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Elena y un final inesperado.

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Muchos feligreses se sentían sobrecogidos por la magnificencia de las amplias naves del templo, pero no era así para alguien que tenía aquel lugar como un punto de encuentro entre viejos amigos. El inquietante silencio resultaba tranquilizador para el padre Arteaga; las imágenes y los grabados, que algunos reverenciaban, evocaban todo tipo de recuerdos felices en la mente del sacerdote; el rostro de aquel cristo torturado era el del amigo que le había acompañado todos aquellos años.

Anduvo con paso decidido hasta la primera hilera de bancos, no temía el juicio del Señor, como tampoco temía el propio. Siempre había aceptado sus errores sin agachar la cabeza ni desviar la mirada. Se sabía pecador, pero necesitaba una luz sobre la naturaleza de su pecado.

Se arrodilló y habló con Él como el que habla con un consejero, pidiéndole lucidez y guía. Sabía que había herido de gravedad y no deseaba eludir su culpa, pero aquel era su mundo, su ser, y renunciar a este le dejaría solo e indefenso. Aquella era su casa, su gente, el lugar al que pertenecía. Asumía su cobardía, pero se sentía incapaz de encontrar valor bajo tantos años de rutina y confortabilidad.

Pensó en Elena, en su mirada triste y a la vez comprensiva, en su abrazo sincero. Sin ser consciente, su mente evocó la calidez y suavidad de su piel, la curvatura de sus lumbares y la rotundidad de sus nalgas. Hacía tan solo un día de aquello y ya lo añoraba como si sus manos necesitasen del tacto del cuerpo femenino.

Se alzó bruscamente y tras introducirse las manos en los bolsillos, apuró el paso hacia su dormitorio; aquella charla le había llevado por derroteros que necesitaban de una ducha fría. Intentó apartar de su recuerdo aquel aliento cálido en su boca, aquellos labios húmedos; pero cuanto más lo intentaba, con mayor detalle se reproducían las imágenes en su mente.

Bajo el chorro de agua, no cesaba de pensar en qué habría ocurrido de llegar hasta el final. El recuerdo del cuerpo desnudo de Elena encendía una llama que no se podía extinguir con el efecto de la ducha fría. Su mano tomó el camino del único alivio que conocía para calmar la ansiedad de su alma. Por mucho que la ortodoxia estuviera en contra de aquellos desahogos, él pensaba que despejaban y aclaraban la mente, pero aquella vez no fue así.

El desagüe se llevó su esencia y también sus lágrimas. Se sintió sucio y angustiado. Había perdido una oportunidad que tal vez no volviera a tener y al mismo tiempo, temía no ser suficientemente valiente para afrontar todo lo que suponía. Apretó las mandíbulas y dejó que el agua se llevase las impurezas de su piel, que él cargaría con las de su alma.

 

-O-

 

Elena estaba acostumbrada a acudir, junto a sus alumnos,  a los oficios religiosos que se convocaban en el colegio, pero nunca hubiera imaginado que asistiría voluntariamente a la eucaristía del domingo por la mañana y menos en la iglesia en la que se casó, a la que no había vuelto tras aquel día.

Se detuvo junto a la pila bautismal mirando a su alrededor. Con un gesto enérgico de su cabeza, desterró todos los recuerdos y hundió el índice y el corazón en el agua. Tras santiguarse, se cercioró que el pañuelo que llevaba al cuello cubría su escote y se adentró en la nave lateral. Aunque el inicio del invierno era suave y soleado, le había parecido poco respetuoso acudir a misa mostrando el comienzo del canalillo, era consciente de que no se le podía considerar sino recatado, pero en el interior del templo había preferido cubrirse.

Como si Javier hubiera detectado su presencia, se giró en el momento que ella tomó asiento entre dos ancianas vestidas de negro. La mirada de su amigo era pesarosa, aún mantenía el conflicto entre su corazón y su cabeza.

Elena le sonrió ampliamente. Le había dolido aquel brusco final, pero tampoco soñó nunca llegar tan lejos con el amor de su vida y no esperaba que fuera un camino sencillo.

Durante la comunión, esperó hasta colocarse delante del padre Arteaga en la fila que aguardaba. Se arrimó a él más de lo que dictaba el decoro y retrasó una mano. Javier correspondió con disimulo y las yemas de los dedos de ambos se rozaron por unos segundos. Para él fue la constatación de que no había más altar que esa mano, no había más imágenes a las que adorar que Elena, de ella era de quien recibía las energías necesarias.

Se sentía como una adolescente haciendo manitas a escondidas, pero había reflexionado mucho sobre su relación con Javier y había llegado a la conclusión de que debía ser todo como entre dos niños. “Tendré paciencia y seré comprensiva, pero esta vez no me voy a quedar sentada esperando.”

—Daos fraternalmente la paz –dijo el párroco a la concurrencia.

El padre Arteaga la sorprendió cuando se acercó a ella dándole dos besos y abrazándola con fuerza. Había temido el momento del acercamiento, pero aquellos dedos sobre los que posó los suyos, le dieron la fuerza necesaria para acercarse a ella.

