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De buena familia

en Lésbicos

Para la señora Robledo tomar el té mientras charlaba con sus amigas era el mayor divertimento del día y el que mejor correspondía a la esposa de un importante ejecutivo y dama de una familia de distinguido apellido. Las buenas señoras aprovechaban ese momento sagrado de cada día en casa de una de ellas y buscaban algún tema de conversación. Esta vez hablaban de los jóvenes, y está claro que no para bien.

- La juventud está completamente loca. Han perdido la moral y la decencia. No lo digo porque sí: mi Julia no piensa más que en chicos y en largarse de juerga por las noches hasta las tantas, y con una minifalda y unas botas que son una vergüenza. ¡Cuando pienso en nosotras, que éramos tan decentes!

Estas serias palabras eran de la señora Gil, una de las amigas de la señora Robledo. La señora Villalba apuró su taza de té antes de añadir algo a lo que, acertadamente, había comentado su amiga:

-Tienes toda la razón. Yo no entiendo qué les ocurre. Mi hijo no hace más que conectarse a internet y a saber qué hace. Y no sabes lo peor... El otro día, no os lo podéis imaginar: registrando sus cosas (la señora Villalba era una madre muy responsable, que nadie piense que cotilla) ¡encontré una revista de cochinadas!

Era tal el disgusto que le producía recordarlo que la buena señora tuvo que consolarse con una pastita de esas de sabor fresa para el té tan distinguidas, a pesar de que se pegasen a los dientes al masticar como si fueran trozos de pegamento.

Sus dos amigas estaban realmente sofocadas pero la señora Robledo sonreía oyéndolas.

-Realmente puedo decir que he tenido suerte con mi María Dolores. Siempre he tratado de darle una buena y educación cristiana y lo he conseguido. Nada de juergas ni de vestidos indecentes. Los pocos novios que ha tenido han sido siempre muy formales.

-Los chicos de hoy siempre quieren sobrepasarse con las chicas –objetó, desafiante, la señora Villalba.

-Pues con mi hija no tienen nada que hacer –sentenció nuestra señora Robledo, triunfal mientras sus amigas apenas podían disimular la envidia en sus caras. Estaba realmente segura de lo que decía.

En ese preciso momento entró María Dolores. Si los chicos no se habían sobrepasado nunca con ella no era por falta de interés por su parte, porque ella era una chica muy guapa. Con su buen tipo, su pelo rubio (ahora recogido en una diadema) y su clase, cualquiera querría ser su novio. Tendría muchos pretendientes cuando llegase el momento: ahora era una chiquilla de sólo dieciséis años. Así pensaba, henchida de orgullo, su madre.

A María Dolores la acompañaba Amanda, una chica morena y de su edad. Era de clase media pero siempre se había mostrado educada y respetuosa, por lo que no disgustaba a la señora Robledo. Además, en estos tiempos nunca estaba de más saber tratar con la clase media... Las muchachas se iban de compras esa tarde de sábado.

-Pasadlo bien pero no lleguéis tarde –les aconsejó la señora Robledo.

-Descuida, mamá.

Las dos amigas disfrutaron una entretenida tarde de tiendas y estuvieron de vuelta antes de las nueve, la hora de cenar en casa de María. La cena fue, como siempre, del gusto de su madre. Después María y Amanda vieron un rato la televisión en la habitación de María antes de dormir. No era la primera vez que invitaba a Amanda pasar un fin de semana en su casa y para ello había una cama desplegable y muy fácil para montarla en la habitación de María. Cada una se tumbó sobre su cama y hablaron así de sus cosas durante un buen rato.

-No olvides que tenemos que madrugar –le recordó María.

-Para ir a la iglesia, ¿no? –La familia de María no faltaba jamás a la misa de los domingos.

-Sí, una verdadera mierda. Pero ya sabes que mi madre es una beatorra -añadió María, haciendo un gesto de fastidio. No le interesaba en absoluto la religión, por muchos años que hubiera soportado a las horribles monjas de la escuela y a la pesada de su madre.

La señora Robledo se habría espantado de oírla hasta escupir el té que tan exquisitamente sabía beber, pero difícilmente hubiera soportado lo que ocurrió después, porque Amanda se levantó furtivamente de su cama para ir a la de Lola (jamás la llamaba María Dolores como su madre)... y besarla impulsivamente. Su amiga aceptó su lengua y abrió la boca para que entrase y se enroscase con la suya. El beso fue largo y la lengua de cada una entraba en la boca de la otra. Después se sintieron mucho mejor mientras se abrazaban.

