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Cuentos No Eróticos: La tumba de Xerok

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Agradeceré y contestaré con gusto vuestros comentarios y críticas.

Un saludo cordial. Solharis.

****

I

Los sacerdotes fueron los primeros en lamentarse, y del modo más visible, de la muerte del rey. Aquellos hombres altivos y acostumbrados a conducirse por encima de los sentimientos y de las debilidades humanas que tanto depreciaban, no mostraban el más mínimo decoro en empapar las canosas barbas con patéticas lágrimas; incluso a costa de enrojecer y castigar sus pupilas con irritantes colirios. Entendían que, siendo el soberano el hijo y representante en la tierra de Dmurno, dios protector del país de Amkrud desde tiempos inmemoriales, era él su verdadero padre y al que habían de dedicar las lágrimas que no hubieran derrochado con sus padres carnales, sobradamente olvidados.

El dolor no era, sin embargo, patrimonio exclusivo del clero, sino que participaban en él todos los súbditos de Amkrud, o al menos lo hacían los súbditos leales. El pueblo salía a las calles para mostrar su pesar, bajo la mirada aprobadora de los vigilantes sacerdotes que llevaban buena cuenta de quiénes no se mostraban lo suficientemente apasionados en sus lamentos y muestras de dolor. Las mujeres acompañaban con sus lloros a las fúnebres procesiones que partían desde todos los templos del país, y como el recuerdo del cruel y déspota rey no avivara su pesar, pensaban entonces en sus hijos y en los niños arrebatados y sacrificados en honor al dios sobre frías losas de piedra...

El príncipe heredero no se hallaba obligado a estas demostraciones de dolor y, ciertamente, no se esforzó en aparentar lo que no sentía, más allá de las imprescindibles formas y protocolos. Seamos justos: no es que el apuesto príncipe fuera un joven frío e insensible, muy al contrario, pero su padre le era tan ajeno y distante como pudiera resultarlo para el último de sus súbditos. En vida jamás se había interesado por él más que para asegurarse de que recibiera las atenciones y la educación propias del heredero. Esto era todo. En cuanto a su madre, era una criatura triste y reservada que ignoraba a sus hijos para refugiarse en su propio dolor. Como sus hermanos, el príncipe Shemar había crecido huérfano de cariño, hasta el punto de que había sentido más la muerte de su aya o la de su perro que la de su propio padre.

El demencial espectáculo de los sacerdotes flagelándose en honor del rey muerto no hizo sino acrecentar su desprecio por los ancianos de negras túnicas y mentes igualmente oscuras. ¿Qué sentimientos pretendían mostrar quiénes observaban complacidos los sacrificios al cruel dios, impertérritos cuando la sangre salpicaba sus ropas e incluso sus rostros?

Shemar había aprendido a odiarlos y su más secreta ambición era terminar con su estatus. Pronto él sería el supremo soberano de Amkrud, y por muy grande que fuera el poder del clero, él estaría por encima de ellos. Sabía que sería una ardua y difícil tarea socavar el inmovilismo del país, que esas supersticiones habían calado hondamente en los corazones del pueblo, pero se sentía seguro de la victoria. Era joven.

Obligado por el luto a vestir una sencilla túnica del color de la ceniza hasta el día de la coronación, el príncipe se despidió vestido así de su amada Zamira el día antes del funeral. Los dos jóvenes se abrazaron y él la consoló con un casto abrazo... pues el luto también excluía cualquier otra demostración más fervorosa de cariño. La hermosa muchacha de ojos negros se mostraba más preocupada que él por la ceremonia, y necesitaba de ese consuelo.

Él no veía problema alguno, pronto sería su reina y necesitaría de su apoyo en la revolución que había empezado a planear en su mente. Sólo había hablado de esto con Zamira y su maestro, pero sabía que había muchos otros que odiaban a los sacerdotes y no sólo entre el pueblo sino también entre los cortesanos y los militares...

****

II

De momento, Shemar se esforzó por cumplir con su papel en el aparatoso ritual. La primera parte del funeral fue de carácter público y realmente ostentosa. Los habitantes de Hamir, la capital, y los muchos visitantes venidos de las otras regiones, pudieron ver a su futuro rey al frente de un cortejo fúnebre formado por casi todos los sacerdotes del país. Amontonándose a una prudente distancia, la multitud observó al príncipe con poca ilusión y mucha desconfianza: sería un rey como todos los otros que le habían precedido, es decir, duro e implacable.