—Lo siento mucho –susurró Javier en el oído de una Elena que no esperaba recibir la paz de aquel modo y que se sorprendió gratamente por el acercamiento. Sentir las Mejillas del otro sobre las propias les despertaron un millar de sensaciones.

Salió a la pequeña plaza donde algunas personas disfrutaban del sol invernal en las terrazas de un par de cafeterías. Pensó en aguardar allí de pie, pero no estaba segura, pese al abrazo, que él saliera a su encuentro.    

Se encaminó hacia la primera mesa vacía y se sentó pidiendo un café, al tiempo que el padre Arteaga salía por la puerta principal.

Tras barrer la plaza con la vista, sus ojos se detuvieron en la mujer que estaba doblando un pañuelo y guardándolo en  el bolso.

—Hola, Elena, me alegra mucho que hayas asistido a la eucaristía. Pero no te levantes mujer, no te levantes –dijo el padre agachándose para darle dos besos y posando sus manos en sus hombros.

Elena se había quedado a medio camino entre levantarse y volverse a sentar. Su cuerpo ligeramente inclinado, el escote en forma de pico y la altura del hombre, fueron los ingredientes perfectos para que la mirada de él se clavara en su canalillo.

Por un breve instante, estuvo tentada de inclinar más el cuerpo para ofrecerle una mejor panorámica, pero se contuvo a tiempo. “No me voy a quedar quieta pero tampoco es cuestión de tirarme a degüello.”, pensó siguiendo la mirada de su amigo. “Verdaderamente me ha mirado las tetas.”, constató mientras se sentaba de nuevo. “Parece que debajo de esa fachada impasible es un hombre de carne y hueso.”

La reciente misa, la sonrisa tranquilizadora de su amiga y aquella preciosa mañana de domingo le habían inyectado una dosis de serenidad y confianza al padre Arteaga. Aquellos pechos entrevistos, el aroma del cabello y la tibieza de las mejillas de Elena volvieron a hacer que se tambaleasen todas sus convicciones.

Se sentó frente a ella y ambos se miraron durante varios segundos.

—¿Qué quieres tomar? –preguntó Elena rompiendo el silencio.

El padre hizo una señal al camarero y aguardó a que le trajeran su consumición antes de hablar:

—Me gustaría, antes que nada, disculparme, aunque sé que no tengo disculpa posible.

—Javier, quiero que sepas que admiro y respeto tu devoción. –Elena intentó tratar el tema con la máxima sencillez para que los dos lo tuviesen claro—. Cortar aquello del modo en que lo hiciste, quiero pensar, por el bien de mi autoestima, que no fue sencillo.

—En absoluto, de hecho, no dejo de pensar en ti ni un solo momento. Busco asirme a los cimientos que me han sostenido todos estos años y no logro la paz de mi alma.

—Javier, ya te dije que te quiero y eso incluye tener paciencia –susurró para que nadie cercano les oyera—. Sé que debes estar tremendamente confundido, no te voy a presionar, pero aquí tienes mi mano para cuando la necesites.

—No puedo abandonar toda mi vida de un día para otro, tengo mucho arraigo a la Orden e imagino que tú también lo tendrás a tu situación actual. Te agradezco lo paciente y tolerante que eres con este tonto.

Elena bajó la vista y movió lentamente la cucharilla de su café. Siempre le había generado rechazo la situación de idilio entre dos adultos y además deseaba rehacer su vida. En su mente se dibujaron cientos de posibilidades: Una convivencia con Javier, con y sin su hijo; continuar como estaba, sin ningún hombre a su lado, pero con su hijo; completamente sola, sin Xavi, que algún día se marcharía, y sin su querido amigo.

—¿Confías en mí? –preguntó ella muy seria.

—Mucho más de lo que te imaginas.

—¿Qué te parece si pensamos con calma en todo esto y quedamos a comer en una o dos semanas?

—Perfecto, así podré  atender a los pastores protestantes que han venido al congreso ecuménico –dijo Javier, a lo que añadió en un susurro—: A ver si con el ajetreo logro dejar de pensar en ti por un rato.

El final de la conversación hinchió el ego de Elena lo suficiente para que el rechazo, de dos días atrás, doliera un poco menos, aunque aún debía planificar mucho para que los dos pudieran dar aquel paso y terminar lo que habían dejado a medias. Creía en el amor, pero si a este se le daba un empujoncito, pensaba que todo iría más rodado.

 

-O-

—¿Cómo va todo con el cureta? –preguntó Xavi depositando un par de platos de lentejas sobre la mesa.

—¿Por qué lo preguntas?

—¡Mamá!, quedamos en que habría confianza entre los dos.

—¿Te ha contado algo Marina?

—Prefiero enterarme por ti –respondió Xavi haciendo un gesto vago con la mano.

 —Bueno… —dijo Elena mirando con desgana su plato de lentejas—, hay relaciones más complicadas que otras.

—¿Aún estáis jugando al gato y al ratón?

