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Las huríes del profeta

en Fantasías Eróticas

Agua que mana,  
Y frutas abundantes,  
E inagotables, que nunca les serán vedadas,  
Y hermosas doncellas  
Que hemos creado deliberadamente,  
Y las hicimos vírgenes,  
Amorosas y de su misma edad,  
Para los bienaventurados.  

Sura LVI, de Aluaqi'a o del Inevitable Evento, 31-38, El Corán

Se había ganado el carpintero Yusuf la reputación de ser uno de los hombres más graciosos e ingeniosos de Bagdad, y ciertamente, no le faltaban méritos. Su sola visión resultaba tronchante: tan canijo y con una sempiterna sonrisa, burlona pero amable, en los labios, e invitaba al buen humor. A pesar de su esmirriado físico, Yusuf había trabajado duramente hasta que finalmente se hastió y decidió emplearse en lo que mejor se le daba hacer: gandulear y contar historias.

Pronto se le abrieron las entradas de cualquiera de los establecimientos de la ciudad. También y especialmente, los de peor fama, donde las mujerzuelas bailan y dan placer a los hombres hartos de estar casados, y el vino se bebe en abundancia y sin remordimiento. Los parroquianos no se demoraban en invitarle a algo de comida (nuestro canijo amigo se bastaba con poco) y a mucho vino, porque aunque el Profeta ha prescrito que el hombre ebrio no se encuentra en condiciones para la oración, Yusuf opinaba que el vino suelta la lengua y el ingenio.

¿Qué historia les contaría esta vez? Quizás algo divertido sobre Bagdad y sus habitantes que les hiciera reír, o puede que un relato maravilloso que se desarrollara en exóticos parajes.

- ¡Cuéntanos algo picante para animarnos, Yusuf! – le sugirió un hombre de barba azabache y cara lujuriosa que abrazaba a una mujer apenas vestida.

A Yusuf debió satisfacerle la idea porque les contó algo fantasioso que encendiera sus calenturientas imaginaciones. Se trataba de la historia del malvado sultán Omar y del incauto jovenzuelo Harún. He aquí, tal y como la narró:

Cuentan que en una lejana ciudad del Asia Central, gobernaba un sultán llamado Omar, y que éste era un hombre concupiscente y malvado como pocos. Desde su juventud, Omar había sido un príncipe venal y que no vivía sino para los placeres y disgustar a su padre, que murió amargado. El visir de éste trató al principio de hacer del nuevo sultán un soberano responsable y alejarle de sus vicios. Nada sirvieron sus intentos y cesaron pronto, pues comprendió que era mejor satisfacer los apetitos de su señor y encargarse él mismo de la administración del reino. Así obró y la ciudad prosperó gracias a su buen juicio.

Los años no dieron cordura ni serenidad al sultán, que había pasado de los cincuenta cuando ocurrió esta historia, sino que, por el contrario, le hicieron cada vez más caprichoso y retorcido. Repartía sus energías entre la gula, la lujuria y el alcohol, y semejante vida de excesos había mermado notablemente su salud. Apenas se incorporaba ya del suelo, y su enorme y adiposo cuerpo prefería retozar entre cojines y alfombras.

Como ya no podía hacer, había de conformarse con ver, y tenía muchas concubinas con que regodearse la vista. Ellas danzaban desnudas ante él y le obligaban a admirar sus cuerpos desnudos mientras le escanciaban el vino en copas de oro y acariciaban su cuerpo con sus dedos y lenguas.

No es de extrañar, pues, que a veces ansiara gozar no sólo con la vista de tanta juventud y hermosura. Pero era inútil: aquel cuerpo fofo no podía complacerle y mucho menos a una hembra. Sólo podía compensar su frustración con mayores dosis de lujuria, y trajo a muchachos para que fornicaran con sus concubinas. Increíbles orgías ocurrieron delante de él y yacían de todas las formas posibles. Como luego se sintiera irritado por no poder participar él también, los pobres muchachos desaparecían y nadie volvía a verlos. En otras ocasiones el sultán prescindía de los muchachos y los cuerpos de las mujeres se arreglaban muy bien para darse amor y caricias entre sí; y muchos otros actos perversos y de lujuria se hicieron ante él y para su placer.

En cierta ocasión el sultán ordenó comparecer a su visir, que acudió con prontitud y temiendo otra regia y perversa excentricidad: no se equivocaba porque el sultán quería construir un nuevo harén.

- ¿No sabéis, estimado visir, que el Profeta ha prometido setenta vírgenes a los bienaventurados que entren en el Paraíso? – argumentaba el sultán, a lo que, con mucha cautela, el visir objetó que su señor disponía ya de un harén para satisfacer sus necesidades y eran más de setenta las mujeres que habían en él. Guardó para sí lo absurdo que resultaba mantener a tantas mujeres para solo mirarlas... El sultán no hizo caso de sus argumentos.