El cortejo marchaba despacio sobre la polvorienta y larga avenida de la capital, y a pesar de tener bien resguardada la cabeza, el príncipe padeció una verdadera agonía bajo el Sol. Resultó una marcha agotadora para el príncipe y para los sacerdotes que le seguían, cuyos mustios rostros ahora parecían enfermos y enfebrecidos por el sudor brillante que caía por sus frentes.

Finalmente el cortejo alcanzó la puerta de Hamir, y una vez que hubieron salido de la ciudad, se encaminaron a los áridos parajes que había más allá de la ciudad y de las fértiles vegas del lago Gamní. No hubo pausa sino que caminaron sin tregua hasta llegar exhaustos a su destino, el templo erigido en la ladera de la colina Xerok.

Ni siquiera el colosal templo de la capital gozaba de tanta veneración por los sacerdotes, y mucho menos del misterio de aquel lugar. En el Templo de Xerok hallábanse enterrados todos los soberanos del país, sin excepción. No había lugar más sagrado que la colina y su templo, y sólo se abrían sus puertas en ocasiones muy especiales, aunque, visto desde fuera, el templo no era artísticamente notable ni de grandes dimensiones y en la colina sólo había matojos entre las rocas.

Allí se detuvo el enorme cortejo. Solamente el príncipe, el sumo sacerdote y otros dos sacerdotes más para ayudarle, pasarían; también el cadáver del rey, envuelto en un sudario de lino. La guardia real y el resto de los sacerdotes aguardarían fuera. El atardecer se cernía sobre la reseca colina Xerok mientras subían la escalinata del templo.

Por muy escéptico que fuera nuestro príncipe, sintió una supersticiosa emoción al penetrar en el misterioso lugar. Luego vino la decepción, porque el interior del templo consistía en una sencilla sala sin estatuas ni mobiliario, tan solo adornada por grabados en las paredes.

Echando un vistazo a su alrededor, Shemar pudo reconocer algunos temas religiosos, como la imponente figura del dios Dmurno alumbrando a su primer descendiente... Según el mito, los reyes de Amkrud eran únicamente hijos de su padre, y el dios había parido él mismo a su sucesor para dar comienzo a la ininterrumpida dinastía. De esta forma se evitaba que la sangre divina se mezclara con la humana.

Para Shemar, la idea de que un hombre engendrara a otro no era sólo increíble, sino también grotesca, y el mito, absurdo; aunque esto lo guardaba para sí, al menos de momento. Trató de burlarse mentalmente de los tres hombres que le rodeaban y de todos los mitos que le habían enseñado, pero era difícil: había algo invisible en el ambiente que ahogaba las risas y cualquier broma o comentario fuera de lugar. Permaneció en silencio cuando el sumo sacerdote habló:

- Bien sabéis, príncipe, que desde tu primer antepasado, el mismísimo Dmurno, incontables reyes han reinado y Amkrud ha prosperado bajo su mandato y a salvo de la sedición y de los extranjeros. Esto es así porque todos los reyes lo han sido con la bendición del dios, que es su único y legítimo padre. Esa sagrada alianza ha conservado nuestro país y se renovará esta misma noche.

Se interrumpió el sumo pontífice. Si todos los sacerdotes se antojaban despreciables al príncipe, el viejo de cabeza larga y ojos rasgados le resultaba tan aborrecible que le hubiera enviado sin dudarlo, a las frías oscuridades de Dmurno. Sin embargo, su voz lánguida y desagradable lo hipnotizaba ahora como a los otros dos sacerdotes.

Siguió hablando:

- Regocíjate, príncipe, porque el dios nos ha enviado sus señales y quiere que reines porque eres su hijo y su heredero. Esta noche has de nacer de nuevo y convertirte en nuestro soberano, como lo fueron tu padre y el padre de tu padre y todos sus antepasados. ¡Ahora, sígueme y muéstrate digno!

Una luz roja delineó en la pared un rectángulo y de éste surgió una entrada. El sumo sacerdote fue el primero en entrar, antorcha en mano, y sus dos ayudantes acarrearon el cuerpo del rey y lo siguieron. El príncipe apenas se sorprendió porque estaba acostumbrado a que los religiosos no perdieran ocasión de embaucar a los crédulos con trucos y hechizos. Se encogió de hombros, como queriendo quitarle importancia, y entró con ellos a la oscura galería.