—Más o menos —Elena enrojeció visiblemente antes de poder continuar—. Ha habido… algunos… avances…

Lo ocurrido aquella tarde de viernes se había convertido en un secreto que pretendía guardar entre Javier y ella. Aún le costaba trabajo entender cómo se podía haber dado todo tan bien en un inicio y cómo había terminado todo tan abruptamente.

—¿Os habéis besado? –preguntó su hijo alzando una ceja.

—¡Xavi, por favor! –Aunque estaba contenta de la evolución que había sufrido su relación con su hijo, aún le costaba hablar de determinados temas. Haciendo un gran esfuerzo continuó—: Te prometo que cuando haya algo que contar, tú serás el primero en enterarte.

—Dentro de tres fines de semana he quedado con los colegas de la uni para irnos a esquiar.

—Ah, me parece muy bien, tienes todos los bártulos en el trastero. 

 —Ese fin de semana…, tendrás toda la casa para ti sola… ¿Me sigues?

—No, es que soy un poco cortita y no entiendo…

—Pues mira…, compras unas velas…, encargas una buena cena o si lo prefieres te dejo algo hecho…, te pasas por el Woman Secretts que han abierto en el centro comer…

—¡Eh, para el carro, que era un sarcasmo! Qué pena que ya no te pueda dar un par de azotes.

—Venga, no te enfades –Xavi se levantó en dirección a la cocina y, antes de alejarse de la mesa, pellizcó suavemente la mejilla de su madre—. Tú pórtate mal y, eso sí, dejadme la casa bien recogida.

Elena fulminó a su hijo con la mirada, pero él se dio media vuelta y continuó camino hacia la cocina sin advertir el ataque visual.

Ni por lo más remoto se le pasaría por la cabeza hacerle una encerrona así a Javier. Deseaba intensificar un poco el acoso y derribo, pero invitarlo a pasar un fin de semana sería como ponerle una pistola en el pecho. Aunque deseaba que todo terminara bien, no estaba dispuesta a forzar a su amigo más de la cuenta, era consciente de lo complicado de la situación y había decidido anteponer la paciencia.

 

-O-

 

El padre Arteaga conducía la vieja furgoneta de regreso del aeropuerto. Habían concluido todas las conferencias del congreso ecuménico y acababa de despedirse de la última asistente, una pastora sueca que había venido acompañada de su esposo.

Había hablado mucho con Eva Persson durante aquella semana de mesas redondas y charlas temáticas. La mayoría de las conversaciones habían versado sobre los Evangelios, pero le fue imposible no indagar en la visión que tenía ella del matrimonio.

Si algo le había quedado claro a Javier de aquel congreso, es que iglesia y familia eran perfectamente compatibles, al menos para la luterana, que había confesado disfrutar tanto de las jornadas, como de los paseos vespertinos por la ciudad acompañada de su esposo.

Cada vez que el padre pensaba en su colega sueca, se le aparecía la imagen de Elena, lo cual había hecho que no dejara de pensar en su amiga durante toda la semana.

Tomó la primera salida de la autopista y regresó hasta dar con el desvío que había visto hacía unos minutos. Su corazón no paraba de fluctuar al evocarla, pero al recordar la agradable conversación con el matrimonio escandinavo, tuvo la imperiosa necesidad de ver a Elena sin ningún remordimiento de por medio.

—Ho… hola…, vaya sorpresa –saludó ella nada más abrir la puerta y ver quien estaba bajo el umbral.

—Espero que no te moleste mi visita, debería haberte llamado.

Los dos se miraron fijamente, sintiendo un intenso cosquilleo en sus estómagos. Javier había deseado ver a Elena, pero ahora no sabía muy bien cómo actuar. Ella había ensoñado muchas veces con que él la llamaba alguna noche o se presentaba a verla de improviso, pero se quedó igualmente bloqueada.

—Pasa, pasa, no te quedes en la puerta. ¿Quieres un café?, ¿un refresco?

Javier se acercó para darle los dos besos de saludo, pero cuando ella puso las manos sobre sus hombros y posó un húmedo beso sobre cada una de sus mejillas, se estremeció de pies a cabeza. Algo muy dentro de él le impulsaba a abrazarla, a tomar sus labios entre los suyos. Cada vez que la tocaba, aunque tan solo fuera su mano, todo se convertía en verdadero, en sólido como una roca. Elena no era un pensamiento antes de dormirse, era real y estaba allí delante.

Sentados en el sofá y con dos tazas de café, el padre le contó lo más relevante de la última semana.

 —Así que estuviste haciendo un estudio sobre la vida marital de las pastoras suecas –dijo Elena con una sonrisa pícara mientras sentía el dorso de la mano de Javier rozando su muslo—. Espero que no haya motivos para ponerme celosa.

—Tengo ojos para una única mujer.

—Ya, para la Virgen María.

—Bueno, para ella también –respondió posando las yemas de sus dedos sobre el muslo femenino, lo cual hizo que un cosquilleo recorriera la espalda de Elena.

No tenía muy clara la intención con la que había ido allí. Tal vez tan solo verla, a lo mejor hablar con ella, pero cuando se sentó en el sofá todo cambió. Percibió el olor a champú de su cabello, sintió, como algo tangible, la cercanía de su cuerpo y necesitó tocarla, acariciarla, volver a sentir aquellos brazos rodeando su cuello.

