lo mío, pero estaba feliz y contenta y no le importaba un pisotón más o menos, en ese momento ni ella ni yo sabíamos cuan cerca estábamos de atravesar momentos muy dolorosos.

Transcurrieron dos años maravillosos hasta que las dificultades aparecieron con la contundencia de un golpe de martillo.

Tu insuficiencia hepática se acentuó rápidamente, el malsano amarillento de tu rostro, acentuaba tus afilados rasgos. Perdiste 10 kilos en aquel fatídico año.

Un año, tan solo un año había transcurrido desde el inicio de aquella tortura. La gravilla del cementerio crujía bajo mis pies, tu rostro pálido, levemente maquillado, se mostraba sereno, tras un año de sufrimiento. Alargué mi mano para asir la tuya, estaba helada, la fría mañana de invierno no ayudaba a templar ni los cuerpos ni las emociones.

Te miré con toda la ternura y calidez que fui capaz de transmitir. Tus ojeras apenas disimuladas por el maquillaje, evidenciaban los meses de sufrimiento que habías atravesado.

Debido a tu trabajo, no eran infrecuentes las visitas al cementerio, para acudir al entierro de algún pequeño niño, con el que habías tenido una afinidad especial. Pero aquel día tenía un nudo en la garganta que no me dejaba respirar convenientemente.

Alargué la mano para acariciar tu mejilla, giraste lentamente tu rostro hasta apoyar por completo tu cara en mi mano. Una solitaria lágrima recorrió tu faz hasta temblar en tu barbilla.

Te habías mostrado firme durante todo aquel año en el que el cáncer de páncreas golpeó nuestras vidas. Tu propia salud corrió peligro, por tu tristeza, por tu falta de cuidados, por tu insistencia en no separarte ni un momento del lado de tu madre.

Fue triste aquella mañana de invierno en la que nos despedimos de Pilar por última vez. Cumpliría lo mejor que pudiera su encargo, te cuidaría lo mejor que supiera.

Otros seis meses, fueron necesarios para que volvieras a mejorar paulatinamente. La medicación, la dieta saludable y aquel viaje al Caribe terminaron por devolverte el color y la energía.

Tubo que ser allí en el Caribe, donde se produjo la mayor de nuestras alegrías. Al mes de regresar de Santo Domingo, volví una tarde del trabajo, tú debías estar durmiendo pues habías tenido turno de noche. En vez de dormir te encontré con tu mejor vestido, con una mesa totalmente arreglada y mi plato preferido en una gran fuente en el centro de la mesa.

–¿No es mi cumpleaños, no? –pregunté desconcertado.

–Nop, celebramos otra cosa.

–¿Y que celebramos?

–Pues mira, como eres un capullín, tontorrón, te lo voy a explicar despacito para que lo entiendas. Mira cuando una abejita, se posa en una flor…

–¿No? ¿De verdad? ¡Dime que no es una broma! –mi cara de bobo debía ser increíble, puesto que no pudiste reprimir tu carcajada.

–Vaya careto que se te ha quedado.

Nos abrazamos alborozados, riendo tontamente como dos críos con juguetes nuevos. A ratos reíamos, a ratos llorábamos, era tanta la alegría que nos desbordaba.

Abrimos una botella de Cava y otra de agua, brindando por la buena nueva.

Aún recuerdo aquel día, como si fuera hoy. El día en que todo cambió en nuestras vidas.

–¡Que llaman a la puerta! –gritaste desde el dormitorio.

–Que no ha llamado nadie, te dije desde el salón.

–¡Que sii, que llaman a la puerta!

Mosqueado me levanté del sofá y me acerqué hasta el dormitorio. La imagen que vi, me aterró al tiempo que me emocionó. En el centro de la habitación estabas tú con el camisón de verano remangado hasta los gordezuelos pechos. Tu prominente vientre aparecía terso, precioso.

–Que si, que llaman a la puerta –susurraste mientras bajabas la vista a tu entrepierna, seguí tu vista y vi el gran charco que había en el suelo.

Me puse a temblar como un flan, no sabía hacer nada de lo que tantas veces habíamos planeado. Tuviste que ser tú, más calmada quien me fuera indicando los pasos a seguir. Mientras me sonreías y me dedicabas una mirada condescendiente.

Cinco horas después y ocho vasitos de plástico de café, llegó la esperada noticia.