- Sí, es verdad que tengo muchas más concubinas en mi harén pero, ¿ignoras que yo no he de entrar en el Paraíso? – le dijo sarcástico, porque de todos era sabido que el sultán era un hombre depravado e impío que no creía en el sagrado Corán ni en la voluntad de Allah; y él ni siquiera fingía lo contrario. El prudente pero hipócrita visir negó enseguida aquello y contestó que el sultán se equivocaba, que era un hombre piadoso.

Lo que no era es un hombre estúpido, y le hizo callar: sus órdenes serían obedecidas y no había más que hablar. Venía construyendo aquel en su mente desde hacía tiempo y tenía un divertido plan que hacer. Aquel harén solamente lo habitarían setenta jóvenes hermosísimas y escogidas, en un edificio que consistiría en un espacioso cuadrilátero alrededor de un gran patio interior y con un magnífico jardín. Comenzaron las obras con la mayor presteza posible.

Se seleccionaron las mujeres que formarían el nuevo harén. Para ello se eligieron solamente a las jóvenes más hermosas según el gusto del sultán, que disfrutaba escogiéndolas. Cuando habíanse reunido sesenta y nueve jóvenes, quedando sólo una por encontrar, el sultán decidió que sesenta y nueve estaban bien y que le agradaba más ese número... Y sesenta y nueve jóvenes se quedaron en el jardín.

El harén quedó terminado y sesenta y nueve jóvenes preciosidades de ojos verdes como hojas de palmera lo habitaron. Quedó el sultán satisfecho y maravillado, lamentando no tener una mejor salud para poder gozar de tanta belleza.

Pero todavía faltaba el último paso del perverso plan del sultán, que volvió a sorprender a su visir encargándole una delicada misión: hacerse con un hombre joven y de buena salud.

Un joven así era Harún, que a sus veintiún años podía presumir de ser uno de los jóvenes más apuestos de la ciudad; también estaba entre los más bribones y desvergonzados. De origen humilde y futuro poco prometedor, el hacha del verdugo seguramente, no quería aprender oficio alguno y prefería vivir como un ladronzuelo y rodearse de gentes de la peor calaña.

Entre esas poco aconsejables compañías se incluía el bandido Yasser, delincuente sin escrúpulos que, esta vez, cumplía un encargo para el visir, lo que no era usual. Le prometió entregarle a Harún por algunas monedas de oro.

Una noche Yasser invitó a Harún a beber cuanto quisiera y más. Su oferta fue muy bien aceptada y pronto Harún estuvo ebrio y además drogado. Se le trasladó en secreto al jardín y allí despertó a la mañana siguiente, aturdido y con la cabeza como si fuera a reventar.

No podía entender nada de lo que había a su alrededor, pues se hallaba en un jardín como no viera nunca antes. Reinaban las abundantes flores y las plantas ornamentales entre pájaros exóticos y surtidores de agua fresca.

Sentíase perplejo y también apurado, porque se encontraba totalmente desnudo. Se movía con cautela y pudor, tratando de ocultarse con la vegetación. No le sirvió de mucho. Una risa detrás de él lo sobresaltó, y al volverse, se encontró frente a una sonriente joven.

Jamás había visto tanta hermosura, y mucho menos mostrándose sin pudor, pues ella estaba tan desnuda como él. Era una verdadera osadía mostrar a la vista y a plena luz del día unos pechos tan erguidos y redondeados, una inmoralidad mover las largas piernas sin cubrir el sexo limpio de vello que había entre ellas, y una completa desvergüenza mirar así a un hombre, tan seductora e insinuante...

- Bienvenido, Harún. Éste es el lugar que te ha sido concedido en el Paraíso de los creyentes. Y yo soy una de tus servidoras. Sesenta y nueve somos, y hemos sido creadas para tu único placer. Somos las huríes siempre jóvenes y vírgenes. Ordena y obedeceremos tus caprichos.

Así habló la muchacha, y Harún la escuchó maravillado y sin dejar de devorarla con los ojos abiertos de par en par. ¿Cuándo había muerto? ¿Cómo era posible? ¿No eran setenta las huríes para cada bienaventurado y no sesenta y nueve?

Las preguntas se desvanecieron entre los pechos de la hurí. Ahora estaba en el Paraíso y sabía muy bien Harún cual era su primer deseo... No había más que mirar a su cintura y ver su pene completamente erguido. La hurí lo acabó de levantar acariciando la punta y rodeó su cuello para que la besara. Luego yacieron en la hierba y Harún, enloquecido, la abrió de piernas para follarla y comprobar si era realmente virgen. La montó ansioso y empujando con fuerza e impaciencia. Efectivamente, era virgen, y gozó profanándola y oyéndola gemir y suspirar por la virginidad perdida. Sólo cuando se sació de sus gemidos y la llenó con su semen, levantó Harún la cabeza y descubrió que otras hermosas jóvenes disfrutaban viéndoles y le sonreían...