 —Estás muy juguetón hoy –rio ella apartándole la mano de su propio muslo—. Deseaba jugar un poco y comprobar hasta dónde llegaba el deseo de Javier.

—Per… perdona… no sé qué me pasa…

Ella sí sabía qué le pasaba, pero prefirió guardar silencio. Se limitó a entrelazar sus dedos con los del padre inclinando la cabeza sobre el respaldo para mirarlo directamente. Ella marcaría el ritmo y no las hormonas de su amigo. Por mucho deseo que tuviera ella, amaba tanto a ese hombre que quería que todo fuera muy romántico.

Permanecieron tomados de las manos y mirándose un largo rato en el que ninguno dijo nada. Ella de tanto en tanto apretaba la mano de Javier y él correspondía acariciándola con su pulgar.

—Se está haciendo tarde, debo marcharme o pensarán que los he llevado a Suecia en la furgoneta.

—¿Volverás? –preguntó Elena susurrando a escasos centímetros de los labios de Javier.

Con más miedo que deseo, con la sangre palpitándole en las sienes, Javier fue acercándose torpemente hasta que las bocas contactaron y ella pasó a tomar la iniciativa.

Un beso en el que ambos degustaron los labios del otro, lamiéndolos, succionándolos, pero sin abrir por completo la puerta al interior de sus bocas, jugando en la estrecha frontera entre el deseo contenido y la pasión descontrolada. 

—Tomaré eso como un sí.

—Ahora creo que me sería imposible dejar de verte.

—¿Por cierto, los jesuitas tenéis fines de semana libres? –preguntó dejándose llevar por el ímpetu.

—¿Me estás proponiendo algo?

—Bueno, tal vez.

—Tenemos vacaciones de verano y un fin de semana libre al mes, para visitar antiguos amigos, familiares, etcétera.

—Sé que es una locura y quiero que sepas que no estás obligado a nada, si no quieres, lo dejamos como está,  tú con toda confianza, estamos entre amigos y no hay compromiso alguno…

—¿Pero me vas a decir de qué se trata? –preguntó temiendo que Elena continuase enredándose más aún.

—Bueno, había pensado… que tal vez… te apeteciera pasar un fin de semana conmigo, no tiene que ocurrir nada si no quieres… solo como amigos… para charlar y eso…

“Todo un fin de semana completo sufriendo la tentación y sin saber si quiero ceder a ella o resistir.”, reflexionó Javier durante unos segundos, mientras su cuerpo iba tomando la decisión por él.

Aún permanecían muy juntos, con los labios casi tocándose y aquellas mariposas de su estómago no habían hecho más que torturarle insistentemente.

Posó una mano sobre la cadera de Elena y comenzó a ascender lentamente por su costado hasta rozar el lateral de un pecho. Ella, como ya había hecho antes, tomó la mano del jesuita, pero en esta ocasión no la apartó. Ella misma entrelazó los dedos y los llevó sobre su seno haciendo que Javier se lo masajeara.

—¿Sabes cómo se llama lo que estás haciendo? –preguntó el padre.

—¿Cómo?

—Tortura, esto es una tortura en toda regla. Me tengo que marchar enseguida y me lo estás poniendo pero que muy difícil.

—Comenzaste colocando la mano en mi costado. Una no es de piedra, ¿sabes?

—Fue un movimiento impulsivo.

—Ah, pues entonces… —Elena alejó de su pecho las dos manos entrelazadas y dejó la de Javier sobre el sofá.

Los dos corazones latían aceleradamente. Habían estado al borde de perder el control y fue Elena quien recuperó la cordura a tiempo.

—Bueno, pues ya me dirás algo, sería dentro de dos semanas porque Xavi se va a esquiar con los amigos. Recuerda que no hay compromiso ninguno –Ofreció su mano amistosamente y Javier la asió dejándose llevar hasta la puerta.

—¿Un abrazo?, ¿dos besos? –preguntó el hombre anhelando una despedida más íntima.

—Debería torturarte un poco más prometiéndotelos para ese fin de semana, pero no te puedo negar nada.

Se fundieron en un apretado abrazo y Elena volvió a posar sus labios sobre las afeitadas mejillas del padre Arteaga.

 

-O-

 

“Mi hijo es un bocazas.”, decidió Elena mientras su amiga Marina le mostraba uno tras otro los conjuntos de lencería más sensuales de la tienda.

—Este, este es perfecto. Sutil y elegante, pero tremendamente sensual. Le encantará.

Elena observó el conjunto que sostenía su amiga de una pequeña percha y tuvo que reconocer que efectivamente era perfecto. No tenía encajes ni era excesivamente indecoroso, pero el raso rosa era tan fino que parecería una segunda piel tremendamente sedosa.

—Que no he quedado con nadie.

  —Sí, sí, cariño, y no quieres que nos vayamos juntas de finde porque tienes que corregir muchos exámenes, ya me lo has dicho tres veces y voy a terminar por enfadarme. Pensaba que éramos amigas y había confianza.

