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Ulises (2: la hechicera Circe)

en Fantasías Eróticas

Después de esa noche abandonó Ulises su proyecto de construir una embarcación, diciéndose para sí que era una locura navegar el océano en una frágil balsa de troncos, aunque ésta era una excusa para consolarse y lo que realmente le retenían en Ogigia eran los placeres que ideaba la ninfa Calipso para él.

Calipso quería sumir a Ulises en el placer y atarle así a ella, y estaba dispuesta a compartirle con sus ninfas para conseguirlo. Aunque se decía que era un buen amante, entregado y dulce, mejor y más fascinante que ninguno de los hombres que habían llegado antes a la isla, lo cierto es que estaba enamorándose y ella aún no lo sabía; sólo sabía quería verle feliz.

Gustaba Calipso de oír las aventuras de Ulises y a menudo, descansando después de una experiencia de placer, le rogaba que le contase alguno de esos episodios.

Le interesaba especialmente su encuentro con la maga Circe, de la que decían que era una mujer extremadamente hermosa.

- ¿Es más bella que yo? – le preguntó.

- No hay mujer tan bella ni seductora como tú, ni siquiera aquella que llevó la guerra a Troya. Además, Circe es una mujer malvada, una mujer que sólo sabe gozar de la crueldad.

Le rogó que le hablase de aquel episodio y Ulises comenzó su relato:

Llegamos a una isla tan diferente de Ogigia como Circe de ti. Hallábase rodeada de acantilados y pinares umbríos, que contribuían a darle un aire siniestro, una señal de advertencia. Yo así lo intuí, pero necesitábamos urgentemente de provisiones y desembarcamos. La mayoría de mis compañeros se adentraron a investigar la isla mientras algunos pocos quedamos en el barco.

Pasaron las horas y no regresaban. Estaba ya decidido a salir en su busca cuando vi aparecer a Polímecles. Se encontraba muy alterado y tuve que tranquilizarle como pude para saber lo que había ocurrido. Esto me contó Polímecles: en el interior de la isla había un palacio y allí se habían dirigido cuando una hermosa dama había salido a su encuentro y les había invitado a pasar, pero esa dama resultó ser una bruja que había convertido en cerdos a todos, menos a él, al que dejó marchar.

Desde luego se trataba de una trampa. Le había perdonado para que me incitase a acudir hasta ella, pero yo tenía que rescatar a mis compañeros y dudé en ir. Entonces se me apareció el dios Hermes, el de los pies alados, y me ofreció una planta que me pondría a salvo de los conjuros de la hechicera Circe.

Llegué al palacio y conocí a Circe. Era una mujer muy hermosa, pero de una hermosura perversa. Sus oscuros rizos estaban recogidos con una diadema, su piel era perfecta pero muy pálida porque casi nunca abandonaba las estancias en semipenumbra de su morada, los ojos negros y provocativos, y los labios oscuros y sensuales, pero como si hubiera una gran maldad en ellos, algo que yo iba a comprobar muy bien. Una túnica semitransparente que remarcaba más los atractivos de su cuerpo que esconderlos, y gran cantidad de collares, pulseras y anillos, dotados sin duda de magia, eran su vestido. En definitiva ella era la poderosa hechicera Circe, tan excitante como temible.

Me invitó a pasar y encontré una mesa dispuesta para mí. Vivía sola en su palacio, rodeada de gran cantidad de animales y sus preferidas eran los grandes felinos, como leones, tigres y panteras. Le pregunté por mis compañeros pero ella se negaba a hablar antes de haber comido. La carne era deliciosa, como el vino de sus cráteras, pero estaba impaciente por terminar aquella farsa.

- ¿Dónde están? ¿Qué has hecho con ellos? – le insistí.

- Uno de ellos está dentro de ti – me respondió riendo.

No comprendí al principio lo que quería decir pero luego me sentí furioso y engañado. ¡Había comido de la carne de uno de mis compañeros! Así disfrutaba esa mujer de los hombres: mutándolos en cerdos y devorándolos luego como animales. Derribé todos los objetos de la mesa y la agarré del cuello. Intentó transformarme pero estaba protegido por Hermes.

- Tus compañeros serán otra vez humanos, pero antes quiero un pago... – me propuso, acercándose a mí de una forma irresistible.

No podía embrujarme con su magia pero una mujer tiene otras formas de hechizar a un hombre. La abracé y sus labios recorrieron mi cuello. Bajaron por él hasta llegar a uno de mis hombros y entonces... lo mordió sin piedad. No pude reprimir un gemido de dolor cuando clavó sus dientes hasta hacerme sangrar. Agarré su cabeza y la aparté de mí con un empujón que la derribó al suelo. Ella se levantó sonriente y con los labios negros ahora rojos por mi sangre.