Se incorporó, sorprendido y cubriéndose los genitales pero sin poder evitar que se notase la erección que volvía, lo que provocó las insinuantes carcajadas de las huríes. Se sintió algo airado por ser motivo de risa y corrió hacia ellas. Lo cierto es que su deseo volvía con una increíble rapidez. Fue a la joven más cercana y la abrazó rudamente. La obligó a yacer en la hierba y la montó con la misma energía que había montado a su compañera hace un momento. Ella gimió también como una virgen y Harún la recompensó con su semen. Esta vez tuvo que descansar después.

Lo que Harún ignoraba es que no sólo las huríes le observaban sino que también lo hacía el sultán desde uno de los ventanucos del muro que rodeaba al espléndido jardín.

Harún tenía hambre pero esto no fue problema. Le tumbaron, con la cabeza en el regazo de una de ellas y trajeron un apetitoso racimo de uvas para él. Iban desgranándolas y las introducían en su boca con sus finos dedos. Luego trajeron frutas y las exprimieron hasta derramar su jugo sobre sus pechos. De ellos bebió entusiasmado Harún el dulce zumo. También pudo tomar un delicioso sorbete, hecho con limón, azúcar y nieve, sobre los pechos de una hurí. Su lengua notó que los pezones estaban tan dulces como duros bajo el frío sorbete... Esto fue demasiado para él y agarró a la hurí para follarla sentado y sin dejar de comer el sorbete sobre sus pechos. Ella atrapó sus caderas entre sus piernas y el sorbete se derramaba mejor en su boca al moverse arriba y abajo sobre su pene.

De esta manera pasaron los días, pues ellas siempre le agasajaban y bailaban para excitarle. Las huríes no dejaron de darle los más deliciosos manjares. Probó las más dulces frutas y las más refrescantes bebidas en sus lenguas, sus tetas e incluso sus coños. También le dieron leche para beber. Una de las huríes derramaba el líquido sobre la espalda de su compañera y la leche resbalaba hasta los pezones, de donde caía en un fino chorro a la boca de Harún. El joven no podía sentirse más dichoso que ante los pechos chorreantes y blancos de la hurí.

Después de alimentarle no le daban descanso y danzaban insinuantes y desnudas para él. No les costaba hacer renacer su líbido al ritmo de sus piernas y caderas. Luego él jugaba a sobarlas, como si aquellos magníficos cuerpos no fueran reales. Y por mucho que él pellizcaba aquellas nalgas tan duras y pasaba su mano por los vientres planos, él no acababa de dar crédito.

Por supuesto sólo tenía que ordenarlo para poder montarlas, pero ellas fueron enseñándole a disfrutar de muchas otras formas que él desconocía. Se postraban ante él para libar el jugo de su polla y no se daban por satisfechas hasta sentir sus bocas llenas de la leche amarga y viscosa, si es que no preferían que el semen empapara la tersa piel de sus caras.

Otras veces se echaban al suelo para colocarse a cuatro patas y provocarle con sus culos redondos como melones, y él las tomaba de esta forma, agarrando sus caderas con fuerza y arremetiendo contra sus nalgas hasta que les temblaban los pechos. Si se sentía más agotado, prefería que ellas le montasen y le animasen con los movimientos de sus agiles caderas. Y Harún no tenía de esta forma descanso sino para comer y dormir (algunos de los que escuchaban el relato se mostraron escépticos de tan continuados excesos, pero era una fantasía, al fin y al cabo).

Harún acabó por perder la cuenta de los días pero no de las huríes probadas, pues no sentía mayor placer que cuando alguna dejaba de ser virgen entre gemidos. Se había convertido en un semental que ya no dormía de día o de noche sino cuando ellas conseguían agotarle. Se desmoronaba entonces, durmiéndose entre los senos y las piernas de las huríes. Luego le despertaban acariciando y besando su cuerpo entre todas, hasta que él se animaba a follar a la que escogía, de alguno de los modos que ellas le habían enseñado. Si se resistía a despertar sólo tenían que chupar su sexo hasta encenderle...

No sabemos cuánto tiempo hubiera resistido esta vida de desenfreno antes de perder la salud e incluso la misma vida. Y puede que antes perdiera la razón. Apenas podía retener en su cabeza el número de las huríes gozadas. Lo cierto es que llegó el día en que contó hasta sesenta y ocho. Las reunió a todas para recontarlas.

- Sois sesenta y nueve, y sólo cuento hasta sesenta y ocho. Falta una de vosotras. Pero, ¿dónde está? - preguntó, mirándolas atentamente y sin encontrar cuál era la que le quedaba por probar.