—¿En blanco? –preguntó Elena ante el segundo conjunto que alzó la rubia.

 —Tienes un color de piel precioso y este raso te quedará divino. Yo que tú me llevaba los dos.

—El… el blanco será suficiente.

—Tienes que llevarte dos. Vamos a buscar algo de encaje.

—Que no necesito ropa interior.

—Xavi me ha dicho que os va a dejar un menú para chuparos los dedos.

—No va a servir de nada que vuelva a repetirlo, ¿no?

—Ponte aquel vestido de lana que compramos en las rebajas, aquel verde botella, se ciñe bien a tus caderas y es suficientemente discreto para que el padre Arteaga no salga corriendo escandalizado.

 Elena iba a replicar, pero decidió que no serviría de nada. Cuando recibió la llamada de Javier, intentó responder con monosílabos, para no dar pistas a su hijo que aparentaba mirar con atención la televisión, pero era demasiado listo y había intuido que el jesuita pasaría con su madre el fin de semana. Al día siguiente, llegó la llamada eufórica de Marina, instándola a prepararse para el gran día. Tenían que ir a la peluquería, de compras y Xavi les debía preparar una cena exquisita. Por más que se esforzó en negarlo, ni su amiga ni su hijo la creyeron ni por un instante.

 

-O-

 

—Hola Elena –dijo un alto joven cuando ella abrió la puerta—. ¿Ya está listo el tardón de tu hijo?

—Está intentando cerrar la maleta, enseguida bajará. ¡Xavi, ya está aquí Raúl!

—Venga, tío, ayúdame con la maleta, que le tengo que dar dos besos a la madre más guapa del mundo –dijo Xavi bajando los últimos peldaños de la escalera.

Su amigo agarró el equipaje y se marchó hacia el coche para guardarlo, mientras él le daba un abrazo a Elena.

—Disfrutad el momento, no os comáis la cabeza y sed felices –susurró al oído de su madre antes de darle dos besos.

—Ten cuidado y no me vuelvas lesionado. Controla a Raúl, que no le pise mucho al coche. Cuando llegues me llamas.

—A lo mejor interrumpo algo si te llamo.

Elena pellizcó el costado de Xavi con una mano mientras con la otra le arreglaba el cuello del jersey.

—Anda, vete que están esperando.

Nada más cerrarse la puerta, Elena sintió un vacío en el estómago. A partir de ese momento comenzaban dos horas de nervios hasta que llegara Javier. Era consciente de que todo saldría bien de un modo u otro, pero no podía evitar que las dudas la consumieran. A pesar de estar dispuesta a disfrutar de un fin de semana entre dos amigos, deseaba que pudieran dar un paso más allá. Cuando la llamó para aceptar su invitación, no dejó entrever las intenciones que tenía y por mucho que se repitiera a sí misma que no habría aceptado de no querer algo más, en el fondo albergaba una tremenda inseguridad.

Subió al dormitorio y se dio una larga ducha, con cuidado de no mojar su cabello trabajado en la peluquería. Tras secarse, tomó entre sus manos el conjunto de raso blanco y lo acarició con los dedos antes de decidirse a ponérselo. “Tengo que reconocer que merece la pena la pasta que ha costado, es maravilloso.”, se dijo comenzando a ponerse las prendas. Cuando lo sintió sobre su piel, reafirmó la idea inicial que tenía. La sutil sensación del raso contra sus pezones, hizo que estos se endurecieran cuando Elena imaginó las manos de Javier sobre aquel sujetador.

Tuvo que obligarse a alejar aquellos pensamientos y tras respirar profundamente varias veces, pensó que estaba suficientemente serena como para continuar vistiéndose y maquillándose.

Se colocó con cuidado las medias que Marina le había obligado a comprar. No estaba acostumbrada a ellas, pero cuando ajustó la banda de encaje y silicona a la altura de sus ingles, se sintió tremendamente sexy. Tras admirarse frente al espejo, se puso el vestido de lana y los zapatos. Miró el reloj de pulsera y constató que tan solo quedaban veinte minutos para la hora señalada. El leve cosquilleo que había sentido desde que se marchara su hijo y que se había intensificado al ponerse el conjunto de raso blanco, volvió a torturarla con fuerzas renovadas.

Sonó el timbre y todo su cuerpo se estremeció. Inspiró varias veces y salivó para intentar que desapareciera aquella sequedad de su paladar.

—¿Flores?

—No tengo experiencia en estas situaciones y me pareció una buena idea.

—Me encantan, muchas gracias. Pasa y ponte cómodo.

Elena sirvió dos vermuts y ambos se sentaron en el sofá para ponerse al día de las noticias de las últimas dos semanas. Los muslos se presionaron, el izquierdo de ella con el derecho de Javier y el cosquilleo que sentían en sus estómagos aumentó con ese simple contacto.

Poco a poco los nervios fueron atenuándose, dando paso a las risas y al desenfado. Para cuando tuvieron que poner la mesa, los roces casuales, las miradas intensas y las risitas tontas eran una constante.