-Llevo todo el día deseándolo... –confesó Amanda, sin dejar de besar su cara y su cuello con suavidad.

Lola era la más guapa de las dos pero le encantaba el cuerpo de su amiga. Pocas cosas le gustaban más que ver los pechos grandes y hermosos de Amanda y tocarlos y besarlos. Ahora que tenía esos pechos sobre ella podía acariciárselos mientras se besaban. Los pezones de Amanda estaban tan duros como los suyos: lo supo al pasar la punta de su lengua sobre ellos y lamerlos antes de chuparlos.

Luego recorrió, también con la lengua, el camino que iba desde los labios de su amiga hasta su cuello y de allí al hermoso canal que se abría entre los pechos. Se detuvo otra vez en los tiesos pezones antes de seguir más abajo y conseguir que su amiga se derritiese esperando que llegase dónde sabía que habría de llegar. Saberlo le daba un placer anticipado, porque lo mejor no era cuando llegaba el placer sino ese momento en que se imaginaba que estaba a punto de llegar y apenas podía resistir la ansiedad... Y cuando la lengua de su querida Lola llegó hasta su ombligo, la excitación se hizo insoportable. Ahora estaba besando su entrepierna y la carnosa lengua, blandita y húmeda, se acercaba al centro de su coño sin dejar un centímetro de carne sin humedecer...

Amanda había quedado fascinada con el coño rubio de su amiga la primera vez que lo había visto. Lo había acariciado suavemente y con gusto. Pero más había sorprendido ella a Lola porque Lola nunca había visto un coño depilado como el suyo: era tan suave para tocar y besar, y tan cómodo para meter allí su lengua y juguetear... Había tenido que enseñarle a hacerlo, como muchas otras cosas, claro. La primera vez la había depilado ella misma y era un recuerdo inolvidable.

Se cambiaron los papeles y fue Amanda la que recorrió el cuerpo de su amiga con la lengua hasta llegar adonde tenía que llegar. Hizo que Lola se humedeciera fácilmente y su lengua se abrió paso entre los labios carnosos del sexo de Lola para ir a parar al fondo de la cuestión...

-Dios... –suspiró Lola, que sólo en momentos así se acordaba del Todopoderoso-. ¡Si sigues así me voy a correr!

Eso mismo quería Amanda, y no se detuvo hasta que su lengua quedó empapada en los jugos de su amiga y la oyó gemir de placer antes de estremecerse y quedar su cuerpo rígido e inmóvil...

Pero la noche no había terminado porque querían más. Lola se revolvió y forcejeó con su amiga hasta que se cambiaron los papeles y fue ella la que estaba de nuevo sobre el cuerpo de su amiga y sujetaba sus muñecas para dominarla. Así volvió a excitarse muy pronto llenando su boca con las suaves tetas de su amiga.

Las dos amantes, porque eran amantes y no "amigas" como pretendía su madre, estaban ahora como ellas preferían: abrazadas mientras se estimulaban mutuamente con los dedos. Se susurraban para indicarse el ritmo porque querían correrse juntas... Disfrutaban enormemente cada vez que lo conseguían.

-Tócame más... –le pedía Lola.

-¿Así?

-Sí... – Y Amanda llevaba luego los dedos húmedos de su amiga a la boca para probarlos.

Se corrieron al mismo tiempo, evitando con mucho esfuerzo no gemir para que no las oyesen, y luego se quedaron un rato así, en los brazos de la otra. No podían verse con la luz apagada pero en aquella oscuridad se sentían más unidas que a la luz del día, cuando estaban rodeadas de personas que no comprenderían aquello y que las señalarían. A pesar de todo, Lola pensó por un instante en qué ocurriría el día que su madre supiera la verdad.

-No te preocupes. Nunca se enterara –le dijo Amanda.

Era cierto: eran jóvenes y nadie tenía por qué saber nada. Aun así, existía un futuro en el que tendría que saberse y... Pero no era el momento de pensar en esto.

***

A la mañana siguiente la señora Robledo, acompañada de su familia y de la amiga de su hija, acudió a la misa de todos los domingos. Claro está que todos acudieron perfectamente vestidos. Por lo demás, la hija de la señora Robledo miraba distraída los detalles decorativos de la iglesia, esperando a que acabase el sermón y se volvieran a casa. A pesar de su fe, tampoco la señora Robledo prestaba mucha atención al sermón dominical (interesad@s lean la primera carta de San Pablo a los corintios) sino que pensaba en lo afortunada que era y en lo mucho que había de agradecer a Dios por tener una familia perfecta.

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