–Mateo, todo ha salido bien –Lucía había querido estar en el parto, a mi no me habían dejado por tratarse de una cesaria—Alejandra está derrengada, ha sido muy duro dado el estado de su hígado, pero ambas se encuentran bien.

–¿Ambas? ¿Es una nena? ¿Puedo verlas? ¿Cómo es?

–Calma, calma, todo a su tiempo, el ginecólogo ha mandado a Alex a reanimación, hay que vigilar los niveles hepáticos, con su insuficiencia ninguna precaución es poca. Tú sígueme que te voy a colar en neonatos para que puedas ver a tu chiquitina.

 Seguí a Lucía por aquellos pasillos, con las lágrimas apunto de derramarse de mis inflamados ojos. Me vistieron con una bata verde y un gorrito de papel para el pelo. Lucía habló con una enfermera y ambas zigzaguearon entre varias decenas de cunas de metraquilato. Te presento a tu hija, Mateo.

        Las palabras no surgían de mi garganta, un nudo de emociones impedía que ningún sonido saliera de mi interior.

–Es… es… es preciosa… –rocé con la punta de mi dedo su pequeña manita y aquel increíble ser se revolvió entre sueños.

–Al ser cesaria, tienen que controlar que no le haya afectado la anestesia, en un par de horitas te la subirán a la habitación y podrás tomarla en brazos –me dijo una sonriente Lucía.

Dos horas después corría por los pasillos del hospital en dirección a Cuidados Intensivos, donde te habían trasladado. Hacía minutos que Lucía me había comunicado con lágrimas en los ojos, que habías entrado en una aguda crisis hepática. Me volvieron a vestir con la bata verde y el gorro de papel.

Te observé dormir, tu cabello, empapado de transpiración,  se pegaba a tu cráneo, resaltando las angulosas formas de tu contraída cara. Abriste los ojos y me miraste con intensidad tras la máscara respiratoria.

–Ehi, memo ¿Que pasa? –Tu tono pretendía ser desenfadado—Me han dicho que tienes una niña preciosa.

–Tenemos, una niña preciosa.

–¿Está bien? Quiero verla.

–Ahora la entraré, está fuera con mi madre.

No pudiste contener las lágrimas cuando deposité a la pequeña Pili en tu pecho. Gruesas y cálidas lágrimas se derramaron por tu pálida piel. Sequé tus lágrimas con el dorso de mi mano.

–¡Escúchame bien capullo! ¡Voy a luchar! ¡Lucharé hasta que no me quede ni un gramo de fuerzas! ¡Y aún después de desfallecer, seguiré luchando hasta vencer! ¡Nada, ni nadie me va a separar de mis niños! ––recuerdas como te aferrabas a mi bata verde, con que violencia salieron esas palabras de tu boca—nada, nada, podrá separarnos.

Mi madre se instaló en nuestro piso, para ayudarme a cuidar a Pili. Toda tu planta se pasaba por Cuidados Intensivos a saludarte, a pesar de no estar permitido, pero con las enfermeras y los médicos se hacía la vista gorda. También logramos permiso para poderte ver Pili y yo un ratito todos los días.

–¡Te han dado la noticia? –me preguntaste con voz cansada.

–Ya verás como todo va a salir fenomenal.

–Un puto hígado, necesito un hígado rapidito y me marcho a casa con vosotros –recuerdo tus apretados dientes, intentando controlar las lágrimas que amenazaban con brotar.

Pero el hígado no llegaba, las semanas pasaban lentas, controlando mi angustia, para no trasmitirte ni a ti, ni a la niña toda mi desesperación.

–Hola cariño –me dijiste una tarde de primavera con tono alegre.

–Ehi, preciosa te veo muy animada.

–Teo, me ha llegado la hora. Ese hígado jamás llegará a tiempo.

–No digas tonterías mi amor, claro que llegará a tiempo.

–Mira capullo, he acompañado a muchos niños en sus últimas horas, se de que va esto. Me encuentro bien, extrañamente bien. Mi cuerpo comienza a producir adrenalina como un loco, intentando el último esfuerzo. Dentro de poco comenzaré a bañarme en gélidos sudores y poco después, me marcharé. No, cariño, no me interrumpas. No se cuanto queda, pero tengo muchas cosas que decirte.