El padre Arteaga estuvo a punto de atragantarse cuando sintió el zapato de Elena rozarse contra el suyo. No se retiró y continuó presionando levemente la parte interna de su pie.

Cada caricia casual, cada sonrisa de aquellos labios, cada tierna mirada transportaba al jesuita a mundos desconocidos, donde todo era nuevo y apasionante.

Para el café los dedos ya se habían entrelazado y los muslos se habían sellado uno al otro. No tardaron las bocas en buscarse lentamente, como si no estuvieran acostumbradas a ser correspondidas, como adolescentes que ignoraran que el deseo era mutuo.

Se besaron lentamente, saboreando el intenso regusto a café en los labios ajenos, embriagándose de la calidez de las lenguas, devorando la fogosidad reprimida.

 

-O-

 

Terminó de exprimir la media naranja, mientras se planteaba el porqué de aquel dicho que relacionaba a las parejas con el cítrico. Observó el tostador, faltaba poco tiempo para que el pan estuviera listo. Pese a estar esperándolo, el resorte hizo que se sobresaltara cuando la rebanada saltó hacia arriba.

Pulsó el botón de la cafetera exprés y, mientras las dos tazas se llenaban, vertió el zumo en el segundo vaso y extendió una generosa cantidad de tomate y aceite sobre la tostada.

 Con todo ordenado sobre una bandeja, subió a la segunda planta dirigiéndose al dormitorio de Elena.

Solo recordaba haber dormido con alguien en su vida adulta. Fue con el padre Ceferino en un pueblecito de los Andes. Cualquier comparación con la noche anterior era absurda. Jamás había experimentado en su larga vida algo como aquello.

Hundir su rostro en la melena castaña, rodear su cintura con los brazos, sentir el calor de su espalda contra su pecho, todo aquello producía sensaciones tan novedosas que aún le aturdía pensar en lo vivido en las últimas horas.

Su mente comenzó a divagar analizando otras experiencias más mundanas. No solo había sido la primera vez que dormía en un colchón viscoelástico, también la primera en que se abrigaba con un nórdico y lo más impactante es que lo había hecho completamente desnudo. Eran minucias comparadas con lo que significó tener el cuerpo de Elena entre sus manos, pero su mente viajaba de una idea a otra sin detenerse en ninguna por mucho tiempo.

Nada más atravesar el umbral de la puerta, sintió el calor que se había acumulado en el dormitorio. Un olor dulzón y las ropas de ambos desparramadas por el suelo no dejaban lugar a las dudas sobre lo que allí había pasado.

Dejó la bandeja sobre la mesita de noche y se agachó para recoger una de las medias de seda. Pasó lentamente los dedos por el encaje que la remataba recordando cómo había introducido los dedos, entre la piel y la silicona, tirando muy despacio de la prenda con la sensación de que el corazón se le iba a salir del pecho. No pudo evitar acercarse la media al rostro, inhalando el perfume de Elena, pues todo en aquella habitación le olía a ella.

Se sentó en el borde de la cama con la delicadeza suficiente para no despertarla. Introdujo una mano bajo el edredón y nada más hacerlo, pudo sentir el acogedor calor que desprendía el cuerpo de su amada, aun sin llegar a tocarla.

Con las manos frías por habérselas lavado tras hacer el zumo, el tacto de la piel de la cadera fue abrasador.

Con un nudo en la garganta, por las sensaciones que le llegaban a través de los dedos, fue moviendo estos en pequeños círculos abarcando parte de la carne de una nalga.

La piel no solo estaba caliente, sino que parecía ser mucho más suave que la noche anterior. Se recreó en cada milímetro que avanzaba, en cada pliegue, en cada curva, en cada imperfección que para él resultaba deliciosa.

Decidió que el desayuno podía esperar, se quitó la ropa con cuidado de no hacer ruido para no despertarla y se introdujo en la cama.

Elena continuaba durmiendo de lado, dándole la espalda. Él la rodeó con sus brazos y acopló su cuerpo a la curva que dibujaba el de ella.

La mano volvió a la cálida y sedosa cadera, pero esta vez se dirigió hacia la cintura y de ahí hacia el vientre, rodeándola en un abrazo.

Acarició con la yema del dedo el ombligo, lo que produjo un manotazo espasmódico de la mujer.

Ella siempre había sido de atacarle con cosquillas cuando él se encargaba de su educación, pero por prudencia y decoro jamás se atrevió a devolvérselas. Ahora descubría que su ombligo era sensible a las cosquillas, pues un segundo manotazo, tras repetir la caricia, le confirmó que se trataba de una zona nada inmune.

Volvió al mismo lugar pero en esta ocasión puso toda la palma acariciando lentamente hasta llegar al pliegue del seno, donde el calor era mucho mayor. Mientras la pancita del pecho rozaba el reverso de su mano, con los dedos acariciaba la sensible piel.

Elena comenzó a moverse, dando los primeros síntomas de que estaba despierta. A él aquellas caricias se le habían quedado escasas y tomó la teta en su mano comenzando a amasarla lentamente.