El camino se bifurcaba a menudo pero el sumo sacerdote no dudaba, sabiendo siempre cuál era la senda que había que elegir. La galería resultó ser muy larga y profunda. También muy fría y el joven príncipe no pudo evitar desear algo más cálido sobre su piel que la fina túnica gris. Tembló ligeramente de frío... ¿O era por algo más? No podía evitar que, a medida que se adentraban en las profundidades de la colina Xerok, un temor inconsciente y supersticioso se apoderara de él. Suspiró aliviado, pero también temeroso, cuando llegaron a su destino. Una puerta de piedra se abrió y accedieron a una pequeña cámara.

Había poco espacio en la instancia alrededor de la losa de piedra que a medio metro de altura se elevaba sobre el suelo. Una sensación de claustrofobia envolvía el lugar, y saber que se hallaban a muchos metros bajo la colina Xerok no era un consuelo. El príncipe intuyó que la losa el lugar para el cadáver y su definitivo descanso. Seguirían las oraciones y ojalá terminaría pronto aquella siniestra ceremonia que empezaba a desquiciarle. Sintió un nuevo escalofrío por el terrible lugar... antes de que los sacerdotes trataran de apresarle.

- ¿Qué pretendéis?

Antes de que pudiese reaccionar, los dos sacerdotes le sujetaron por los brazos y forcejearon con él. El joven era fuerte y se resistía, pero una ininteligible palabra del sumo sacerdote le aturdió como una bofetada, y fue entonces fácilmente sometido. Le tumbaron en la losa y unas cadenas, surgidas de la piedra como las enredaderas que crecen en los jardines, apresaron sus muñecas y tobillos.

- ¡En el nombre de Dmurno, os habéis vuelto locos! ¡Soltadme, malditos seáis! ¡Soy el heredero y lo pagaréis muy caro!

- Calla, necio, y regocíjate, porque vas a nacer aquí y de nuevo – respondió sencillamente el sacerdote, desoyendo por completo los inútiles gritos y protestas. En una lengua desconocida para los profanos en el culto de Dmurno, comenzó a salmodiar horrores sin nombre que helaron la sangre del príncipe, incluso sin comprenderlos.

Exhausto, Shemar dejó caer atrás la cabeza. Temblaba de rabia por la forma en que era tratado pero todavía confiaba en que era el heredero y nada podía ocurrirle. Jamás se atreverían a salir de allí sin su príncipe. Miro al techo y algo sorprendente hubo de ver porque sus pupilas brillaron de terror y gritó.

Allá en el techo, sobre sus ojos, había, como en las paredes, imágenes grabadas en piedra. Pero no eran imágenes cualesquiera porque el príncipe vislumbró cosas horrorosas y se preguntó si podían ser ciertas. ¿Serían posibles semejantes y espantosos prodigios o eran cuentos absurdos? Pero en aquel lugar no había sitio para el escepticismo, y los mitos ya no eran absurdos sino ciertos, y las pesadillas se tornaban reales.

Dejó de observar el techo y dobló el cuello para ver qué ocurría delante de él. Ahí estaba el cadáver desnudo de su padre. Los sacerdotes habían retirado el sudario y apoyado el cuerpo contra la pared. A Shemar se le antojó que se había movido y no podía reírse.

En efecto, el cuerpo se movía ligeramente. Luego el torso se convulsionó para que no quedara duda alguna.

- ¿Qué maligna brujería habéis practicado en el cuerpo de mi padre? ¡Soltadme, perros! – clamó el prisionero príncipe, y calló viendo que el vientre se agitaba ahora con violencia. Algo pequeño y puntiagudo como un punzón, sobresalió en la piel. Surgieron más cosas puntiagudas de la carne y detrás dos manos que desgarraron el vientre del difunto rey hasta abrirlo. Los intestinos pútridos se derramaron fuera mientras algo quería escapar del cuerpo del difunto...

Y Dmurno parió a su hijo. El mito no era un absurdo sino un prodigio real y cierto, y los dos sacerdotes contemplaban todo mudos y pálidos como cadáveres. El rostro bronceado del príncipe estaba aún más lívido y se contorsionaba al ritmo de una risa histérica. El sumo sacerdote proseguía con sus oraciones, sin inmutarse.

Una cabeza surgió entre las vísceras y no era humana. Sus pupilas eran inmensas y sin párpados, y su boca larga y estrecha. El cuerpo que acabó de salir del cadáver no era muy grande, del tamaño de un niño de unos cinco años, y desprovisto de pelo en su piel viscosa y rojiza.