Tus mandíbulas se apretaron con fuerza, conteniendo el aire en tu interior. Tus ojos adquirieron un brillo fulgurante, vidrioso y comenzaste a sudar. Me asusté de ver la profusión con la que sudabas, en segundos tu pelo, tu rostro y tu pijama se encontraban empapados.

–Ya se acerca, mi amor, ya se acerca. Tengo miedo, mucho miedo.

–Ehi, tranquila estaré aquí contigo, siempre estaré contigo, te lo prometí ese día en clase y lo cumpliré –solicité a una enfermera amiga tuya, que saliera a traer a la niña, pero no llegaste a volverla a ver.

–Solo dos cosas memo mío, prométeme… prométeme que no serás capullo…

–Te lo prometo… ¿y la otra cosa?

–Bésame, por favor, bésame y abrázame fuerte…

Recuerdas con que pasión te besé. Sin ternuras, sin delicadezas. Nos besamos con ansiedad, con desesperación, nos comimos las bocas con gula, con devoción. Tus labios apretaban a los míos con anhelo, con necesidad. Poco a poco tu beso se fue haciendo más dulce, más delicado, más tenue, hasta que apenas hubo movimiento en tu boca.

Me separé lo suficiente de ti, para admirarte. Para deleitarme con ese rostro sereno, relajado, como si durmiera una suave siesta. El amarillo de aquellas mejillas, aquella bilirrubina que nos unió y que ahora nos separa.

Quedamente, la enfermera sollozaba con Pili en brazos. Me acerqué a ella y tomando a nuestra hija entre mis brazos, volví a la cama en la que yacías.

Tomé la mano de nuestro pequeño bichillo, entre la tuya y la mía. Te conté en silencio cuanto te había amado, que dichoso me habías hecho durante todos estos años. ¿Debía maldecir a alguien, por aquello? ¿Debía llorar y maldecir esta puta vida? Te habías ido mi amor, todo lo que más quería en mi vida, se acababa de marchar, para siempre. “Para siempre”, esas palabras se clavaron en mi corazón como puñales, debía ser fuerte, me habías dado tantísima felicidad, que no debía mostrar tristeza, por perderte si no felicidad por haberte conocido, por haber compartido contigo estos 12 años tan maravillosos.

Mis lágrimas se derramaron involuntariamente, no quería llorar, no te merecías esa tristeza, pero no pude controlarlo. Vi entre las lágrimas como alguien retiraba a Pili de mis brazos. Me incliné sobre ti y volví a besar aquellos labios que me encantaban, aquella boca en la que permanecía esa mueca de muchacha traviesa.

No se cuanto tiempo pasó, de repente me di cuenta de que no te abrazaba a ti, de que abrazaba a Lucía. Y la aferré con todas mis fuerzas.

–¿por qué? ¿Por qué?

Ambos Llorábamos en un fuerte abrazo, de desesperación, de profunda tristeza, de melancolía.

Una jovencita de unos diez años correteaba sobre la orilla del mar, persiguiendo a un pequeño perro negro.

Diez años de tu partida, diez años de recuerdos, de oler tu fragancia cada mañana cuando me despierto. Diez años de ver tu sonrisa cada vez que miro a nuestra hija. Diez años en los que no he podido, ni querido olvidarte, por que todo lo que viví junto a ti, no lo podría vivir ni en un millón de años.

Y créeme cariño, que te he intentado hacer caso y cumplir tu último deseo. He intentado no ser capullo, he quedado con chicas, he intentado conocer a otras mujeres, pero ya tengo todas las mujeres que necesito. Tengo a Pili y tengo los recuerdos más bonitos, que persona pueda desear. Perdóname de verdad, por no haber cumplido tu último deseo.

FIN

Se admiten insultos malsonantes hacia el autor, puesto que imagino que alguno/a me maldecirá.

Nota del autor: Un relato ha de valorarse por lo bien escrito que esté, por lo bien que logre transmitir las cosas, pero sobre todo por el sabor de boca que te deje. No dudes en valorar negativamente si no te ha dejado satisfecho/a.

Bibliografía:Ninguna reseñable.

Agradecimientos:   Puesto que en el encabezado he escrito que se agradecen los comentarios, creo que debo ser consecuente, agradezco por tanto a:

HombreFX

El Aura

Torefan

Jota

Sandokan

trejo

Jota

FrancesCopablanca

raymundo

mar

Fantasy