Sintió la mano sobre su pecho y sin ser plenamente consciente, comenzó a girar hasta quedar tumbada de espaldas. La modorra del despertar, el calor que reinaba bajo el edredón y aquellos tocamientos, hicieron sonreír a la mujer, se sentía feliz, como hacía mucho tiempo que no lo era.

  Con el seno mucho más accesible, la boca del hombre se apresuró a capturar el pezón entre sus labios. El primer contacto fue sutil, ella sintió la humedad de la lengua haciendo pequeños círculos y él la sedosidad del botoncito, que no tardó en arrugarse y endurecerse.

Un primer gemido salido de los labios de Elena y el padre Arteaga pasó a succionar el ahora durísimo pezón, mientras con la mano continuaba masajeando la parte inferior del seno.

Un segundo gemido y los dedos se deslizaron acariciando todo el vientre hasta llegar a los primeros vellos.

Un tercer gemido y la mano se introdujo entre los muslos abiertos de Elena.

Javier dejó de esperar confirmación de sus progresos, en aquel momento tan solo deseaba que ella volviera a estremecerse entre sus brazos como lo había hecho la noche anterior.

Con el canto del índice separó los labios mayores y el pulgar buscó enseguida aquel punto con el que se había familiarizado tanto en las últimas horas.

—Un poquito más suave, que ayer tuvo muchas atenciones.

Puso la mano plana y acarició al completo la vulva con lentísimas pasadas, en las que sus dedos rozaban los labios menores y la palma distribuía los fluidos hacia el clítoris. Su boca cambió al pecho libre e igual que en el otro se dedicó a devorar el pezón. Sus dedos circundaron la entrada de la vagina retrasando el momento deliberadamente.

—Ven aquí –ordenó Elena tirando de la mano que jugueteaba con su intimidad.

Él entendió perfectamente lo que se le demandaba y se colocó encima de ella buscando con su boca los labios femeninos.

Mientras Elena asía la verga dirigiéndola a su entrada, el beso había pasado al más puro canibalismo, donde los labios succionaban lenguas, los dientes tironeaban de cuanta carne sensible encontraban y las bocas eran una.

Alzó las piernas rodeando la espalda de Javier y con ello las caderas permitieron que su virilidad entrase hasta el fondo con total naturalidad, como si estuvieran hechos el uno para el otro y no se hubiera acostumbrado a su breve ausencia.

  Rodeado por los brazos en su nuca y por las piernas en su cintura, con la lengua dentro de su boca y con su hombría en las entrañas de su amada, Javier pensó que no se podía estar más vivo.

Ella apretó con fuerza las piernas evitando que él se moviese. Deseaba sentirlo dentro, sin nada más, acariciar su espalda y besar sus labios sabiendo que estaba en su interior.

A la mente de Javier acudieron las imágenes de la noche anterior. Ella a horcajadas sobre sus caderas moviéndose de un modo que le pareció la danza más sensual que pudiera existir. Él frenando el brincar impetuoso de sus pechos con sus propias manos.

Le encantaba todo de Elena, pero aquellas tetas de carne trémula, de piel suave y de tamaño justo para sus manos, le atraían como un imán.

Giraron sobre sí mismos, ella no se irguió pero sí abandonó la boca de su amante. Hundió la cara en el hombro masculino y comenzó un vaivén desesperado.

La noche anterior, todo había sido más sutil, más pausado, ahora Elena movía las caderas con ímpetu, haciendo que sus tetas se frotasen contra el pecho masculino.

Las manos del padre Arteaga, cobraron vida propia y se dirigieron a las nalgas, amasándolas con mucho más brío con el que había tocado a la mujer hasta el momento. Apretó con ganas y ella correspondió acelerando aún más los movimientos de sus caderas.

Javier hubiera querido prolongar aquel momento eternamente. Jamás había sentido algo con tanta intensidad, los roces que llegaban hasta su glande, la viscosidad que percibía en toda la longitud de su verga y los jadeos constantes contra su cuello, le emocionaron intensamente, sentía una presión en el pecho difícil de describir, como si algo quisiera brotar de su interior. Y brotó, cuando Elena suspiró intensamente contra su hombro, cuando su vagina se contrajo, él no pudo aguantar más y derramó su esencia en el interior de su querida niña.

Ambos se quedaron abrazados, ella sintiéndose en la gloria entre los brazos de Javier y él encantado con aquel peso sobre su cuerpo y aquella sensación en el pecho que aún no le había abandonado.

Elena le besó en los labios y giró hasta colocarse a su lado. Sintió la mano sobre su cadera y acarició la mejilla y el mentón barbado trasmitiendo sin palabras todo lo que sentía. Repentinamente, los labios de él se crisparon con fuerza.

—¿Te encuentras bien? –preguntó Elena incorporándose sobre la cama.

—Pues…, no lo tengo muy claro… —En aquel instante un sudor gélido cubrió por completo la espalda del jesuita y entonces ya no le cupieron dudas. El miedo le atenazó, pero no era el momento de quedarse paralizado.

—Elena…, llama a una ambulancia…, me… me… me está dando un infarto.