Shemar agitaba su cabeza mientras rompía el despiadado silencio del subterráneo con sus gritos y chillidos. Luchó por soltarse hasta lastimarse las muñecas y los brazos, pero el engendró se acercaba a él ante la mirada atónita de los dos sacerdotes, que callaban pero que no podían silenciar el castañeo de sus dientes. Luego sujetó la cabeza del príncipe y colocó sus horribles e inmensos ojos sobre su cara.

¡Despiadado demonio venido de lugares desconocidos! Shemar deseó estar muerto o desmayado, pero en vez de eso fue muy consciente hasta su final y sintió en sus labios la boca asquerosa y babeante de viscoso líquido amargo como la bilis...

El cuerpo de Shemar se convulsionó bajo aquel beso como el de un poseído, y ya no volvió a abrir los ojos porque su alma se hundió en los negros abismos de la locura que precedía a la muerte. El cuerpo de la criatura se tornó pardo y se hizo polvo y ese polvo se disolvió en la nada.

El cuerpo del príncipe yacía inerte en la losa.

****

III

Al día siguiente, los sacerdotes prorrumpieron en alabanzas y vítores viendo a su príncipe y a su sumo sacerdote salir del templo. La alianza entre Amkrud y el dios se había consumado de nuevo. La comitiva se dirigió a la capital, sin que nadie echase de menos a los dos sacerdotes que habían acompañado al sumo pontífice y que ahora yacían muertos en algún lugar bajo la colina Xerok y velando el cadáver del difunto rey.

Treinta días después terminó el luto y se coronó al nuevo monarca. No había mucha felicidad entre los súbditos pero las celebraciones eran acompañadas de vino y cerveza, y todos festejaron la coronación aunque sólo fuera por esto.

También festejaron su enlace con la joven Zamira. Apenas había podido hablar la muchacha con su amado en estos treinta días y lo había encontrado frío y distante en esas raras ocasiones. Se había sentido herida pero entendió que Shemar estaba muy ocupado con los preparativos de la coronación. No hubo tampoco muestras de cariño durante el enlace, que se realizó bajo el estricto protocolo.

Zamira se consoló pensando en la intimidad de la noche de bodas, pero Shemar no perdió su frialdad cuando llegó el momento sino que, para espanto de la ahora reina, la invitó a abrirse de piernas.

- Amkrud necesita un heredero – se justificó.

A la sorpresa siguieron la ira y también el dolor. La joven era una mujer digna y se negaba a yacer como una yegua de cría. Le echó en cara su crueldad hacia ella: había cambiado y no entendía por qué. El rey se impacientaba:

- Soy, y siempre lo he sido, el descendiente de Dmurno y el soberano de Amkrud. Tú eres sólo el vientre donde nacerá el hijo que será sólo mío y que me sucederá. Ésta es la ley del dios. Y ahora abre tus piernas, mujer, y cumple tu función y serás recompensada.

No le quedó duda alguna a Zamira de que aquel hombre no era Shemar. Se trataba de un extraño a quien no conocía.

- ¡Ya no eres el mismo! Los sacerdotes te han hechizado. Sí, eso es. Escúchame...

No fue escuchada. Él le arrancó el vestido y luego la forzó sobre el lecho nupcial. No le resultó difícil, gracias a su formidable fuerza. Luego se movió dentro de ella y sin pasión hasta fecundarla en algunos minutos. Ella sintió dolor y cerró los ojos, deseando estar en cualquier otro sitio, muerta quizás...

El que quisiera que viviera en el cuerpo de Shemar no era estúpido y advirtió a Zamira, sabiendo cómo le odiaba ella ahora:

- Ahora retírate y cuida de mi hijo. Tendrás una habitación para ti hasta que procreemos otro heredero. Me es indiferente lo que pienses y sientas, pero no intentes nada o lo pagarías muy caro. Puedo prescindir de ti porque no eres el único vientre del que puedo disponer...

Ella le abandonó entre lágrimas y lloró y se lamentó hasta ver la luz del alba. Entonces fue el cenit de su dolor. ¿Quién podría creerla si le dijese que aquella noche no había estado con el verdadero Shemar sino con un completo extraño?

Shemar, o quien quiera que fuese, salió al balcón y miró el cielo estrellado con nostalgia. ¡Cómo odiaba a los humanos! Eran tan lamentables y tan patéticos que sólo podían ser dominados, y haber vivido entre ellos durante milenios no había cambiado su opinión ni un ápice.

Vio una estrella fugaz pero no pidió ningún deseo. Sólo los crédulos humanos no saben qué es realmente una estrella...

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