Ahora estaba totalmente furioso, aunque ella era capaz de enfurecerme mucho más, y la golpeé. Nunca había hecho eso a una mujer pero aquélla no era una mujer sino una bruja cruel, una sádica y caníbal. Lo peor es que estaba tan excitado como dolorido. Miré su túnica transparente, que marcaba tan bien sus pezones, y se la arranqué. Quise poseer inmediatamente su cuerpo de mármol pero ella se defendía con arañazos. Además temía sus mordiscos y la arrojé de bruces al suelo. Estaba tendida boca abajo y ya no podía morderme; la follé así. Empujaba mi pene entre sus piernas hasta atravesar su sexo y la violé sin delicadezas.

Era la primera vez que un hombre podía gozar de ella y fue de la manera que ella merecía y deseaba, brutal y cruelmente. Gemía y también reía mientras la insultaba. Cuando me corrí soltó un grito que debía ser placer y me levanté sorprendido por lo que esa bruja me había impulsado a hacerle. Vi mi níveo semen goteando por sus piernas casi igualmente blancas.

Ella se incorporó y se envolvió de nuevo en su túnica sin dejar de sonreírme. Retiró su maleficio a mis compañeros pero sin dejarme abandonar su isla sin un nuevo pago: habría de vivir un año con ella en su palacio.

No me agradaba la idea de hacerlo porque temía que aquella mujer me empujara a nuevos actos de brutalidad, y así fue, pero me resigné porque era una poderosa hechicera; viví un año terrible y a la vez excitante para los sentidos.

Era insaciable en sus apetitos y me obligaba a encadenarla de los pies, los brazos o del cuello y poseerla de esa manera, siempre a cuatro patas, como los animales. También quiso encadenarme a mí pero sabía que lo lamentaría mucho si accedía. Para impulsarme a estos crueles entretenimientos me mordía en cuanto me descuidaba y eso la excitaba muchísimo, aunque reconozco que también me excitaba a mí. Pocos rincones de mi cuerpo dejó aquella mujer de morder y consiguió que yo cubriese el suyo a golpes. Sus dientes me enloquecían y me convirtió en una bestia como ella, que también golpeaba y mordía; aunque diré a mi favor que su blanca piel volvía a estar tan perfecta como siempre cada mañana, desapareciendo los moratones gracias a su magia... yo, en cambio, conservo algunas cicatrices.

No sabiendo esa mujer qué hacer para que me prestase a juegos aún más salvajes se atrevió a insultar a mi amada Penélope. ¡Esa ramera se atrevió a difamar a la mejor de las esposas! Perdí el control y ella se atrevió a ofrecerme un látigo. La azoté en la espalda y las nalgas como deseaba hasta agotarme, poseído por la rabia pero cada vez más por el deseo. Ella chillaba cuando recibía un golpe, pero en cuanto me detenía reía y volvía a insultar lo que más aprecio en el mundo. Agotado, quise dejarlo ya, pero mordió y arañó mi pecho como una loca. Otra vez la castigué y acabamos como ella quería, en el suelo y yo empujando sus caderas, como si mi pene fuese más terrible que el látigo. Sólo la deseaba así, con la cabeza vuelta a las baldosas del suelo y gimiendo como un animal, hasta correrme. Ella exhaló como siempre un sonido de placer antes de dejarse caer en el suelo empapada por mi semen. Entonces me dejó complacido pero a la vez triste y ofendido porque esa mujer me había utilizado otra vez...

El año convenido terminó y el último día no reconocí a Circe cuando me miró dulcemente, casi con ternura, y me invitó a quedarme con ella. Rechacé la idea sin pensarlo porque era odioso todas las cosas que me había hecho hacer. Insistió más y cuando comprendió que no podía retenerme volvió a ser la de siempre, insultándome y amenazándome como una histérica. Preferí ignorar esta vez sus provocaciones y partimos de aquella maldita isla.

El relato había terminado y Ulises se abandonaba a sombríos pensamientos.

- Todo había sido para salvar a mis compañeros, pero ¿de qué ha servido? Ahora están todos muertos. Muertos. Y a mi amada esposa no la veré jamás. Ojalá hubiera perecido con mis compañeros.

Estas palabras preocuparon mucho a Calipso. Pensó en si ella podría ser como esa Circe, obligando a Ulises a permanecer en su isla, y si algún día también ella trataría de detenerle y acabaría sucumbiendo a la desesperación...

- No digas eso, yo estoy contigo – dijo a Ulises dulcemente y besando su boca.

Entonces invitó a Ulises a tomarla como había tomado a Circe y ella se colocó esta vez a gatas, cerró sus ojos y dejó que él moviera sus caderas y la tomara como más le excitara.

Y otra vez sucumbió Ulises al placer y todo pensamiento se hizo imposible en su mente porque lo único importante en el mundo eran los gemidos y el cuerpo de la mujer que había debajo de él. Besaba su tersa espalda mientras empujaba sus caderas adelante y atrás. Y los recuerdos se esfumaron tan rápidamente como el semen que se derramaba entre las piernas de Calipso...

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