Mientras daba explicaciones al teléfono de emergencias, no podía dejar de pasear de un lado a otro de la habitación, mirando preocupada el rostro contraído de su amor.

—Ya vienen, tranquilo –dijo sentándose en el borde de la cama y tomándole la mano—. Tengo que vestirme.

“Si tiene que ser será.”, pensó Javier mirando al techo. “Gracias, Señor, por haberme regalado estos momentos.”

Cuando el SAMU llegó, le había dado el tiempo justo para ponerse unos vaqueros y un jersey, pero no había podido vestir a Javier más que con sus calzoncillos.

Todo pasó tremendamente rápido, sanitarios entrando en tropel en el dormitorio, electrocardiograma, camilla y el más absoluto silencio cuando se marcharon.

A Elena le temblaba todo el cuerpo, hasta ese momento se había mantenido parcialmente calmada, solucionando todo lo que estaba en su mano, pero la repentina quietud la llenó de angustia. Llamó a un taxi, pues no se sentía con fuerzas para conducir, y comenzó a llorar quedamente.

 

-O-

 

—Familiares de Javier Arteaga –sonó una voz por megafonía.

Se levantó sintiendo cómo la mano de Marina aún apretaba la suya y dejándola atrás se dirigió al puesto de control.

—¿Es usted Elena? –preguntó una joven médico que salía de la puerta de urgencias.

—Sí… sí… Elena…

Dos gestos, solo dos sencillos gestos y su corazón dio un vuelco. Una reconfortante mano sobre su brazo y una sonrisa. Supo que jamás podría olvidar a aquella menuda doctora de cabello despeinado, aquella sonrisa se grabó a fuego en sus retinas.

—Es pronto para cantar victoria, pero si en doce horas no hay arritmias, se pondrá bien.

Sintió cómo su estómago se vaciaba por completo y cómo sus piernas no la sostenían, un tremendo peso se acababa de esfumar de repente. Se abrazó a la médico incapaz de contener las lágrimas por más tiempo. Ella le correspondió poniendo una mano sobre su espalda.

—Lo… lo siento…, me he dejado llevar.

—Tranquila, no pasa nada. Puede ir a la UCI a verlo, le indicarán que ventana es.

Javier estaba muy pálido, pero con una gran sonrisa en los labios. Elena ignoró la maraña de cables, el oxigenador en su nariz y la multitud de aparatos que lo rodeaban, solo tuvo ojos para su querido amigo.

—Vaya aguafiestas que estoy hecho –se escuchó por el intercomunicador.

—La verdad que sí –respondió ella sonriendo con cierta tristeza.

—Le he preguntado a la doctora si un ejercicio físico como el… ya sabes… el… sexo… podría haber provocado esto y me ha dicho que lo haga sin preocuparme lo más mínimo, que no está relacionado.

—¿Me has leído el pensamiento?

—Ja, ja, ja, recuerda que te conozco muy bien.

 —¿Qui… quieres… que llame a la congregación?

Un incómodo silencio y el tenue ruido de la estática en el anticuado intercomunicador. La pregunta clave había sido hecha. ¿Hacia dónde iban?, ¿qué camino deseaban tomar?

Javier juntó las yemas de los dedos y estuvo un tiempo mirándolas con concentración.

—Desde luego no es el mejor sitio para hablar de algo así –dijo al fin tomando aire—. Me… me gustaría tenerte aquí a mi lado, pienso en todo esto y no se me ocurre nadie a quien quiera más.

—¿Pero? –preguntó ella intuyendo que había algo más.

Javier volvió a sentir una emoción en su pecho, aunque sabía que, en esa ocasión, no se debía a un problema con su corazón. Elena apretó las mandíbulas, temiéndose lo peor.

—Sabes… cuando estaba ahí abajo, tenía miedo, mucho miedo, pero lo que más quería era que Sara, la internista, no dejara de agarrarme la mano. Me gustaría tener tu mano para poderla tomar, pero tú tienes una vida, un hijo, no te puedo pedir nada yo soy un viejo infartado con problemas de consciencia y con un buen lío que afrontar cuando vuelva a la orden.

Las lágrimas rodaron mansamente por el rostro de Elena, mientras su cabeza daba vueltas como un torbellino.

—¿Y… y… y si no vuelves? –Se atrevió a preguntar—. Tengo mucho tiempo libre para cuidar de un viejo que se va a poner sano como un toro, además un hijo que de un momento a otro me abandonará para hacer su vida.

 Javier desvió la vista de la punta de los dedos y la miró fijamente.

—¿Lo… lo dices en serio? Soy tozudo, maniático como casi todos los religiosos y no estoy acostumbrado a vivir… así.

—¿Así?, ¿en pareja?, ¿te asusta la palabra?

—¿Sinceramente?, en estos momentos me asusta todo.

—¿Y si te ofrezco mi mano para que la tomes? –dijo Elena posando la palma sobre el cristal que les separaba—. No soy tan joven como la internista, pero…

Él miró la mano y tuvo que morderse el labio inferior para contener la emoción. Tras inspirar profundamente, le dedicó a Elena la mejor de sus sonrisas.

 

Fin