- Así es, sólo una de nosotras queda por yacer con nuestro señor. Pero él no la conoce porque se ha reservado para tener el privilegio de ser la última. Luego, todas volveremos a ser vírgenes, porque no en vano nuestro señor ha de gozar por siempre de nuestra virginidad.

¿Serían vírgenes todas y otra vez, después de acabar con la última? La idea era fascinante y ansiaba ya gozar de esa hurí y probar si era verdad que podían ser vírgenes de nuevo.

Podría parecer imposible que Harún pudiera conmoverse ante una mujer habiendo contemplado tantas y desnudas bellezas, pero se conmovió ante la última de las huríes. Así como se reserva para el postre el plato más dulce y goloso, así las huríes la habían reservado entre ellas.

La trajeron cubierta por una sábana de seda, y al descubrirla surgió como la más hermosa de todas y sus curvas eran las más espléndidas y voluptuosas. La melena negra y ondulada alcanzaba hasta su espalda, los ojos eran verdes como los de sus compañeras pero brillaban como esmeraldas, los pechos eran duros y redondos como granadas, las piernas eran largas y esbeltas desde el culo duro y redondo hasta los gráciles tobillos...

Viendo tanta magnificencia, Harún no dudó cuál había de ser su favorita.

Aguardó impaciente y derritiéndose por el deseo a que ella acabara de danzar. Los movimientos de la danza realzaban sus encantos. Los pechos se agitaban y le encandilaban como las pelotas de los malabaristas, y eran mucho mayores. Las piernas que sostenían tan maravilloso cuerpo le admiraron y soñó con agarrarlas y abrirlas para entrar.

Finalmente la hurí yació en el suelo, y Harún vio su sexo entre sus piernas como una duna sin vegetación. El muchacho corrió a montar sobre ella y olvidó todas las penas que hubiera sufrido en su vida admirando los pezones que coronaban la hermosa y morena carne de sus tetas. Mojo de alegría esos pezones, sintiendo su pene acercarse al umbral más divino... Entonces las fuerzas le abandonaron y no pudo evitar que sus ojos se cerraran en el momento que menos deseaba dormir...

Harún despertó y encontró que no estaba cabalgando a su hermosa hurí sino en el lecho de una sucia habitación del garito donde se durmiera borracho dos semanas antes. Quedó aún más desorientado que al encontrarse aquella mañana en el idílico jardín. Después de la sorpresa vino la angustia, porque era como despertar de un sueño más maravilloso que ninguno. Empezó a sollozar y a lamentarse como un histérico hasta que vino el dueño del local y le echó de inmediato.

Era un espectáculo patético observar a Harún lamentándose por las calles y mirando a todos como si hubieran surgidos de otro mundo, recibiendo a su vez miradas de recíproca extrañeza.

Un anciano de barba blanca se acercó a él:

- Era tu destino, Harún, no permanecer por más tiempo en el Paraíso. Quizás algún día puedas regresar.

Y dicho esto desapareció en la multitud, dejando a Harún completamente confuso y con las lágrimas en los ojos. Finalmente se sobrepuso y, postrándose de rodillas en la polvorienta calle, miró al cielo y exclamó:

- ¡Ha sido la voluntad de Allah, el clemente y el misericordioso!

¡Cómo se rió aquella noche el sultán Omar! El experimento había terminado pero bien que había valido la pena. Se había excitado durante días viéndole fornicar con sus huríes y ahora yacía bajo su enorme panza y riendo como un loco. Hasta no menos de seis veces, obligó a su visir a contarle como se había acercado a Harún, disfrazado de mercader, y le había dejado estupefacto con sus palabras.

En cuanto a Harún, se convirtió en un hombre creyente y escrupuloso con los preceptos religiosos. Llevó una vida austera y humilde y así ganó la fama de hombre más piadoso de toda la ciudad. Sólo el sultán y su visir sabían quién era realmente y su secreto, pues Harún vivió cada día a partir de entonces esperando el momento en que pudiera estar de nuevo ante la última de las huríes y desvirgarla...

Aquí terminó el relato de Yusuf. Todos habían quedado maravillados y calenturientos. ¿Podía existir un lugar semejante?

- ¡Realmente eres atrevido contando estas historias! – exclamó uno de los parroquianos.

- ¡Vamos, que traigan vino para este hombre! Se lo ha ganado y le invitó yo – dijo el hombre que había pedido la historia picante y que besuqueaba a aquella mujerzuela.

Pronto llegó el vino y Yusuf dijo a todos:

- ¡Allah nos conserve a todos mucho tiempo! ¡Bebamos ahora y no cavilemos en lo que vendrá después! – Y apuró su copa como el más veterano de los bebedores de Bagdad.

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